Fue mi
padre, que amaba la naturaleza con la avaricia de un soñador incorregible, el
que me enseñó a cultivar la tierra. Todavía vivíamos en las cercanías de
Alhaurín el Grande, llevando una existencia tranquila y sin excesos, que es lo
normal para la gente humilde. Me decía: ¡Najib, ven que tengo que enseñarte
una cosa! Yo iba corriendo, deseoso de descubrir qué tocaba hacer aquella
mañana. Y era raro el día en que no me acostaba sabiendo algo nuevo sobre las
semillas, las hortalizas o las hierbas aromáticas.
Yo, que nací en el sha'ban del 845,
con apenas veintidós años viví mi primer éxodo, el primer desgarro geográfico.
Huimos de la inseguridad provocada por las constantes escaramuzas fronterizas
con los cristianos.
Desde entonces me dedico a mi huerto
y a un puñado de animales en los arrabales de Móndujar, en el feraz valle de
Lecrín, entre las Alpujarras y el mar. Este es mi pequeño universo, mi paraíso,
mi vocación, en realidad. Alimento a mi familia con lo que siembro y me encanta
sentir el frescor de la sierra cuando cae la tarde y puedo descansar tras
muchas horas de binar terrones y arrear a la mula.
Nunca he sido un hombre de ciudad,
ni de alhóndigas concurridas, ni siquiera de zocos y, menos aún, de multitudes.
Mi mundo empieza y acaba con las lechugas, las cebollas, las calabazas, los
ajos y los puerros que recolecto con orgullo. Y junto a la puerta de la casa,
yerbabuena y romero, para dar olor a este mi rincón granadino. Mi familia y yo
nos sentimos bien sembrando y recogiendo lo que nos proporciona el sustento. No
hemos pedido al Altísimo otra cosa desde que llegamos a este generoso valle. Y
damos las gracias por ello cada día.
Pero hace un año, más o menos, con
cincuenta y un años ya a mis espaldas y apenas una década después de que los
reyes cristianos tomaran posesión del castillo rojo, una pragmática
castellana nos obligó a una conversión forzosa a su fe. Ahora nos llaman
moriscos; ya no somos mudéjares, que en mi lengua viene a decir Al que se le
permite quedarse. Nos dejaron permanecer en las morerías, como ellos las
llaman, igual que a los judíos en sus aljamas. Poco queda del espíritu de las
Capitulaciones de Santa Fe, que prometían respetar nuestras costumbres mientras
no diéramos problemas. Con la nueva orden, que se aprobó tan solo unos días
después, ni siquiera podemos cambiar de reino. Se excusaron en la Rebelión de
las Alpujarras y del Albaicín, pero yo, y muchos otros, estábamos recolectando
o abonando los cultivos; no hemos sacado nunca los alfanjes pero tampoco hemos quemado el Corán en la plaza de
Bib-Rambla, como hicieron algunos. La más terca de las injusticias se ha cebado
con nosotros.
Ya no puedo abandonar mi huerto, es
la razón de ser de mi vida entera, y Al Ándalus la tierra donde nací y donde he
aprendido a disfrutar de los arroyos, los bosques y las montañas, como el
milano disfruta soberbio de la tierra que sobrevuela. No imagino una existencia
fuera de aquí, estar en otro mundo que no sea mi casa de labranza rodeada de un
huerto, un granero y una pequeña era para el cereal. Un lugar mágico, por donde
fluye el agua como un regalo del deshielo de Sierra Nevada, y que corretea
nerviosa hacia los naranjales por las faldas. Una comarca donde el viento mece
los olivares blanquecinos para incitarlos a crecer.
El penúltimo sultán de Granada,
Muley Hacén, que murió en el año en que cayeron los valiosos pueblos del oeste
del reino, fue enterrado en el castillo de Mondújar por voluntad de su hijo
Boabdil. Y yo, que si tengo que irme sufriré un martirio parecido al que vivió
el nazarí cuando tuvo que salir rendido de su palacio, ruego al Todopoderoso
que nos permita seguir viviendo en estos campos y ser enterrado, cuando me
llegue la hora, en este huerto que es lo más hermoso que he conocido en la
vida.
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