Aquella
fue la primera y ultima vez que los astros me traicionaron, rompiendo de forma
inmisericorde los lazos que tejieron desde mi infancia el entramado de toda una
vida.
Por aquellos años, la llamada de la enfermera no me sorprendió. Algunos
días antes, el Sol en su Casa VIII ya me lo había anunciado, así que las únicas
lágrimas derramadas en el centro psiquiátrico, fueron las de sus compañeras de
planta. Las exequias de mi madre fueron rápidas y exiguas, al modo de su propia
vida. Esa noche, mientras ella transitaba el rumbo escrito en sus estrellas, yo
recordé, bajo una luna triste, sus insistentes palabras: « Diana, no cierres
tus ojos a la evidencia, has nacido bendecida como yo. Representas en la tierra
a Artemisa, diosa de la luna y la noche, curadora y ahuyentadora de males. Te
invocarán los cazadores, bendecirás a los unidos en matrimonio, serás la
protectora de las embarazadas, pero tú, mi pobre hija, no gozarás las mieles
del amor, tu vientre permanecerá seco y tu cuerpo terrenal reposará sin que
nadie vierta una lágrima por él».
Esa noche insomne me devolvió también, imágenes
pixeladas de mi infancia y juventud en Buenos Aires, en nuestro modesto piso de
la Villa 31 que mi madre abandonaba desde la madrugada hasta la puesta de sol,
para fregar escaleras en las casas acomodadas del barrio de Recoleta. A su
vuelta siempre la recibía aquella larga cola de vecinos a la espera de
respuestas, de consejos, de aciertos que ella siempre arrancaba a los oráculos.
En los interlunios del verano, cuando la
noche regalaba cielos limpios, nos alejábamos en el viejo Dodge de mi abuelo y
bajo la negra cúpula celestial, nos tumbábamos sobre una frazada y con su mano
alzada al cielo dibujaba una cruz en el punto exacto mientras las nombraba:
«Acrux, Mimosa, Gacrux, Delta Crucis. ¡ Mira, Diana, es nuestra Cruz del Sur,
la puerta hacia otros mundos ».
Tras su muerte, sustituí el anuncio de la
puerta en el que figuraba su nombre por el mío y desde aquel instante mis días
y noches giraron al ritmo de los cuerpos celestes cuyos secretos me habían sido
desvelados mientras viví con ella.
Mi fama se extendió por los pasillos de
aquellas casas en las que había servido mi madre, trayendo estabilidad
económica a mi vida. Pronto pude alquilar un pequeño piso en el centro de la
ciudad, y entablar relaciones sociales con personas de la alta sociedad porteña.
Así lo conocí. De exquisitos modales, vasta cultura y belleza muy masculina,
fue ganando terreno a mis primeras reticencias y el día que puso un anillo en
mi dedo corrí al encuentro de mis astros. Situé nuestras cartas astrales en la
rueda zodiacal, comparé las Casas en las que se situaban nuestros planetas,
leí las conjunciones, las
superposiciones, las progresiones y los tránsitos. Venus en mi Casa VII no
dejaba lugar a duda, era el hombre con quien debía pasar el resto de mi vida, y
dije sí quiero.
Aquella fue la primera y ultima vez que los astros me
traicionaron rompiendo de forma inmisericorde los lazos que tejieron desde mi
infancia el entramado de toda una vida, urdiendo su plan inexorable e
inapelable, alineando los renglones que osamos torcer.
La enfermera entra en
mi habitación para retirarme el cuaderno en el que ahora escribo y guardarlo,
como siempre, con la promesa de devolvérmelo mañana. Pone en mi mano los
antipsicóticos y me obliga a apagar la luz de la mesilla. Ante mi inquietud me
tranquiliza con la frase piadosa de todas las noches :« No temas Diana, algún
día él se arrepentirá de haberse marchado y volverá a tu lado ».
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