La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 13 de agosto de 2022

A TRAVÉS DE LA VENTANA, por Eva María Baos Ruiz.

 


La tarde avanza con su cortejo de luces y neblinas coronando de reflejos dorados los campos, sembrando de sombras frescas la fértil tierra morisca. Mujeres de todas las edades, sentadas en sillas bajas de enea frente a las puertas de sus casas o formando corrillos en los patios interiores. Concentradas en sus labores, las encajeras hacen bailar los bolillos: vueltas y entrecruzamientos imposibles sobre la almohadilla, cantan coplas populares al ritmo del concierto producido al chocar entre ellos los palillos de madera de olivo. Y bajo el último destello del día, el eco de sus voces se confunde con el rumor de las eras, el balido del ganado, el canto de las cigarras en los olivos, el arrullo de las tórtolas en la húmeda espesura, y el clamor de las carretas cargadas de grano que gimen al rozar sus llantas secas en el polvoriento camino de vuelta a casa.

Amalia, tras los gruesos muros encalados de la vieja casa, observa a un grupo de encajeras a través de la ventana que da a la plaza. Hoy no las acompaña como otras veces, hay muchas cosas que hacer en casa. Nota que ya no tiene la energía de antaño. Suspira melancólica mientras contempla su propio reflejo en el cristal. El paso del tiempo le ha dejado huella en forma de pequeños pliegues alrededor de los ojos cansados y hebras de plata en su cabello castaño. Los últimos rayos de sol de la tarde invitan a las encajeras a recogerse, algunas preparan ya los bolillos para el día siguiente. Amalia las mira con respeto, para ella y otras muchas mujeres aquel arte no es un entretenimiento. Sabe bien de lo que habla, aprendió el oficio de encajera de su abuela. Viuda desde muy joven, armada de destreza y paciencia infinita a partes iguales, había conseguido ganarse la vida dignamente y sacar a su hija adelante gracias a sus encajes.

“Todo es girar y cruzar, no es tan difícil'', le decía a su hija: “El bolillo de la derecha monta sobre el de la izquierda y se gira en esa misma dirección”. Pero sí era difícil hacer lo que ella hacía. La niña pronto perdió el interés por aprender la técnica, y dejó bien claro que lo que ella quería era ser maestra. A la madre todo sacrificio por su hija le parecía poco e hizo lo imposible para ayudarla a cumplir su sueño.

Cuando la niña sacó la oposición, se fue a vivir a Madrid. Al principio volvía al pueblo cada fin de semana cargada de regalos, cariño y atenciones. Más tarde visitaba a su madre una vez al mes, pronto empezaron las largas ausencias y la soledad a Amalia empezó a pesarle también en cumpleaños y aniversarios. Se vio a ella misma sentada a la mesa con la  cena preparada volviendo la mirada hacia la puerta en cada crujir de la madera creyendo que era ella que por fin llegaba. Y se vio dormida en el sofá mientras los platos aguardaban a un comensal que no llegaba nunca. Y a la mañana siguiente, una carta y una disculpa y un regalo por otra ausencia que prometía ser la última.

Los sueños de la infancia habían huido llevándose con ellos primero a su marido y más tarde también a su hija. Sacude la cabeza en un intento de ahuyentar estos pensamientos, hacía días que una nueva ilusión consigue que se levante al alba: ha recibido una carta de su hija que promete visitarla para el domingo que es el día grande, la culminación de las fiestas en honor a la Virgen. Lamenta durante un largo rato que no fuera ya el día siguiente: “Aunque sacudas con todas tus fuerzas el reloj de arena, cada grano caerá a su tiempo”, se dice así misma. Y pensando en esto se queda dormida.

Un tímido amanecer alza su vuelo silencioso y se esparce sobre la sierra granadina. Los primeros rayos de la aurora dibujan las cumbres de Sierra Nevada. Amalia se ovilla perezosamente bajo las cálidas sábanas: sabe que su hija no es madrugadora y no llegará a casa antes del mediodía. No tiene prisa por levantarse y se queda en la cama hasta que el sol está bien alto. El repique de la aldaba golpeando la puerta la sobresalta. Se cubre con una bata y baja al primer piso mientras se pregunta quién sería el que llamaba con tanta insistencia un domingo tan temprano. Recortado a contraluz y sin uniforme, le cuesta reconocer el perfil que se dibuja bajo el dintel de la puerta. Tratando de contener el corazón desbocado, Amalia clava la vista en la carta que le tiende el cartero. “Dicen en el pueblo que su hija debe quererla mucho, señora Amalia, le escribe muy a menudo y le manda muchos regalos. En esta pone urgente en el sobre y pensé que era mejor no esperar a mañana para entregársela”. Amalia no responde a estas palabras. “Hace un más de un año que no viene a verme”, deseó haberle confesado, pero en su lugar lo mira a los ojos tristemente incapaz de articular palabra. Amalia contiene el aliento y las lágrimas.

La luna asomaba ya su níveo rostro por encima de las nubes impaciente por vestir de magia la noche. Después de cuatro horas de andadura, la Virgen vuelve a su camarín. En medio de la plaza, la banda de música tocaba en un tablado. Vendedores ambulantes pregonaban helados, barquillos y gaseosas. La luz de las farolas vestidas de fiesta y algarabía se refleja en un ventanal que da a la plaza; al otro lado de la reja, ajena al trasiego de gentes, Amalia canta a la Virgen del Rosario y su voz se va extinguiendo apagada, vencida, lenta como un suspiro, una súplica vacilante, un desvalido anhelo que pide a la Virgen que le traiga a su hija de vuelta. Sobre la mesa del salón, una carta sin abrir espera junto a otra comida que se ha quedado fría.

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