Estaba lloviendo a cántaros.
A lo lejos escuchaba las voces de mis abuelos amortiguadas por el tamborileo
del agua en la uralita que cubría la galería que conducía al patio. Me gustaba
sentarme allí cuando llovía, Me pasaba el tiempo embobado mirando los círculos
concéntricos de los goterones que caían, y los surcos laterales por donde
circulaba con prisa el agua. Solía jugar a adivinar cuánto duraría la tormenta…
Solo había que estar pendiente de cuando las gotas comenzaran a hacerse cada
vez más pequeñas y menos numerosas. La abuela a veces se sentaba en una silla a
mi lado y juntos cantábamos aquella canción de “Que llueva, que llueva…”
Pero aquel día la abuela
estaba nerviosa y la lluvia duró más de lo esperado. Recuerdo que me levanté a
la llamada de mi abuelo y aún tengo en la mente el rostro trastornado de mi
abuela y de las palabras que me dirigió aquel día: “Mamá se ha ido. Pero no
debes ponerte triste. No te sientas mal. Cuando todo pase, vivirás aquí, con
nosotros”. Aquellas frases cobraron sentido unos días más tarde, en el instante
en que me contaron lo sucedido. También llovía aquella tarde. Mi abuelo me
sentó en una silla y, cogiendo mis manos en las suyas, me dijo la verdad.
Hoy está diluviando de
nuevo. Otra tormenta de verano como la de aquel día. A manera de un ritual que
deba cumplir de por vida, cada vez que llueve me siento un rato bajo la uralita
de casa, y miro las gotas estrellarse en el techo traslúcido. Me gusta respirar
de nuevo ese olor a tierra mojada. Ya no lloro como hace años, porque pienso
que es la lluvia la que me trae al recuerdo la voz de mi madre. Aún puedo oírla
de manera nítida… El rostro lo refresco a veces repasando una y otra vez las
fotografías que de ella guardan los abuelos, pero aquella voz dulce y
melancólica me la trae el sonido de las gotas al caer, como si se hubieran
hecho una sola en mi memoria. Como tantas veces, cuando escampa, me despido de
los abuelos con un beso y salgo camino del cementerio.
Hoy le llevo a alguien muy
especial para mí, y quería que me acompañara en esta visita. Me he sentado en
su lápida y he limpiado las gotas que cubrían el cristal que protege su
fotografía. He conversado un rato a solas con ella y le he hablado de Violeta.
Y, como siempre, le he pedido perdón por lo que le hice.
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