¿Y qué dictador no adora la guerra,
más si se libra en país ajeno?
Todo son ventajas: para empezar,
conviene mantener ocupado al ejército propio, pues sus fuerzas, sus mandos, sus
hombres, sus armas, sin objetivo ni actividad pueden, en cualquier momento, en
tantas coyunturas, volverse contra el amo.
Los precios suben (los empresarios se
enriquecen), las exigencias del pueblo disminuyen -"estamos en guerra, no
pidáis la luna"-, las injusticias se justifican, contra el enemigo el
sentimiento nacionalista se fortalece, las mentiras más burdas, risibles en
tiempos de paz, se tornan verosímiles. Todo vale en la guerra y si destruye un
país vecino, mejor aún: fuera quedan las ruinas, los campos destruidos, la
hediondez de los muertos.
Cierto, también morirán unos cuantos
compatriotas, quizá miles, pero se les honrará debidamente, sus familiares
serán premiados, la nación les deberá por siempre la prosperidad y la
relevancia del imperio.
Quien no disponga de un enemigo
exterior, que se lo busque, y si se trata de un vecino, miel sobre hojuelas,
más rápido y menos costoso resultará saltar los límites y pisotear sus
derechos.
Lo más doloroso: sabemos todo esto,
todo lo dicho, pero no nos sirve para evitar la guerra.
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