Era la segunda vez, en mucho tiempo,
que lo volvía a oír en directo. La primera fue interpretándolo junto con la
orquesta del conservatorio Carlos Ros en el Mira de Amescua. Mi mirada clavada
en los violonchelos. Mi mano derecha bailoteando. Tenía grabada en su memoria
táctil cada nota que sonaba, y como reminiscencias, en pequeños espasmos quería
seguir la música como hacía años.
Entre los sentidos suspiros que aquí
anoto, arrojo el que me despertó Dori Hdez Montalbán. Para el día de la mujer
habíamos decidido preparar una actividad en el Hospital Real de la Caridad,
para presentarlo como un espacio con presencia de mujer y así homenajear a sus
enfermeras, nodrizas, cuidadoras, religiosas y matronas que habían sido los
pies y las manos del buen hacer en tan centenario lugar. Su hermana Carmen y el
resto de componentes de la Oruga Azul se encargaron de teatralizar la visita,
la cual finalizaba con una actuación de Dori, ataviada de mil seicientos. La
expectación corría entre los asistentes. En el ocaso de aquel marzo procedió:
...¡Ay, qué vida tan amarga do no se goza el Señor! Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga. Quíteme Dios esta carga, más pesada que el acero,
que muero porque no muero... El aplauso fue infinito. La lívida luz convirtió
el patio jesuita en una plazuela donde la propia Santa Teresa era a nosotros a
quien nos regalaba su éxtasis.
En cuanto a las pinceladas, sin
motivo de duda, referencio la experiencia habida en los encuentros -porque
decir curso escudriña en academicismos- de acuarela en la Casa-Palacio de D.
Julio Visconti. La primera vez que tuve constancia del pintor fue una década
antes, cuando ambos éramos parroquianos del bar de Juan -ahora Palenga- en la
Plaza de las Palomas. Siempre en la buena compañía de su versada corte. En
aquel entonces se estaba fraguando la Fundación, que hoy para nosotros podría
ser lo que la India fue a la Corona Inglesa. El relevo en la maestría se lo
tomó su discípulo José Antonio García Amezcua. Durante el verano, las puertas
del palacio de Visconti se abrían a los acuarelistas neófitos. Unas puertas,
que una vez cruzadas, la ciudad quedaba atrás y se abría un rincón evasor donde
los gatos pululaban bajo contables pilistras, arados y trillos quietos. Un
quinario de arte y percepción. D. Julio hoy, con su centenario cumplido en la
tierra, seguirá cumpliendo los años de descanso que le merece el cielo, con la
entera satisfacción de que su legado, cuidado e inmaculado, discurrirá entre el
cariño y admiración de las futuras generaciones.
Cerrando filas no puede quedar en el
tintero una de las casualidades que me acercaron a lo que hoy más aprecio, que
es el arte. La madre Gema, religiosa de la Divina Infantita, era en sí una
institución. Alguacilesa catedralicia o abadesa de llaves, era por todos
reconocida en su hábito y antaña faz. De fino tallo desafiaba la pesadez del tiempo,
esquivando las indolencias fue, con certeza, de poco plato y mucha suela de
zapato. Un día me acogió como su secretario para traspasar el papeleo, en la
bisagra entre la máquina de escribir y el teclado del ordenador. En estas que
apareció con unos documentos que ella había hecho de oídas tras haber estado en
una visita explicada en el museo, reciente entonces, de la catedral. "Pero
para que quede más claro, un día podemos ir y lo vemos juntos". Así lo
hicimos. Ella no era una persona de concurrencia social. El resto de sus
hermanas eran también religiosas de la misma congregación. Las vacaciones de
estío la pasaban en la casa familiar -vacía- en Padul, y salvo los saludos por
la calle de viejos alumnos y conocidos, jamás la pude ver tomar un café en una
terraza. Ella aprendió a vivir y se acogió al modo preconciliar.
En la sala de arriba, frente a un
cuadro de la Inmaculada me dijo: ¿Ves el espejo? Representa la virginidad de
María; la luz pasa por el cristal sin romperlo ni mancharlo, así fue cómo la virgen
tuvo a su hijo. Y hasta la fecha, siempre que he tenido que descubrir el museo
de la catedral de Guadix a alguien, repito sus mismas palabras, en honor a su
recuerdo. Así, desde el Beaux Arts de Bruselas, la National Gallery, el Louvre
o en el Prado, si los querubines portan un espejo acompañando a la Inmaculada
Concepción, discúlpenme, pero la luz que pasa por el cristal no es la
virginidad, es la querida madre Gema que se pasa a saludar.
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