La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 13 de agosto de 2022

TRACTORES, por Manuel Lozano Tébar.

 


«No es tan difícil», me digo. «Son grandotes, con ruedas, sirven para cultivar y se llaman tractores. Tampoco pido nada del otro mundo».

Aunque el vendedor, el mismo con quien llevo casi media hora discutiendo y que ya es el cuarto con el que hablo —en tres concesionarios diferentes, además— parece verlo de un modo bien distinto a como yo lo veo. Al igual que los anteriores comerciales con quienes he tratado y hasta el punto de hacerme pensar que conseguir uno de esos aparatos, hoy en día imprescindibles para lo que quiero, resulta misión imposible.

La consecuencia —una china más en el zapato y que ni de lejos es la única— es que vuelve a tambalearse aquella ilusión tantas veces acariciada por mí de ganarme la vida en el campo. De ser agricultor, dicho así con todas las letras y con un deje muy particular en el tono con que empleo el término; el orgullo inevitable que viene de acordarme del abuelo Ramón y de reconocer la estirpe de la que provengo.

«Complicado sin un tractor», alcanzo a concluir mientras abandono el concesionario con la desolación golpeando en la mollera. Al tiempo de lanzar un vistazo cargado de envidia a la nutrida maquinaria expuesta en la sala de ventas y que se me representa tan nueva y reluciente como absolutamente imposible.

Lo peor de todo, más doloroso aún que la negativa, es la mirada condescendiente. El tono entre la pena y la incredulidad con el que todos ellos —desde el primer vendedor hasta el último— se han dirigido a mí nada más entrar por la puerta y expresar mi deseo de comprar un tractor.

Un gesto que yo, las cosas como son, conozco algo más que bien a estas alturas. Al que comienzo a acostumbrarme muy a mi pesar y por mucho que me duela como bien pocas cosas en esta vida. Tal vez por ser el mismo gesto con el que me obsequiaron en su día mis padres cuando después de armarme de todo el valor del mundo les hice partícipes de mis inquietudes.

—¿Agricultor tú? ¡Venga ya!

Todavía lo recuerdo como si hubieran pasado apenas horas. Lacerante hasta el extremo y desde luego nada sencillo. Como si acabase de proferir la mayor barbaridad del mundo con aquellas palabras o hubiese cometido una atroz herejía al manifestar mi deseo.

A partir de ahí, y eso también lo tengo bien grabado en la memoria, sudé tinta por barriles hasta convencerles a ellos —a todo el entorno familiar para ser exactos— de que no era ningún capricho tonto ni locura alguna el deseo de ganarme las habichuelas trabajando en el campo. Del mismo modo, y así lo dije mil veces por entonces, en que lo hicieron mis abuelos. A base de cultivar aquellos mismos bancales en los que ellos se deslomaron para sacar adelante a la prole y que todavía permanecían en manos de nuestra familia. Allí, entre Benalúa y Huélamo, abandonados y sin que surjan compradores interesados pese a tener el cartel de «se vende» colocado en la linde desde que murió el abuelo.

Supongo que para mis progenitores, que vivieron durante su infancia la dureza del trabajo en la tierra y huyeron jóvenes a la ciudad en busca de un futuro más amable, la idea de que uno de sus hijos pudiese volver al campo no podía ser comprendida sino como un notable retroceso. Más todavía en mi caso.

Sobra decir que no fue tampoco pequeño el esfuerzo desplegado por ellos para convencerme de su propia postura. De que lo mejor para mí era seguir con mis estudios —lidiaba yo por entonces con un grado superior en Administración y Finanzas que terminé apenas meses después— y buscar un hueco laboral que proporcionase más seguridades de las que al fin y al cabo podía ofrecer el campo a alguien como yo. Y que ya habría tiempo después para ir al pueblo cuanto me apeteciera. De paseo y por gusto, claro está, cuando tuviese el riñón bien cubierto, como dijo siempre mi madre.

Aquel pulso entre voluntades opuestas duró casi un año. Cerca de doce meses de tiras y aflojas, de días de cabreo y de intercambio de argumentos en los que más de una vez, llevados por la pasión que genera el preocuparse por lo que nos es muy querido, estuvimos ambas partes a punto de cruzar con nuestras afirmaciones alguna de esas líneas rojas que tienen luego complicado retorno. Hasta que terminaron por ceder finalmente ellos. Admitiendo un buen día y para mi sorpresa que mi propuesta podía ser tan válido como cualquier otra opción.

Sospecho además que si finalmente dieron su brazo a torcer mis padres, si terminaron por aceptar que no era cuestión pasajera aquella inquietud mía que tan sorprendente les resultaba, no fue tanto por la insistencia que puse en convencerles sino por el secreto anhelo que siempre albergaron ellos acerca de que el tiempo y las dificultades terminasen por disipar aquellas intenciones mías.

Dificultades como la del tractor, por ejemplo.

Y que no es una cuestión económica, por mucho que este tipo de enseres resulten caros hasta decir basta.

Supongo que estará escrita en algún lugar arcano la imposibilidad de cumplir con ese sueño tantas veces acariciado por mí. Y que tendrán seguramente razón todos aquellos que tantas veces han apartado la mirada al saber de mis intenciones —incapaces de confesarme su opinión— o quienes directamente han dicho que no. Los que han sostenido abiertamente que no era para mí el camino de la tierra.

Por mi parte, seguiré soñando con ello. A pesar de las dificultades para encontrar un tractor.

Uno adaptado, claro. Que se pueda manejar con la misma facilidad con la que muevo esta silla de ruedas que siempre me acompaña desde que tengo recuerdos. Grandote, con ruedas… nada del otro mundo.

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