Que los dioses
se apiaden de mi alma en esta mi postrera hora. Yo siempre he tratado de
agradarles, de venerarles, de rendirles pleitesía. Los mejores frutos de mi
jardín colmaron las hornacinas con sus
efigies. Mis más rechonchas gallinas regaron con su sangre el ara sagrada. No
pasó un solo día sin que elevara mis plegarias a las deidades, rogando por la
fecundidad de los campos, por la salud de los míos, por el éxito en los
negocios.
Durante un
tiempo vi resarcidos mis sacrificios. Mis enemigos sucumbían ante mí, nadie
osaba contradecirme ni levantar su mano contra mi estirpe, sabedores de que era
acreedor del beneplácito divino. Mis posesiones se multiplicaron y todos y cada
uno de mis propósitos se materializaban, no sin esfuerzo y una férrea disciplina,
todo hay que decirlo.
Es cierto que
muchos sufrieron mi ira, que mi ansia arruinó familias enteras, que mi
desprecio y egoísmo envileció hasta la
médula incluso a mis parientes más cercanos. Más aún, no me vanaglorio de ello,
pero sembré de muerte y caos numerosas villas. Mi depravación me llevó a
sobornar a corruptas autoridades, a disfrutar de mis perversiones infligiendo
dolor en sórdidos lupanares. Así de seguro me sentía, así de poderoso llegué a
ser, venerado y temido al mismo tiempo.
Ahora que me
encuentro postrado e inmóvil, que sólo las plañideras que yo mismo he costeado
me rodean, me pregunto cuándo y por qué las divinidades me dieron la espalda.
¿Acaso no les atendí como merecían?. ¿Acaso no les colmé de ofrendas?. ¿Por qué
me castigaron arrancándome aquello que yo más quería?. Primero, la que fue
vientre de mi heredero me abandonó nada más ver este la luz. Años más tarde, él
mismo, mi heraldo y mano ejecutora, en la plenitud de su vida, la perdió a
manos de sicarios. Tal era la envidia que suscitaba, así de cruel fue la
venganza.
La soledad me
hizo débil. La desconfianza creció en mi seno, y a mi alrededor, aquellos que
se humillaron ante mí se cernían ahora cual buitres carroñeros para arrebatarme
hasta la última de las migajas. No, nadie sintió lástima de mí, nadie me dio
cobijo, nadie me procuró medicinas, y sólo el anillo de mis ancestros paga
ahora los llantos y los rezos que rodean este camastro inmundo.
Porque las
divinidades tienen que escuchar mi nombre, susurrarlo en la fría lápida junto
al camino, y abrir las puertas de su morada a éste su siervo, que siempre les
tuvo en tanta estima, que siempre obró para mayor gloria de toda la corte
celestial. Y aunque el final sea amargo, aunque ya las lágrimas no lleguen a
brotar de este enjuto cuerpo mortal, a través de este último acto de contrición
anhelo alcanzar la plenitud, la vida eterna.
Un momento, no
oigo ya los sollozos, no se desgarran las vestiduras. ¿Habré cruzado el
umbral?. Hago un esfuerzo y de mis entrañas saco fuerzas suficientes para abrir
estos pesados párpados. De repente, de la oscuridad más tenebrosa brota una
tenue luz parpadeante, cual resquicio de una puerta azotada por el viento. Y
del silencio del otro lado brotan sonidos que me resultan familiares. La puerta
se abre.
“Acompáñame”,
balbucea. “Pero, ¿a dónde?”, le interpelo apenas sin resuello. Y me replica:
“¿Acaso no lo sabes?. Hace tiempo que te espero”.
Tras asir la
mano de mi querido hijo, dirigimos nuestros pasos por un erial, colina arriba.
Sobre nuestras cabezas, un cielo plomizo amenaza con caer sobre nosotros. A
nuestro alrededor, etéreos espectros de decenas de víctimas de la codicia, la
ambición, la avaricia, el deseo, nos vituperan a nuestro paso. Su aliento nos
repugna, sus palabras nos angustian.
Al alcanzar la
cima, el panorama se torna desolador. Una nueva colina calcinada, y otra más,
cientos más en lontananza. No hay remisión posible. Estamos condenados a este
castigo sempiterno.
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