Tras sonar la aldaba, ha
bajado a abrir la puerta. Al hacerlo puede contemplar a un chico de pelo lacio
sobre el lado izquierdo, una cazadora vaquera y una carpeta descolorida.
—Hombre Gaby, pasa. Te
estaba esperando —saluda el cura.
—Buenas tardes, padre.
—Buenas.
—A ver si podemos encontrar la
solución hoy, padre —responde el muchacho, tras
besarle, mientras pasa apresuradamente.
Tras subir ambos a la planta
alta de la vivienda, se acercan nuevamente a la mesa del pequeño despacho
situado a la izquierda del final de la escalera.
—Vamos a ver, reflexionemos
otra vez la naturaleza del problema. ¿Dónde te has perdido esta vez?
—No lo sé.
—Algo sabrás ¿Cuál es el
sentido de todo? ¿Que sabemos de los valores más importantes? —remarca el padre
Félix.
—Padre, lo estuvimos tratando ayer
toda la tarde. Quizás el problema es que no lo tratamos bien desde el principio
—responde Gabriel.
—Desde luego. Pero concéntrate
Gaby ¿Dónde has puesto, en realidad, aquello de lo que estás seguro, lo que se puede
justificar?
—No lo recuerdo padre.
—¿Sabes lo que estás
diciendo Gaby? Estamos tratando con alguien que está en todas partes.
—Lo sé padre.
—Ya te he dicho que no me
llames así cuando estemos aquí. Con Félix es suficiente. Cuando estemos en la
parroquia es otra cosa.
—Perdone padre, digo Félix,
es la costumbre ¿Tampoco desea que le bese al llegar?
—Bueno, eso sí. Si tú quieres. En
la mano, estamos hablando, claro —responde el cura con una sonrisa pícara.
—¡Padre! —responde Gabriel,
mientras se ruboriza y baja los ojos.
—Volvamos al problema.
Primero esta lo primero, el principio de todo ¿Has llenado bien tus incógnitas
y has pensado en las variables que van a surgir? Llámale principio rector o
como quieras, pero esto tiene que tener un sentido.
La luz se extiende sobre un
paisaje de tejados y ladrillos a medio poner. La mesa vieja y estrecha,
descansa sobre baldosas antiguas de barro gastado, alternando los colores
blanco y negro.
Los huesos del padre Félix son como varillas de
un frágil paraguas, que soportan la septuagenaria armadura torcida del cura. La nariz de padre es
aguileña y su extremo está lleno de pelos largos y blancos. Los orificios son
negros, anchos, gordos y poblados de vellos sin cuidar, empastados en algo
también oscuro, verde y semi seco.
—¿A quién se le ocurre decirle, que ya
estaba listo? —dice el padre Félix, llenándose la sotana de caspa al llevarse las manos
al pelo.
—Paco lo
entenderá —dice Gabriel.
—El demonio está ahí fuera y
no tiene misericordia, Gaby. Y va de verde, ¿me entiendes? Vestido de dinero. De
dinero y de avaricia que no traen más que desgracias, hijo mío.
—Paco no puede creer que nosotros… —replica Gabriel.
—No debiste confiarte, no
debiste perder la cabeza así. No debiste ser débil Gaby. Ya me ha contado tu
hermano lo que hicisteis ayer en el hogar de los ancianos. Está bien que hayáis
llevado alivio. Pero no de esa manera.
—Pero padre, perdón Félix.
Usted nos tiene dicho que… —intenta replicar nuevamente Gabriel.
—¿Pero es que no sabes quién
es él?
—Si, padre.
—Bueno, ya no tiene arreglo.
Empecemos desde el principio ¿Que valores recuerdas? A ver qué podemos enmendar.
—Seguro que lo podemos
enmendar —le dice a Gaby, en voz baja y entrecortada.
De pronto se oye la puerta. Los
golpes se escuchan fuertes. Los pasos grandes en la casa oscura y fresca. Las
caras desencajadas. Las cejas tensas y negras. Mientras alguien tienta y
aprieta una empuñadura de cuerno de ciervo en la puerta.
Arriba las dos figuras al
trasluz se miran. Félix avanza y baja la escalera. Se escucha el cerrojo al
abrirse y el ruido de los coches que pasan.
—¡Es solo un chaval! ¡No
Paco! No, no voy a dejarte que…
Hace poco que ha amanecido,
en el quiosco de la esquina cuelga un periódico de una pinza de lavar la ropa:
“El pueblo se ha levantado,
con una noticia impactante. El padre Félix, de San Juan, ha sido encontrada en
su pequeño cuarto anexo a la iglesia con media docena de heridas de arma blanca.
Junto a su cuerpo, la policía ha encontrado
también el cuerpo sin vida de un menor...”
En el
Sinclair ZX, que está sobre la mesa, en espera de la judicial. Su carcasa
gris está rota a golpes. Alguien a revuelto toda la habitación.
Un guardia civil en la
puerta de la casa le acaba de preguntar a un vecino, si vio ayer a alguien
cerca de la casa.
Después ha terminado de
redactar un primer informe.
“…interrogado el vecino de
la localidad Francisco Alonso Elías, trabajador de mercadillo. Manifiesta que
el fallecido, Félix de Andrés Díaz, se dedicaba, además de a sus deberes
parroquiales, a enseñar matemáticas e informática a algunos muchachos del barrio.
Comunica así mismo que en
ocasiones prestaba ayuda a vecinos, como a él. El referido Francisco, dueño de
un puesto y presidente del mercadillo de los lunes, declara que el difunto le ayudaba,
a preparar la recaudación, con los programas de los jóvenes, la documentación y
el dinero del colectivo para la asociación de comerciantes”.
El guardia ha vuelto a subir
al despacho parroquial, y a oscuras ha comenzado andar hacia la ventana. Justo
al dar el primer paso, la punta de su zapato ha pisado algo que ha sonado a
cristal quebradizo. Lo ha apartado un poco con el pie, y ha comprobado que se
trata de un pequeño marco con un breve texto:
“No dejes que tu mano
izquierda sepa lo que hace la derecha” (Capítulo 6, versículo 3, Evangelio de
San Mateo).
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