La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 13 de agosto de 2022

TARDE DE ESTÍO, por Mercedes García Poyatos.


 Pintura de Dori Hernández Montalbán


Terminó de refrescar la placeta. La tierra, por lo común aplastada por el continuo ir y venir de personas y bestias, se levantaba en un fino polvo a la caída de la tarde y era tarea obligada el asentarlo. La anciana mujer sacó del pozo un cubo de agua y lo fue vertiendo meticulosamente por todo el espacio con sus manos ahuecadas en forma de cazoleta. Con la escoba de palo de caña barrió algunas brevas caídas por su propia madurez y la fuerza de la gravedad, así como bastantes hojas secas de las distintas plantas de la finca que, ya agostadas, el viento arremolinaba en un rincón de la misma. Ahora tocaba el momento del descanso y sosiego. Tomó asiento en una silla baja de anea bajo el hermoso emparrado que sombreaba y refrescaba el lugar, con el tabaque de la costura a un lado. Sacó de su interior una sábana amarillenta que en sus buenos tiempos fuera nívea, con más de un remiendo al que habría que añadir otro más para que ocultara el último desgarrón causado por el constante roce de su cuerpo. Justo cuando estaba a punto de enhebrar la aguja, una manecilla le golpeó el hombro con insistencia, evitando que el hilo se colara por el minúsculo orificio que con tanta dificultad había conseguido atinar.

— Abuela, dame eso de las uvas, que yo no alcanzo.

El chiquillo se refería a los zarcillos rizados de la vid que se iban enredando en los alambres del parral y a los que les había tomado el gusto de mordisquear a pesar de su amargor. Sabiendo que el niño no desistiría hasta conseguir el apéndice verdoso, se subió con cuidado a la silla y cortó con sus uñas un par de tallos con el fin de que tuviese para un buen rato mientras le sacaba el jugo. Volvió a la difícil faena de la aguja y el hilo. Mojó repetidas veces el cabo con saliva, pero el agujero se resistía a ser atravesado.

 — ¡Manolillo! ¡Ven un momento!

Favor por favor. Viendo que era misión imposible que sus ojos le permitieran tal cometido, pidió al nieto que le enhebrara la aguja. Fue cosa de un único intento que el hilo blanco estuviera en su sitio.

— Dios te lo pague, hijo, y te libre la vista muchos años —comenzó la abuela el discurso y le siguió un monólogo solitario consigo misma— ¡Con lo que yo he sido! ¡Qué cosía de noche a la luz del candil! Vista de gato tenía y mira ahora como estoy, con una cortina en los ojos que me trae por la calle de la amargura. Inútil de una vez.

Dejó a un lado estos negros pensamientos y comenzó a entonar una cancioncilla; costumbre que mantenía desde sus años de aprendiza de modista mientras cosía o hacía ganchillo. Esta vez cantaba con su cascada voz el estribillo de una zarzuela famosa: «Por la calle de Alcalá, con la falda almidoná, y los nardos apoyaos en la cadera…». Guardó silencio al ver aparecer la hija por el umbral de la puerta de la cueva pues no le gustaba hacerlo en público. Traía esta en sus manos una lechuga recién lavada y bañada en vinagre. Se sentó en otra silla al lado de la madre y, hoja a hoja, fue dejando la hortaliza en el tallo. Manolillo, de rodillas en el suelo húmedo, seguía con asombro el recorrido de una fila de hormigas que se dirigía a su hormiguero cargadas con trozos de hojas mucho más grandes que sus minúsculos cuerpos. Se encontraba bajo la higuera, algo retirado de las mujeres, pero no lo bastante como para no advertir el momento de acudir donde ellas y solicitar el troncho de la lechuga que acababa de comer su madre, pues era la parte que más le gustaba y que reclamaba a menudo como si de un derecho propio se tratara.

Mientras tanto, la abuela ya había remendado la sábana, pinchado en el acerico la aguja con hilo para otra ocasión y guardado todo en el tabaquillo de mimbre. Con los dedos entrelazados de sus manos reumáticas descansando sobre el regazo miró al frente, paseando su empañada mirada alrededor sobre aquel árido y particular paisaje de cerros de arcilla que la había acompañado desde siempre y que era capaz de describir sin mirar de tan absorbido que lo tenía en su mente. Y pensó que, en ninguna otra parte, otra ciudad u otro país podría sentirse más en paz.

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