La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Juan Crisóstomo, por MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO.



   Era una mañana llena de bruma, no una bruma cualquiera sino algo viscoso, profundo, húmedo, pegado a las montañas; imposible ver a más de tres metros de distancia; las tinieblas espesas se palpaban. No hacía frío; una especie de sudor cálido cubría la tierra. Llegó el invierno con todo su furor y los bravos chubascos del trópico con sus latigazos de truenos, relámpagos y ventarrones. En las laderas de las cordilleras se escurría el agua empapando y saturando el suelo. Las quebradas y riachuelos, turbios por los lodos de la tierra lavada, encrespaban sus cauces, se estrellaban contra los puentes, lamían amenazadoras las orillas de los cultivos. Los ríos gritaban y producían susto. Agua, agua y más agua. Bruma y más bruma.
   Las nubes no estaban ya en lo alto y bajaban a acariciar el mundo; el firmamento azul desapareció como si a perpetuidad se le hubiesen desprendido las ovejas, que en el verano, le adornaban allá, en la eternidad del infinito.
   El tejido del cielo se descosió, no en una sino en mil partes: las ardillas, acostumbradas a remendarlo, no alcanzaron a hacerlo a tiempo. Los borbollones de agua se desgajaban de las alturas infinitas. Las ubres del cielo manaban su leche, y las lluvias cual cataratas caían sin cesar.
El maldito verano que resecó, produjo cuarteaduras a los terrenos y mató de sed a los cultivos; ese Sol canicular, perpendicular, llama sagrada que cuelga de los aires, súbitamente huyó.
Los trinos de los pájaros y los ensordecedores gritos de los micos se silenciaron.
Ellos presentían la catástrofe. Se comportaban de manera extraña. Rompían sus nidos, devoraban cosechas y sementeras, se paraban en los aleros de las casas pidiendo socorro, brincaban sobre los surcos, entraban atrevidos a los patios de las viviendas, picoteaban las vigas, arañaban las ventanas. ¡Nadie les hacía caso!
   Centenares de murciélagos negros, peludos y de ojos diminutos, ángeles del Diablo, volaban de rancho en rancho.
   Los hombres conociendo las cercanías de algo dramático, muy extraño, la presencia del diluvio, tomaban medidas de precaución: tapaban las goteras recién aparecidas, reforzaban muros y talanqueras, limpiaban las zanjas y desagües, colocaban piedras de mano en los caminos, convocaban a los vecinos y compadres, recogían con urgencia frutos, mazorcas, papas, alverja y habas, granos, naranjas, café, yucas, calabazas, plátanos maduros, pintones y verdes, en fin, aprovisionaban sus viviendas en espera del temporal.
   Fue en este escenario de tormentas, niebla e insolaciones que Juan Crisóstomo sentó sus reales sobre la tierra y se apoderó de todo.
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   La mujer venida de las praderas infinitas donde el albor es naranja y la luna se le parece, la de labio grueso y pierna prieta, atractiva como ninguna otra gracias a su color canela claro y sus intensos ojos de ébano, ojos de tinta negra, cocía papas saladas y fideos, mientras su esposo, Aquilino Mejía, miraba extrañado el turbión de agua escurriendo del cielo.
   -Qué barbaridad mija. Nunca había visto llover de esta forma tan terrible. Doce días han transcurrido y el sol macilento; esta bruma, no una bruma cualquiera sino algo viscoso, profundo, húmedo, pegado a las montañas, esa llovizna pertinaz que permanece luego de la lluvia, estos aguaceros. ¡Qué aguaceros! Qué torrenteras como si el firmamento se hubiese roto. ¡Qué neblinas, brumas gruesas y mohosas!
   Impregit Girola Lodigliani contrató este obrero, uno entre los cinco mil quinientos veinte requeridos para la obra. Con el empuje y el orden de toda empresa europea, Impregilo –compañía italiana cuyos accionistas principales eran la Fiat y el Vaticano–, atacó las imponentes montañas por todos los costados: un equipo de tuneleros con taladros, dinamita, chorros de agua a presión; un frente de maquinistas con sus bulldozeres, ulpas, retroexcavadoras y cargadores, abrían carreteras y rebanaban los cerros; un grupo de maestros de obra e ingenieros, quienes distribuidos en varios lugares, edificaban casas, oficinas, tendían redes de agua, luz y comunicaciones, organizaban la gigantesca mezcladora de cementos y gravas que hormaría las cavernas, los diques y el muro de contención. Otros, descuajaban la montaña buscando las arenas y arcillas, las minas de piedra, los emplazamientos aptos para instalar los puentes provisionales. En fin varios miles de hombres-hormiga, jerarquizados a la perfección, quienes un lunes cualquiera se tomaron veinte kilómetros a la redonda para desafiar las borrascas inimaginadas de los ríos, las laderas gigantes cortadas como con el alfanje de Dios, la selva impenetrable, y el futuro inmediato de esos pueblos, pueblos que comenzaron a teñirse de púrpura y milagrerías con la presencia de Juan Crisóstomo.
   Aquilino llevaba tres meses largos metido en socavones húmedos. Turno a turno se enterraba en el vientre de la tierra, y día a día se tornaban las labores más asfixiantes y peligrosas… uno de sus amigos recién conocidos, Jorge, murió aplastado bajo un derrumbe de casi catorce metros cúbicos de lodo, piedra y agua.
   El avance de los trabajos se perjudicó; la lluvia sólo pararía después de tres meses. Los europeos sabían de antemano que durante varios años lucharían contra el agua viniese de las nubes o corriese por el fondo del cañón que encajonaba el torrente; y nada, ni la muerte, ni el verano pavoroso que liquidaba las cascadas y ahogaba los nacimientos cristalinos, ni los derrumbes, nada detendría su empeño de dominar la naturaleza. Por tanto: a seguir clavado en las oquedades si se quería comer. Cierto, la paga era comparativamente buena respecto de otras empresas pero el cansancio de Aquilino Mejía, después de cada jornada, le tiraba a la cama casi sin ganas de alimentarse. Deseaba dormir, dormir, dormir para siempre.
(Extractos de la novela “SU REVERENCIA: Pasión y Guerra” / 2015)

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