Estaba
lloviendo a cántaros, anunció la señora que entraba mientras buscaba dónde dejar
el paraguas bajo el que crecía un formidable charco.
Habíamos
acabado la comida y el café. Y la charla. Agotados temas y ganas, quizá no solo
yo sufría el desasosiego de que nadie te entienda. Nos aburríamos, éramos dos
parejas, que no es lo mismo que cuatro personas; incluso flotaba entre nosotros
un sutil resentimiento, pero no había más remedio que seguir juntos, debíamos esperar
para salir, los coches quedaban lejos, bueno, lejos para llegar a ellos bajo un
chaparrón.
Llover
a cántaros… Cántaros… Ya nadie los usa, se han vuelto objetos de decoración,
adornos rústicos, reminiscencias de lo que fue; realmente solo resucitan en las
lluvias torrenciales. Apoyados en la cadera, alzados sobre la cabeza,
femeninos, armoniosos, como las mujeres que sabían llevarlos, así los vi de
niña. Húmedos, cómplices y secretos.
Se
detuvo mi evocación, aunque en seguida supe por qué habían acudido a mí tales
palabras: “cómplices y secretos”. Recuerdos de lo que contaba mi madre,
historias viejas, de antepasados que nunca conocí, tíos abuelos o tíos
bisabuelos o como se llame semejante parentesco. Cosas del pueblo, desde la
ofensa a la aventura.
“Cantarera
de tres patas”, grave deshonra allá por 1920 y aún mucho antes y mucho después;
se lo decían a una amiguita de mi madre, una niña a la que faltaba uno de los
cuatro abuelos, es decir, le faltaba un abuelo legal, no casado como mandaban
Dios y la Iglesia, precisamente porque se trataba de un cura. Y en épocas
anteriores valió este mismo insulto para señalar a un converso, a un ancestro
contaminado de judaísmo o de morería.
Y los
bisabuelos o tataratíos, Isabel y
Antonio, que cogieron el burro, lo cargaron con mantas, costales de harina, agua
y ¡hale, trescientas o cuatrocientas leguas por delante!, a pie la mayor parte,
que el borrico ya acarreaba peso suficiente. Sin hijos ni buenas tierras, vendieron
todo y a Jaén, desde su pueblo del
Almanzora.
No
le temían a las privaciones ni a la fatiga tanto como a los salteadores, plaga
de los caminos, unidos en cuadrillas desalmadas; sobre todo en las sierra de
Lorca, tan solitarias que si se veían atacados, nadie podría socorrerles, y sin
pizca de dinero ¿cómo iban a empezar una nueva vida en tierras de Jaén? Todo lo
que tenían iba con ellos, y no era poco, por lo menos cien duros del “Tío
Sentao”, de plata, claro, que los billetes de papel no los quería nadie, duros de
aquellos acuñados en 1870 con la figura de una mujer romana reclinada sobre un triclinium, pero a la gente le pareció
un hombre, un “tío” bien “sentao”.
¿Dónde
meterlos que no los encontraran los bandoleros? En la ropa no, porque dejaban
en cueros al más pintao, hasta a los
curas y a los niños los desabrigaban y palpaban; y los bultos los abrirían,
seguro. Mientras esperaban la entrada del verano, le daban al magín, urdiendo
cómo salvar sus haberes. Tanto como idear un escondrijo importaba parecer muy
pobres, menesterosos, que su aspecto desalentara a los ladrones. Fueron
pidiendo por el pueblo la ropa más vieja y lo más harapiento que les dieron se
pusieron encima; decía mi madre que daba dolor verlos partir como auténticos pordioseros –eso
le contó
su abuela, que los vio- y solo a la familia confiaron dónde iban los cuartos:
en los cántaros. Cuatro cántaros llenos de agua, pero solo en dos de ellos las
benditas monedas. La boca relativamente estrecha de la vasija impedía ver el
fondo… Con tal de que no los meneasen o los volcaran para beber…
No
iba mal el viaje, tres días con su mucha luz bien andada, aunque fuera por el
lecho pedregoso de las ramblas, pero al cuarto, tal como temían, apareció El
Rubio, apuntándoles con su carabina desde lo alto de unas peñas y, sin que
alcanzaran a ver de dónde salían, les rodeaban sus tres secuaces, con la faca
al aire; no quedó hato sin revolver ni refajo sin desliar; calladicos y mansos,
Isabel y Antonio se dejaron amenazar, empujar y registrar; ya se arreglaban las
ropas cuando vieron que el cabecilla se acercaba a las aguaderas, a punto de
tocar los cántaros… Entonces, renqueante pero tranquila, se adelantó Isabel y
le ofreció agua: sacó una de las vasijas insolventes y le llenó una jarrilla de
lata que para tal menester colgaba de una guita. El Rubio la miró, bebió, volvió
a mirarlos, montó en su mula y se alejó con los suyos.
Y
cuando acabé de recordar lo que nunca vi, ya no llovía; los cántaros, llenos de
lluvia, agua de fuente o monedas, habían desaparecido, pero continuaba el tedio,
la mirada hostil, el deseo de separarnos unos de otros mientras echábamos a
caminar juntos por un suelo enteramente encharcado, hacia los coches.
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