La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 14 de septiembre de 2019

VESTIGIA NULLA RETRORSUM, por Pedro Pastor Sánchez (Ganador)






     Estaba lloviendo a cántaros. No había cenotafio, panteón o mausoleo que se librara del monumental aguacero que caía sobre el camposanto aquella mañana de septiembre. El agua repiqueteaba sobre la pulcra lápida, formando regatos en los cincelados trazos que la surcaban. «Aquí yace Romualdo Castillejo». La piedra esperaba su turno para ser ubicada. El clérigo terminaba el responso. El agua bendita lanzada por el hisopo se mezcló con la lluvia antes de salpicar el ataúd. No así las lágrimas de la viuda, que no estropearon la capa de maquillaje que cubría sus sonrosadas mejillas. Parapetada bajo un poblado caparazón de negros paraguas, cual formación romana en tortuga, los adláteres simplemente esperaban un gesto de la dama para dar por finalizada la farsa. No resonaría ningún panegírico loando al difunto, ningún amplexo reconfortante, ni plañideras, tampoco los vívidos colores de las flores acompañaban al féretro.
            La ataraxia de Herminia solo se quebró, aparentemente, cuando el cura recogió su múrice estola y se aproximó para darle el pésame. Voz quebrada y gimoteo. Puro teatro.
¿Quién era Romualdo Castillejo para que nadie, nadie en absoluto, derramara una lágrima por él, esbozara un simple sollozo compasivo en su funeral?
A unos metros de la escena, un hombre esperaba apoyado en una pala. Su gorra apenas podía evitar que el diluvio formara meandros en su poblada barba. Terminado el acto, se apresuró a recoger con su herramienta una porción del montículo adyacente al hoyo, y lo aproximó a la viuda, como era costumbre antes de proceder a dar sepultura al finado. Instintivamente, dos de los escoltas reaccionaron dando un paso al frente, al tiempo que echaban mano a las armas que portaban bajo sus plomizas gabardinas. Estaban entrenados para repeler cualquier tipo de amenaza. Se dieron cuenta inmediatamente de lo absurdo de su gesto, volviendo a la alineación. Contrariamente a lo que se podía esperar, el hombre no se arredró, y mantuvo la pala con firmeza a la misma altura, ni un solo gasón se derramó. La mujer clavó su pupila en la del desconocido, atónita ante situación tan incómoda. Finalmente, con cierto desdén, asió un puñado de tierra y lo arrojó al vacío, mientras mascullaba: «Púdrete en el infierno».
Amainaba la tormenta cuando el séquito comenzó a alejarse de la tumba, sobre el légamo quedaron sus pisadas. El hombre terminó su tarea cubriendo la caja. Solo el clérigo habría entendido la cita de Horacio que brotó de su boca tras la última palada: «Vestigia nulla retrorsum» («Ni un paso atrás»). Él, y solo él, tenía un conocimiento completo y verídico de cómo fueron los últimos días de Romualdo Castillejo.
Romualdo era un hombre afortunado. Heredero de una de las familias más acaudaladas de la comarca, no se conformó con el floreciente negocio familiar, poco se le hacían las haciendas y tierras cultivadas, que producían elevadas rentas anuales. Cuando cumplió los treinta tomó las riendas del emporio, ante los persistentes problemas de salud de su padre, patriarca y preboste de la comunidad. Su carisma e influencia fueron una larga sombra bajo la que el vástago vivió durante años, su carácter era bastante distinto al de su progenitor. Lo que no conseguía a cambio de favores, finalmente terminaba arrebatándolo por la fuerza. Quiso agrandar su imperio dedicándose también a la exportación, y se rascó el bolsillo, en contra de la opinión de sus asesores, para hacerse con un pequeño aeródromo y una flota de aeroplanos y avionetas. El asunto funcionó. Estaba en la cumbre.
Fue entonces cuando la molicie casi dio al traste con todo. La triste muerte del patriarca fue el detonante. Las fiestas, los viajes y la vida disoluta se hicieron cotidianos, y si no hubiese sido por el apoyo incondicional de Ataulfo, mano derecha de su padre durante décadas, único y fiel factótum, su inmenso castillo de naipes se hubiese derrumbado.
Ya era el hombre más envidiado de aquella parte del Caribe, pero había algo que todavía no había conseguido, el respeto de sus conciudadanos. Cuando conoció a Herminia en un desfile de modelos, creyó que había llegado el momento de sentar cabeza. También para dar el salto a la política. Se casaría y aportaría hijos a la comunidad, y con estas credenciales, filántropo magnate, abnegado esposo, cariñoso padre, se postularía para alcalde de su municipio. Su objetivo, llegar algún día a ser Gobernador del Estado.
Romualdo no había previsto que pretender llegar a determinadas cotas de poder le pondría en el punto de mira de abyectas organizaciones, deseosas de controlar las instituciones para su propio beneficio. Presentar una candidatura independiente era bastante oneroso. Además, enfrentarse al partido oficialista le granjeó no pocas enemistades entre la élite corrupta. Sus mítines eran boicoteados y se encontró con trabas para hacer llegar su mensaje a través de los medios. Apoyos inesperados en forma de donaciones por parte de algunos empresarios le dieron el fuelle y confianza suficientes para continuar su carrera política. Consiguió dar un vuelco a las encuestas. Contra todo pronóstico, se alzó con una aplastante victoria.
El día que recibió el bastón de mando como primer edil de Arcadia, se dio un baño de multitudes. Sus primeras medidas, tal vez algo populistas, al menos facilitaron la vida de los más desfavorecidos. Fue un espejismo. Todos esperaban algo de Romualdo, especialmente aquellos que le dieron su apoyo. Su ambición resultó ser inferior a su ingenuidad, no sabía que el dinero recibido para financiar su campaña procedía de los cárteles. Enseguida, la extorsión le abrió los ojos. Y tuvo que ceder. Se promulgaron edictos que favorecían la especulación urbanística en los barrios periféricos, facilitando así el blanqueo de dinero. Incluso permitió, a regañadientes, que en sus aeroplanos viajara algo más que mercancía: drogas, armas, incluso tráfico de esclavas. Del cénit de popularidad a sus horas más bajas. Vilipendiado por la opinión pública, azotado por la oposición, se libró de más de una moción de censura, en el último momento un voto comprado evitaba la debacle.
Esta espiral continuó durante meses. Bajo amenaza del hampa de liquidar a toda su familia, no podía ni renunciar a su cargo, era un mero títere. En estas circunstancias, decidió proteger a su esposa y parientes más allegados en su finca del promontorio. La relación con Herminia ya estaba bastante deteriorada, la frustrada maternidad y las continuas ausencias hicieron mella. La reclusión perpetua pasó factura a la mujer. Un día, con una maleta como único equipaje, logró eludir a los guardaespaldas y se lanzó en un coche colina abajo, tratando de buscar la ansiada libertad. Tuvo suerte, pese a todo. Lo más fácil hubiese sido matarse al caer por aquel abrupto precipicio. Pero sobrevivió. Fractura craneal y alguna que otra costilla. Lo que ya estaba roto era su matrimonio.
El día que Ataulfo vio a aquel recolector de cacao, todo cambió. ¿Cómo era posible que hubiese dos personas tan parecidas? Los callos en las manos delatarían su condición humilde, pero bien afeitado y acicalado, a corta distancia, podría dar el pego. Hasta su timbre de voz era parecido. Lo reclutó ofreciéndole una gran suma de dinero. Solo tendría que subir y bajar del coche, tal vez aparecer en algún acto protocolario que no requiriese de hablar en público.
Cuando Romualdo se encontró con su sosias, frente a frente, quedó asombrado. Vio en él una oportunidad. Tenía que jugar esta baza para librarse de su angustiosa vida. El hombre no era tan palurdo como parecía. Su avaricia hizo que cada vez apareciese más en público, los emolumentos eran altos. En su búnker, como él lo llamaba, apartado del resto del servicio y de su esposa, Romualdo lo fue aleccionando. Redactó un dossier con detalles de todos aquellos con los que habitualmente se relacionaba. Con el tiempo, le llegó a escribir pequeños discursos, pregones, arengas partidistas, que el doble, con gran entusiasmo, ejecutaba con auténtica profesionalidad. Esta estratagema, tan solo conocida por Ataulfo, le proporcionó, sobre todo, calma para pensar. Y tiempo para poner en marcha su plan.
En verano, llegó el día clave. La rueda de prensa fue breve. Denunció públicamente las presiones a las que se había visto sometido, y fue muy explícito señalando a aquellos que se estaban lucrando manipulándolo. Renunció a su cargo y abandonó el consistorio sin admitir preguntas. El revuelo fue generalizado. La Fiscalía, a raíz de esta declaración, hizo pesquisas y se realizaron algunas detenciones, tanto de funcionarios públicos como de influyentes empresarios, algunos estrechamente relacionados con los hampones. El avispero se agitó, tal y como Romualdo había pronosticado.
El magnate se confinó en su hogar. Apenas se desplazaba para gestiones urgentes que precisaban de su presencia. Duplicó la escolta habitual y se gastó una fortuna en medidas de vigilancia. Sabía que, antes o después, los mafiosos tratarían de tomarse la revancha. Había que anticiparse a sus movimientos. Un día, a primeros de agosto, su coche blindado fue abordado por motoristas armados, bazuca en mano. Era un suicidio oponer resistencia. Las negociaciones se llevaron en secreto, ni prensa ni cuerpos de seguridad estaban al corriente, siguiendo las indicaciones de los secuestradores, que solicitaron a la familia una altísima cantidad de dinero para liberar al desdichado. Herminia se mostró inflexible y contundente desde el principio. No cedería al chantaje. Ni siquiera cuando, una semana después, recibió en un cajita parte de la oreja izquierda de su marido. Aun así, pidió una prueba de vida. A los dos días recibió una fotografía de su esposo portando en su mano el diario local. Lo vio bastante desmejorado, escuálido y con la cara amoratada. No le dio lástima. «Sufre como yo he sufrido, cabrón», pensó para sus adentros. Con un poco de suerte, los peores augurios se confirmarían y ella sería la única heredera de una inmensa fortuna.
Ataulfo, como portavoz de la familia, se comunicaba regularmente con los delincuentes, tratando de buscar una solución al conflicto. O al menos eso parecía. En realidad sus intenciones soterradas eran otras: se encargaba de darles precisas instrucciones. Tras cuatro semanas de incertidumbre, recibieron un ultimátum. El dinero solicitado como rescate en una bolsa abandonada en un bosque a cambio de la vida del Romualdo. Límite: veinticuatro horas. Ataulfo lo comunicó a Herminia y apeló a antiguos sentimientos, a una mínima muestra de humanidad por parte de su ama. De nuevo, una negativa por respuesta.
Cumplido el plazo sin obtener sus pretensiones, el teléfono sonó en la hacienda. El informante dio una ubicación muy precisa de dónde encontrar al rehén. Y lo hallaron, pero con dos tiros a bocajarro en la cara.
Cuando Herminia se despidió de Ataulfo en la puerta del cementerio, no imaginaba que sería la última vez que vería a su añoso sirviente. Este partió raudo al aeródromo y abandonó el país para no volver. A su lado, su acompañante miraba por la escueta ventanilla de la avioneta cuan pequeñas se veían sus posesiones. El reflejo en el cristal devolvía una imagen nueva, sus facciones cambiadas por la cirugía estética. El dinero, a buen recaudo en cuentas del extranjero. Herencia y posesiones, redistribuidas en un nuevo testamento a favor de su hombre de confianza. Sobre su conciencia, la muerte de su suplantador, tendría que vivir con esa carga, peaje necesario para conseguir su objetivo.
Así fue como Romualdo Castillejo, sin escrúpulos, se dio sepultura a sí mismo.

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