Hoy he creído notar el primer aviso de Percival. Sus cuerdas han sonado de una forma especial. Lo conozco bien. Llevamos mucho tiempo juntos y por eso sé que esta mañana ha sido distinto y que tengo que darme prisa.
Percival es mi violín, bueno, creo que es más correcto decir que yo soy su hombre. Nos conocimos casi por casualidad y aunque algunos detalles fluctúan algo borrosos en mi memoria, conservo con bastante nitidez el recuerdo de lo que pasó.
Era mediodía ¿o quizás de noche?, en realidad no importa demasiado. Elena y yo estábamos sentados en una cafetería y nos llamó la atención un hombre ya mayor que entró en el local. Tenía un aspecto descuidado, casi haraposo y llevaba un violín.
Yo había estado varios años estudiando en el conservatorio, pero como la voluntad nunca me acompañó, acabé dejándolo. Me había quedado, sin embargo, gran afición a la música y una envidiosa admiración hacia todo el que se ganaba la vida de aquella manera.
Al rato ya estaba tocando, y lo hacía de tal forma que aunque no era un virtuoso, las notas que salían del instrumento me llenaron de una agradable sensación de paz. Por lo visto, él se dio cuenta, porque al acabar de tocar se acercó a nuestra mesa.
Al verlo venir, me puse un poco nervioso y busqué algunas monedas. Cuando las encontré y me disponía a dárselas, él frenó mi mano con la suya.
—No, no quiero dinero —dijo—, quiero que aceptes un regalo.
Me sentí incómodo, había por ahí tanta gente rara…; aunque recuerdo que su mirada era tan serena que hizo que mi actitud me pareciera torpe ante su naturalidad.
—Y dígame —acerté a decir—, ¿Por qué quiere hacerme un regalo?
Entonces puso un gesto triste y permaneció en silencio. Yo no podía dejar de mirarlo, era todo tan, tan…; bueno, el caso es que empezó a interesarme. Me fijé en las arrugas de la piel, en los rasgos de su rostro, y sobre todo en las manos, tal vez por la forma de sujetar el violín. Creí adivinar un interminable discurrir de caricias entre ambos, se agarraba a él como si fuera lo más importante de su vida.
—Mira —me dijo al fin—, voy a morir pronto y Percival se va a quedar solo. Necesita a alguien que sepa quererlo, y sé que a ti su música le ha gustado.
—Perdone, no entiendo nada. Usted ni siquiera me conoce.
El viejo ni se inmutó. Decididamente pensé que aquel tipo estaba loco, pero él pareció adivinar.
—Imagino lo que estarás pensando —dijo en tono burlón—, es lógico, a mí me ocurrió igual. Es cosa de paciencia y también de fe, lo sé, ya verás…
—¿Fe? ¿No será usted un…?
—Tranquilo, je, je…, no soy nada de eso. Escúchame bien. Es algo muy sencillo, el violín necesita cuidados, nada más natural, ¿no es cierto? A cambio tendrás su agradecimiento, mucho más de lo que imaginas.
—Sigo sin comprender.
—No puedes comprender todavía, no te preocupes. Cuida de Percival, él se encargará del resto.
Dejó el violín sobre la mesa y se quedó mirándolo, inmóvil, con aquellos ojos vivos que parecían querer comunicar lo que no acertaba a articular su boca.
—¿Quiere decir que me lo regala de verdad?
Por un instante la codicia me desbocó. Traté de controlar mis gestos. Tal vez se trataba de una pieza robada en alguna colección. ¿Stradivarius quizás?
—Pero yo apenas si sé tocar —intenté disimular.
—Él te enseñará, déjate llevar, sé dócil.
Y dando media vuelta abandonó el local. Elena me miraba con cara de asombro, ella también estaba impresionada con lo que había pasado. Y así nos quedamos, con los cafés fríos y el violín sobre la mesa.
Cuando llegué a mi casa, no pude aguantar la tentación y me puse a tocar. Me había picado tanto la curiosidad aquel viejo, que cuando cogí el violín me puse nervioso, como si alguien me estuviera escuchando y yo temiera no estar a su altura de la ocasión.
Empecé a tocar. El arco se deslizó suavemente sobre las cuerdas y las notas comenzaron a brotar, al principio con timidez, pero poco a poco fueron perdiendo el miedo y al cabo de varias horas, allí seguíamos los dos, Percival y yo. La música sonaba ya con una fluidez que hizo que recordara las palabras del viejo: «Él te enseñará…». Sentí que toda la historia empezaba a tener sentido y que algo en mi vida había cambiado.
Ése fue el primer día que llegué tarde al trabajo. Por lo visto me quedé dormido sin darme cuenta porque al despertar, el violín estaba a mi lado, junto a la almohada. Sin duda, estuve tocando hasta muy tarde. Miré preocupado el despertador. ¡Eran las nueve y media! Yo entraba a trabajar a las ocho. Salté de la cama y mientras me vestía pensé en la noche anterior, me había sentido realmente bien, tanto que olvidé poner en marcha el despertador y esto sin duda me traería problemas.
Al momento yo estaba en la calle esperando el autobús. Durante los veinte minutos largos del trayecto, tenía tiempo de preparar alguna excusa más o menos convincente. Empecé a barajar tres o cuatro posibilidades. Cuando el autobús llegó a mi parada, aún no había preparado ninguna.
El jefe se presentó delante de mi mesa, y ante la avalancha de improperios sólo atiné a esbozar un «lo siento, se me ha hecho tarde» apenas audible. Él se quedó confundido, seguramente esperaba oír algo rebuscado, pero mi indiferencia los desconcertó. Antes de irse me preguntó si me ocurría algo.
Satisfecho por el desenlace de lo que parecía una catástrofe, me fui a desayunar. La verdad es que yo nunca me concentré demasiado durante las horas de trabajo, pero aquel día no fue normal. Las notas de música se deslizaban entre montones de facturas para revisar y los acordes retumbaban por todos los rincones de mi cerebro.
Durante las semanas siguientes apenas sí salí a la calle. Me marchaba lo antes posible del trabajo y estaba totalmente ocupado intentando sacar lo mejor de Percival. Cada vez tocaba mejor, parecía asombroso lo rápido que estaba aprendiendo. Cuando lo apoyaba sobre mi cuerpo y comenzaba a tocar, todo tenía otro sentido. La música invadía mi ser, hacía que me despreocupara de lo que hasta entonces había sido mi vida. Así, tras los primeros cambios sutiles, casi imperceptibles, experimenté otros claramente manifiestos que pronto empezarían a traerme complicaciones.
Desde que nos conocimos, Elena iba casi todas las tardes a mi casa. Cuando Percival cayó en mis manos, ella también se entusiasmó con la historia, pero al ver que me lo estaba tomando tan en serio, cambió de actitud e intentó, sin éxito, que saliéramos más a menudo. Después espació sus visitas y cada día se mostraba más distante y esquiva.
—¿Qué te pasa? —Le pregunté un día.
—¿A mí? ¿Qué te pasa a ti querrás decir? ¿Pero no te das cuenta de que estás atontado? Desde que aquel dichoso viejo te dio el violín pareces otro, llegas tarde al trabajo, no me haces caso… ¿Qué vas a hacer si te despiden? ¿En qué mundo crees que vivimos?...
Yo no supe qué responder, pero en aquel momento, me di cuenta de que se había abierto entre nosotros una zanja difícil de tapar, y aunque siguiéramos juntos, tarde o temprano nos separaríamos.
Luego todo se precipitó; me echaron del trabajo, Elena se fue, tuve que dejar la casa, coger una habitación en un bajo… Pero nada parecía tocarme, me sentía impermeable ante ese acúmulo de nimiedades y sólo me preocupaba por las cosas realmente importantes como Percival, su música y yo.
Al principio me daba vergüenza poner la mano, por eso me compré un sombrero y…, bueno, la verdad es que lo cogí de un coche. Me gustó tanto que busqué una piedra y la tiré contra el cristal. Creo que nadie me vio…; pero ya me he dado cuenta de que esto no tiene ninguna importancia, el caso es que con el sombrero la cosa fue más fácil. Lo colocaba junto a mis pies, un poco más retirado mejor. Cuando oía el sonido de una moneda al chocar con otra, me ruborizaba un poco, pero uno se acostumbra a todo y ve que tampoco eso tiene importancia.
Empezamos por ir a los parques, pero vinieron días lluviosos y tuvimos que refugiarnos en el metro. No me gustó. Era triste. Daba igual que fuera otoño, los túneles y las luces artificiales seguían quietas sin sospechar que afuera los árboles dejaban caer sus hojas y el suelo se cubría con un manto amarillo y seco que crujía cuando caminabas.
La verdad es que no me vino mal para acostumbrarme, nadie parecía fijarse en mí, y eso me ayudó. Además, cuando comenzaba a tocar me olvidaba de todo, cerraba los ojos y ya no importaba el lugar, ni la luz…, ni nada.
Al final me acostumbré. Desde luego, allí abajo Percival suena mejor que en cualquier otro lugar. Los túneles, en un principio lúgubres, acogen muy bien la música; se diría que la están esperando, y cuando llega, se la pasan unos a otros, como jugando; eso es lo que nosotros conocemos por sonoridad.
Ahora vamos todos los días. Madrugamos mucho, pero claro, por la noche también nos acostamos temprano. Cuando pasan las primeras personas con cara de ir a trabajar, ya estamos tocando. Yo noto en sus miradas que lo agradecen, les gusta que les pongamos música a un trocito de sus vidas; no es que me lo hayan dicho ellos, pero yo sé que debe ser algo así.
A media mañana ha aflojado el ritmo de la gente, entonces, meto a Percival en su funda —se la compré cuando las primeras lluvias— y aprovechamos para subir a desayunar. Siempre vamos al mismo sitio. Es una taberna vieja, pero nos conocemos todos y podemos hablar de nuestras cosas. Se está bien.
Luego volvemos a bajar por la misma boca de metro. Todos saben dónde encontrarnos. Si estuviéramos cambiando de lugar sería distinto, no podría reconocer ninguna cara y a nosotros tampoco nos conocerían.
Un día entramos en una cafetería. Era de esas que son enteras de madera, muy acogedora. Los parroquianos eran casi todos jóvenes, con aspecto desenfadado. Alguien estaba tocando el piano una conocida melodía, no sé cuál porque nunca recuerdo los nombres de las piezas, pero por supuesto clásica. Yo no pude resistir. Me puse al lado del músico y comencé a tocar con él. El resultado fue sorprendente. Todos se callaron y aquello se convirtió en un verdadero concierto. Después de cada interpretación, el público aplaudía y gritaba para que siguiéramos tocando. El pianista y yo mirábamos con satisfacción, estoy seguro de que también fue su mejor actuación. Cuando acabamos, el dueño nos invitó a comer, estábamos entusiasmados. Fue una lástima que cerraran el local, aunque quizás gracias a eso, muchos de los que nos escucharon tendrán el recuerdo de aquel gran violinista que tocó una tarde en la cafetería, y eso siempre hace ilusión.
Y así vamos, hemos pasado ya muchos años juntos y no me quejó, estoy satisfecho. Si volviera a nacer, me gustaría que Percival se cruzara otra vez en mi vida. Ha sido todo para mí. Por eso esta mañana, cuando el sonido de sus cuerdas se me ha metido tan adentro, he sabido que para mí, el momento final estaba cerca. No he sentido miedo, yo ya había comprendido mi papel en la historia, lo importante es que Percival no acabe en la vitrina de algún anticuario. Así que tengo que darme prisa en encontrar a alguien. No es tan fácil, no sé cómo hacerlo. Tendré que olvidar el metro e ir más a menudo por las cafeterías.
Aunque…, no sé por qué me preocupo tanto. Estoy menospreciando a Percival, él no es ningún aficionado y sabrá cómo sonar en el momento adecuado y ante la persona elegida. Entonces, yo lo dejaré sobre la mesa y me marcharé un poco triste por la separación, pero contento y en paz por haber tenido una vida tan entrañable y tan feliz.
Publicado en la revista Campus de la Universidad de Granada en septiembre de 1988
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