A Ricardo no le gustaba
hablar, tampoco escuchar. No había sido un niño especialmente triste. Bueno, un
poco sí, la verdad; aunque más bien podría ser calificado como “indiferente”.
Había tenido dos o tres amigos, pero todos algo extraños, como era él. No
obstante, a ellos les gustaba de vez en cuando jugar al fútbol y a las canicas.
A Ricardo eso no le importaba… mientras permanecieran callados cuando
estuvieran con él. Pasaban todo el recreo sentados en un banco apartado del
patio, cada uno sumido en sus pensamientos. A veces sonreían ante algún
recuerdo u ocurrencia graciosa, pero lo normal es que se mantuvieran la media
hora mirando al frente, con la vista perdida en algún horizonte inexistente.
Ricardo era el único del pequeño grupo que se ponía
algodón en ambos oídos durante esa extraña vigilia matutina. Al tocar el timbre
para volver a clase ─qué tortura─, se quitaba las torundas y, sin despedirse de los
demás, volvía cabizbajo al aula.
En su casa, casi todo el rato
permanecía en el cuarto. También su hermana mayor, Clara, estaba mucho tiempo
encerrada en el suyo, pero se podía oír, al pasar por la puerta, alguna melodía
emergiendo de su radio casete de antena desplegable. Él, sin embargo, no
escuchaba nada debido al revestimiento especial con que sus padres, como último
regalo de Reyes y atendiendo a su carta a los magos, habían colocado en las
paredes de su dormitorio.
Con los años, Ricardo llegó a la universidad. En su
ciudad se cursaban los estudios que había escogido, por lo que seguía viviendo
en casa. En su clase había una chica que le gustaba; sin embargo, como le daba
una tremenda pereza hablar con la gente, nunca llegó a dirigirle la palabra, ni
siquiera la saludaba, a pesar de ser tan puntual como él y encontrarse ambos en
el aula solos en más de una ocasión, antes de que llegaran los demás. De todos
modos, al escucharla un día reírse y charlar de manera desenvuelta con otras
compañeras y compañeros, percibió que tenía una voz demasiado aguda, lo cual,
de modo irremediable, acabaría dándole ─de forma
literal, no figurada─ más de un dolor de cabeza. Eso lo disuadió
de entablar cualquier tipo de relación
con ella.
El único medio amigo que tuvo en la etapa universitaria,
Fran, vivía cerca de él y a veces lo esperaba para volver juntos, sin hablar en
todo el trayecto, por supuesto. Fran le comentó un día que había encontrado un
trabajillo como “paseador de perros” y que no le iba mal. Ricardo, a quien le
hastiaba cualquier conversación sobre todo a la salida de clase ─aunque le pasaba lo mismo a la entrada, por otra parte─,
no respondió; sin embargo, se quedó pensando. No le desagradaban demasiado los
animales, pero de plantearse él mismo ese trabajo, seguro que lo acabarían
fastidiando los jadeos y eventuales ladridos caninos. También lo pondrían
enfermo los tirones de la correa... Se adaptaría mejor a su carácter ser
paseador de tortugas o algo así.
En ocasiones, considerando su futuro inmediato, pensaba
con desgana en la posibilidad de encontrar un trabajo, pero eso de relacionarse
y escuchar tonterías del compañero de la mesa de al lado no lo convencía en
absoluto. No sabía por qué, le venían a la cabeza esas escenas de series
policíacas ─las únicas que veía con cierto
interés siempre que no gritaran demasiado─ en
que el abogado de oficio del delincuente de turno ejercía de convidado de
piedra: acodado en la mesa y apoyando la mejilla derecha sobre los nudillos, el
actor pasaba el tiempo sin rechistar escuchando cómo el detective acosaba a su
indefenso defendido…
Cuando Ricardo acabó la carrera, no obstante, no tuvo
demasiado problema en encontrar trabajo, la verdad. No le gustaban las
reuniones con los jefes, pero lo peor fue tener que independizarse al cambiar
de ciudad.
Siempre tuvo conflictos con el vecindario. Había pasado
por varios apartamentos alquilados y siempre ─en
cada uno de ellos─ daba casualmente con
vecinos ruidosos: unos tenían niños y niñas pequeños a los que les daba por
ponerse a llorar a deshora; otros roncaban; incluso había algunos que le daban
con excesivo ímpetu al interruptor de la luz al ir a acostarse. Eso por no
citar al que echaba a rodar la clásica canica. En fin...
Un lunes, como cualquier otro, se levantó con fastidio al
sonar el despertador. Era un ligero zumbido, pero el suficiente para hacerlo
salir de su sueño, siempre ligero y superficial. Le pareció extraño no escuchar
a la vecina de arriba, ya que esta acostumbraba a comenzar su jornada al mismo
tiempo. Mientras se lavaba los dientes y se afeitaba, tampoco oía el ruido de
tuberías característico a esas horas. No prestó atención.
Sin embargo, cuando salió a la calle, no se veía
absolutamente a nadie. Empezó a sentirse inquieto. Incluso le pareció que sus
pasos resonaban de otra manera, no tan sonoros como normalmente ocurría cuando
la vía estaba poco transitada. Por otro lado, las luces de las farolas
presentaban una intensidad algo más baja de lo habitual. Aceleró el paso a la
vez que lo hacía su corazón.
Llegó por fin a la boca del metro. No había nadie
subiendo las escaleras de acceso; tampoco bajaban. Ni rastro de la multitud con
que diariamente topaba en todas direcciones. En los andenes, ni un alma.
Tampoco se percibía el mínimo sonido. No obstante, llegó el vagón a la misma
hora de siempre. Paró y abrió sus puertas… Ricardo dudó antes de subir, ya que
no distinguía ningún viajero a bordo. Al final, lo hizo… El metro parecía ir
más rápido que nunca, incrementado la velocidad exponencialmente. Ricardo no
pudo más y dio un grito desgarrador, inacabable… Luego, con la vista perdida,
sentado con los brazos alrededor de sus hombros, comenzó a hablar sin parar y
en voz alta. Parecía contar sus pecados en un confesionario móvil… Pero lo que
hacía era relatar detalles de su vida, de su infancia; hablaba de su hermana,
de la chica que le gustaba, de su primer trabajo...
El resto de viajeros que abarrotaban el vagón, tras el
primer sobresalto, lo miraron con extrañeza y estupor. Él seguía hablando,
hablando solo sin parar...
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