La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 14 de septiembre de 2019

EL COCO, por Eduardo Moreno Alarcón.


Estaba lloviendo a cántaros cuando entré en el edificio. Sombra de mi sombra, abrí el portal con una llave arcaica. Después del portazo no hubo nada más que sinfonías de aguacero, truenos y relámpagos y rayos en zigzag. Resbalé por el pasillo cual fideo en una sopa japonesa. Pulsé un interruptor. No iba la luz. Tenté los muros en tinieblas. Los crepúsculos, a esas alturas de noviembre, eran membranas de murciélago. Y llegué al baño y tropecé con el bidé. Me bajé los pantalones empapados. Tuve la precaución de sentarme en la taza para no salpicar. Luego pensé en lo absurdo de esta acción. Calado hasta los huesos, el parqué sería un arroyo. Pensé en ducharme, pero eso sería llover sobre mojado. Además, podía resbalar en la bañera. Mejor sacar una toalla. ¿En qué cajón estaban? Bajo el lavabo, sí. Metí la mano en el susodicho cajón con el temor de hallar un monstruo dentro. Pero no. Sólo la toalla de rizo. Total, me desnudé y sequé de la cabeza a los pies. Luego, ataviado sólo con los calcetines (inmunes a la lluvia, permanecían secos), palpé de nuevo hasta encontrar mi habitación, la cama y el pijama de entretiempo.
Crucé el pasillo en dirección a la cocina.
En la ventana y el techo seguía oyendo la insistencia de la lluvia. Tronó brusca, cascadamente, como en los filmes de terror de los cuarenta. Me acongojé un poco. Y hurgué de nuevo en los cajones, situado en la alacena. Busqué una vela, un cirio, una cajita de cerillas, pero, a la vista del hallazgo, me decanté por la linterna con las pilas muy mermadas. Algo es algo. Al fin se hizo la luz, aunque bastante mortecina. Más confortado (pantuflas, pijama y luminaria), eché mano a la nevera. Cené poco y vegano: leche de avena, manzana verde doncella y nueces de Nerpio (paraíso albaceteño de nogales centenarios).
Me lavé los dientes con pasta especial para encías. Tiré de hilo dental entre incisivos, donde quedaba alguna traza a fruto seco. Volví a mi habitación. La lluvia perdía fuerza en los cristales y en el patio con plantones de geranios. En la noche, cuando el mundo se reduce al redondel de luz linternil, pensé que ya era hora de acostarse.
Cesó la chaparrada y el silencio se adueñó del mobiliario.
Tanto mejor para dormir.
Me eché una manta por encima, la de cuadros, esa que rasca. Cerré los ojos o los párpados.
Y entonces, de súbito, creí oír una voz.
«Qué va a haber una voz», me dije en voz bajita.
Y me giré sobre la almohada.
Pero, al cabo de unos segundos, creí oír una voz.
«Anda, vuélvete a dormir. Que no joder, que oigo una voz», monologué.
Presté oídos al sonido, los dos. ¡Hostia, que sí! ¡Que hay una voz!
Era como un susurro… y provenía del armario.
Me acojoné pensando en un cuento de Stephen King que había leído tiempo atrás. Se titulaba El coco. Un coco oculto en un armario, un coco de verdad.
«¡Me cagüen la puta!», blasfemé para azuzarme frente al miedo. 
En el cuento de King, una niña se acerca al armario de marras. No quise ser menos, e hice lo mismo. Bien es cierto que me podía, además del canguelo, una curiosidad morbosa. Sí. La vocecilla venía del armario, muy tenue, como un discurso ininteligible.
Tenía los nervios de punta. La tensión disparada. «¡Abre ya, coño!», me espoleé.
Total que abrí. Podría adornar la narración y escribir que hubo un relámpago con trueno, un grito helado, el rostro del muñeco diabólico, qué sé yo. Pero no. No hubo más que ropa en el armario y esa voz.
Puse toda mi atención, al borde del abismo emocional. Si era un coco, hablaba en español. Y si hablaba en español, el monstruo (o lo que fuera) era cercano. Ahora me vino a la cabeza un cuento de Poe: El corazón delator. Porque la voz iba en aumento. Dejé que mi oído me guiara. Palpé bajo las perchas. Allí estaba mi trenca. ¡Por los clavos de Cristo, la voz brotaba de la trenca! ¡Valor, valor joder!
En un gesto entre lo heroico y lo suicida, metí la mano en el bolsillo…
…y hallé mi walkman con la radio encendida… De los auriculares surtían las cavilaciones monocordes de un locutor deportivo…. La voz del coco….

Ahora sí, tronó en la lejanía.

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