1
La figura cobró forma paulatina en
la distancia, ondeante el estandarte sobre un cielo anaranjado. Los cascos del
caballo levantaron, a su paso, una etérea polvareda. Tras advertir la arribada
del jinete, Ibn Mumin —el eunuco, custodio del castillo— hizo una señal; al
punto, la alcazaba del monarca quedó franca al caballero. Gruñeron las dos hojas
del portón, encajadas bajo el arco de herradura, y el recién llegado ingresó,
luego de atar su cabalgadura y sortear el laberíntico seno del fortín, en la
pieza más íntima del rey musulmán.
—As-Salam Aleykoum. Que Alá, en su
infinita bondad, te muestre el camino de la fe verdadera. ¿Qué nuevas traes de
las fronteras?
El visitante inclinó sutilmente la
cabeza, a modo de reverencia, y en su voz se hizo patente un inquieto enojo:
—Mi Señor Al-Muqtadir. Las huestes
enemigas progresan al otro lado del Cinca. La conjura de la Cruz se hace más
fuerte cada día: Fantova y Torreciudad apenas soportan los embates cristianos; dos
días ha, Benabarre cayó en manos del vizconde de Tost Arnal Mir, aliado del rey
aragonés. Debemos contraatacar, reunir nuestro ejército y enviarlo a la batalla
sin la menor dilación. No debimos subestimar al hijo del rey Sancho.
Centelleó la ira en los ojos
almendrados del rey taifa; los pliegues de su rostro aceitunado se fruncieron
con un rictus de disgusto.
—Tus
palabras se hunden en mi pecho como dagas, hijo de Fernando. Si lo que dices es
cierto, y Ramiro se apodera de Barbastro, los infieles lanzarán su acometida contra
el mismo corazón de mis dominios. ¡Hemos de impedir a toda costa que esas
hienas tomen Graus! ¡Ten presta tu mesnada, príncipe! Al alba, mis huestes se
unirán a tus guerreros en el paso de Grustán. ¡Cabalga! ¡Y que la mano de Alá blanda
tu espada!
Abandonaba
el aposento el caballero cuando, a su espalda, tronó el aviso resonante del feroz
Al-Muqtadir:
—¡Recuerda,
Gonzalo, ¡no ha lugar a la piedad con los siervos de Roma!
2
Ramiro I, el hijo del rey Sancho de
Navarra, fue muerto a las puertas de Graus a manos del árabe Sadaro, cuya
astucia y buen disfraz lo trocaron en supuesto defensor del cristianismo. Signado
por los dioses como primer rey del incipiente Reino de Aragón, antes Condado, la
caída de Ramiro precipitó al ejército cristiano a una derrota inopinada y
dolorosa. Como flor segada por el tallo, sin agua ni alimento, así quedó yerto
su noble corazón, marchito el pálpito de aquellos que luchaban a su lado. Cruento
final, una lanza le atravesó el cráneo de medio a medio, esparciendo un amasijo
de sesos y sangre negreada sobre el campo de batalla.
Desde aquel funesto descalabro, no
hubo un solo día en que el heredero a la corona aragonesa, Sancho Ramírez, no
urdiera en su mente ofuscada la más cruel de las venganzas.
Embebido en tales cuitas, el monarca
concibió los planes más osados y terribles. A resultas, decenas de heraldos
fueron enviados al norte, más allá de las montañas, con misiones tan veladas que
nadie, salvo ellos, conocía. Goteo destilado de aviesas intenciones, uno a uno
los mensajeros regresaron a la entraña de San Juan de la Peña, al amparo de la roca
formidable. Merced a aquellas confidencias que hicieron temblar a los monjes
del monasterio-abadía, el vengativo rey no dudó en recurrir a las artes de
Ermengol de Mazamet, taumaturgo emparentado con la estirpe Capétiens —y, por tanto, protegido de las garras del papado—, cuyo
saber en el campo de las Ciencias Ocultas, según se hicieron eco los leales emisarios,
no tenía parangón allende de los Pirineos. La erudición del alquimista y, sobre
todo, sus temidos procedimientos superaban con mucho la potencia combinada de
las armas y la fe.
El sabio
hechicero, que hablaba y escribía varias lenguas (entre ellas la romance),
quedó muy complacido ante la instancia del monarca requiriendo sus servicios en
favor de la contienda contra el bando musulmán. Sancho Ramírez, impresa la
crueldad en sus pupilas de acero, rumiaba día y noche su obsesión, y estaba
dispuesto a todo. Y así, ofreció al franco cuantos medios y recursos estuvieran
a su alcance con tal de ver saciada su sed de revancha. Ermengol, por su parte,
sonrió sin tapujos mostrando unos colmillos lobunos —manantial inagotable de
rumores—, al tiempo que sus labios se arqueaban con un rictus de malicia
espeluznante.
—Antes
de las nieves, la Taifa de Zaragoza será vuestra, mi Señor.
3
Las
habladurías, veladas hasta entonces, cobraron bruscamente visos de realismo la
tarde en que arribó al monasterio un carruaje cuyo único viajero, el lúgubre y
enjuto nigromante, desató el pavor entre los monjes tan pronto echó pie a
tierra, de tal suerte que la paz en la oración benedictina y su beatífica labor
comunitaria sufrieron una honda conmoción, nublado aquel sosiego espiritual
ante el cúmulo de intrigas vespertinas, de idas y venidas por los bosques en
busca de hongos y especies rupícolas, de aullidos de ultratumba que arruinaban su
descanso y sus plegarias. Alarmado por el tinte sacrílego de tales prácticas, el
obispo Galindo congregó al séquito episcopal en pleno y partió desde San Pedro
de Siresa, al norte del reino, con el propósito de mudar la decisión del
soberano y expulsar sin miramientos al demonio infiltrado en sus confines.
Pero
Sancho, obstinado en su ceguera biliosa, no trocó su decreto, y, a las pocas
semanas, partió con sus milicias a la guerra contra el moro Al-Muqtadir.
Durante
siglos, las crónicas de la batalla de Graus fueron silenciadas por la Iglesia.
Ningún escribano osó contar aquellos hechos espantosos. El rastro de Ermengol
quedó enterrado en el olvido y las huellas de su lucha en la cruzada perecieron
bajo el manto del enigma y el misterio.
Hasta
que un buen día, un monje que paseaba por la cima de San Voto, en la roca que
corona San Juan de la Peña, tropezó con un saliente que emergía del terreno. Lo
que en principio tomó como el canto de una piedra, resultó ser la cabeza metálica
de una cruz soterrada. Al excavar, con ayuda de otros frailes, quedó al descubierto,
igualmente sepultado, un oscuro manuscrito forrado en piel de cabra.
Con
trazo agitado, en las hojas del añoso pergamino el anónimo cronista relataba aquel
pasaje de la Historia largo tiempo amordazado. Un fragmento, en concreto, estremeció
al propio abad al intuir las razones que impulsaron al completo ocultamiento
del hológrafo y la cruz. Decía así:
«…las hordas musulmanas se aprestaban ya
al combate. Entonces, aquél al que llamaban «el aliado del Diablo» bajó de su
caballo y, portando como única defensa una espada afiladísima, se puso a la
cabeza del ejército de Sancho. De pie, en primera línea, sin inmutarse ni pestañear,
el franco desafió al rey musulmán con frases que sonaron con estrépito de
trueno: súbitamente, el cielo se coloreó de sangre y un coro de graznidos
abisales resonó por doquier con mil ecos. Al instante emergieron miríadas de
aves necrófagas lanzándose en picado hacia las tropas enemigas; acto seguido, trotando
en oleadas, una jauría de bestias peludas cruzó nuestros flancos y se abalanzó con
saña inmunda sobre las líneas sarracenas. Antes de franquear las puertas de la
muerte, el rey Al-Muqtadir espoleó a su corcel y, preso de una furia homicida,
embistió al hechicero con su lanza. A los ojos de Nuestro Señor Jesucristo,
Ermengol de Mazamet —a tal nombre respondía— debería haber muerto desangrado. ¡Mas,
vive Dios, por obra del mismísimo Satán, no aconteció tal cosa!
Ese turbio amanecer ningún cristiano
entró en liza: no fue necesario. El brujo, el demonio en persona y su cohorte
de criaturas infernales masacraron sin piedad a cuantos adversarios encontraron
a su paso.
Tras victoria tan insólita e impía, Ermengot
donó su espada al rey Sancho Ramírez, subió a la montura y, a trote raudo, se
esfumó en el horizonte escoltado por la turba de rapaces y criaturas. El rey de
Aragón consagró el resto de sus días a la fe en el Altísimo. Entre sus últimas
voluntades, decretó fundir el arma que Ermengol le entregara y convertirla,
merced al buen hacer de los herreros, en una cruz cristiana. Por mor de esta
ordenanza, la espada del Infierno fue trocada en símbolo de Cristo.»
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