Así
podríamos haber pasado nuestras vidas, cada cual esforzándose por su lado en
aumentar su saber y colaborar a la felicidad pública. El jardín de las dudas, Fernando Savater |
El pueblo que mis hermanos y
yo recorríamos cuando críos, a lomos de unas canillas finas como varas, distaba
una migaja de las marismas de Doñana, y era poco más que una calleja estrecha
que mendigaba la sombra de las ringleras de casas encaladas. Padre, que a
medida que el tiempo le llevó una boira a los ojos y una tibieza a los huesos
se fue pareciendo cada vez más a un arbolito gris aferrado al tutor de caña, faenaba
en los arrozales y era un hombre recio, con las pieles del rostro y de los brazos
atezadas por la solana. Era culto, a pesar de haber andado al campo siendo un
niño, y después de cenar nos apelotonábamos al amparo de sus alpargatas para
que nos leyera versos de Espronceda.
—Porque los libros —decía,
apurando un vasito de vino —son como el aclareo en el campo: sirven para expurgar
de la sesera las plantas pusilánimes y las supersticiones, y con ello le dan
vigor al pensamiento.
La noche a la vera de las
marismas traía consigo una helor y un sentimiento de pertenencia a ninguna parte,
un ánimo de habitar en una isla a la deriva y una tiritona en las carnes y en
el alma. Madre se turnaba de cama en cama para prestarnos a sus hijos la
calidez de su busto contra nuestro espinazo y el abrigo del nidal de sus
brazos, y, así, la raigambre profunda de su ternura nos asía al limo espeso e ínclito
que cimentaba el teselado de baldosas.
Madre apacentaba gallinas y
unos pocos puercos y zurcía las perneras de los pantalones que arrastrábamos
por la ribera y cantaba coplillas que había heredado del acervo de su madre y
de la madre de su madre y de la primera madre que alumbró en aquella tierra.
Allá, en El Puntal, en Isla Mayor, donde todavía medra el arroz en los
humedales como lo hicimos todos, resilientes al suelo salino y tributarios de
las nuevas aguas acarreadas por las lluvias y los arroyos.
Con el año nuevo, cuando se
vaciaban los campos, le prestábamos a padre las limitadas fuerzas que habían en
nuestros brazos para arar y mezclar el fango con la paja sobrante de la
última cosecha. Para entonces, dejábamos que descansara el arrozal en los meses
siguientes, de marzo a abril; entretanto padre nos leía novelas del oeste y de
escritores rusos y hubo un año que leímos al completo La Ilíada de
Homero traducida por Luis Segalá y Estalella. Por mayo, volvíamos a llenar los
campos de agua y a arar el terreno, dándole cuerpo a la siembra, que llegaría
en junio, permitiendo que el arroz creciese hasta que el mes de agosto acababa
por inmiscuirse por entre los visillos. A finales de verano recolectábamos los
campos y procedíamos al secado del arroz, para seleccionar luego el grano que
migraría a la despensa del pudiente y a la alacena del humilde. Con septiembre,
padre declamaba la poesía de Garcilaso de la Vega, y lo hacía en mitad del
arrozal, al caer la tarde, porque le parecía un insulto recogerse en aquellos
versos en un proscenio de menor categoría.
Las carretas, atiborradas de
sacos, iban y venían a lo largo de la marisma. Padre marchaba en la mañana.
Madre entonaba sus coplillas. Padre regresaba con las últimas luces y otro par
de libros de segunda o cuarta mano envueltos en un hatillo. Madre le besaba en
la mejilla.
—Otro año. Otra cosecha —decía
padre, mirando con fijeza hacia poniente, revolviendo los cabellos del menor de
sus hijos.
Madre nos abrazaba a todos,
presintiendo los pasos del invierno, y, como si sostuviera entre las manos un
tesorillo y no una camada de niños despeinados de ojos grandes y bocas aún más
grandes, añadía con orgullo:
—Y a pesar de la helor, esta
raigambre.
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