“Tengo
tristeza y angustia y por ello voy a escribir de la belleza”.
Anónimo
Para Clarita, mi
escritora amiga.
Tres
críos y un cuarto de quienes no voy a hablar me conmueven el alma, duermen en
los rincones de mi cerebro, son estrellas que como escarabajos luminosos horadan
a diario mi memoria, raspan con su frufrú silencioso las fibras de mi cuerpo,
tejo y deshilo su existencia a diario, y todo lo que quisiese es dormir con
ellos en una cama enorme, dormir para siempre pero sin dormir, esto es
descansar pero sentirlos, acariciarlos, quererlos, protegerlos, regañarlos,
braviarles, alimentarlos, cuidarlos.
Aquí
aparece, entonces, Sofía.
Había
decidido subir a La Vega el viernes, pero me dio flojera ir solo. Aplacé el
viaje hasta el martes pues, acompañado de La Cucha, podría ir al Banco Agrario,
y sobre todo comerme dos roscas de roscón resobado con un perico oscuro,
roscones de esos que le fascinan a Jimena.
La
Vega, Cundinamarca es la capital del pan resobado, un sistema de amasar en el
que la levadura se usa en pequeña cantidad. El roscón se hace así: Harina de trigo, sal, azúcar
corriente, margarina, mantequilla de vaca, huevos, leche en polvo descremada,
polvo para hornear, agua y levadura fresca. Mezcle los ingredientes según el
orden de formulación. Deje la masa en reposo de 30 a 40 minutos. Amase (refine,
resobe, cilindre) a buena elasticidad. Divida la masa en porciones. Forme
roscones rellenando con bocadillo o cernido de guayaba por porción y páselos
por azúcar refinada. Deje en crecimiento a temperatura ambiente de 50 a 60
minutos. Hornee a 160°C durante 30 minutos aproximadamente.
El
resultado es un bocado de cardenal, sobre todo si está recién horneado.
El
pan, que ha servido para dar origen a la civilización, ir en las carretillas
romanas conquistando el mundo mediterráneo, Galia, Britania, Germania y Asia
Menor, hacer milagros, contener cuerpos celestiales y provocar guerras
inmisericordes, es una de mis parvas preferidas, y más si es un resobado de La
Vega.
Entramos,
entonces, al Banco Agrario y nos sentamos a hablar con la “Pequeña Lulú” y
Carolina, funcionarias del Banco. Don Francisco, el simpático y amigable
gerente no estaba. Claudia se encargó, como siempre, de cuadrar la cuenta con
la oficinista, mientras yo hablaba con la Pequeña Lulú sobre su vida: tres
hijas, mujercitas criadas a pulso, a esfuerzo, a coraje, por un ser extraordinario
de esos que habitan desiertos, veredas, barrios, cumbres, rincones de La
Tierra, esto es, criadas por una mujer, por la madre. La mayor va a terminar ya
su carrera, la segunda estudia en Villavicencio pero logró acceder a una
universidad en Bogotá y la menor, la cuba asiste al colegio aquí, en La Vega. Y
¿quién responde por las tres?, pues naturalmente su mamá.
De
pronto una vocecita de niña pregunta:
―¿Dónde
está María?
Apareció
Sofía…
Aunque
tengo memoria fotográfica para recordar la faz humana, los lugares a los cuales
he ido, las curvas y recovecos de senderos, aún los más antiguos, el sabor del
agua de las quebradas de mi tierra, el color de las plataneras y los cafetales,
poseo una pésima retentiva de los nombres y las vestimentas. No retengo sino el
aura, la risa o el ceño de las personas. Con Sofía me pasa lo mismo y por tanto
asomos de imaginación, un poco de ficción habrá en este relato.
Delgadita,
con una trenza algo larga, cachucha de color verde limón, capul en su frente,
cejas delicadas algo elevadas sobre sus párpados, ojos color chocolate oscuro
perfectamente simétricos, una nariz con diminutas pecas, ovalo de la cara
hermoso y armónico, boca de niña, tez de color cálido, brazos largos. No
recuerdo si tenía pantalones o falda pero sí que colgaba de su hombro izquierdo
un pequeño bolso de crochet.
Fue
tan vivaz la pregunta que volteándome ante la Pequeña Lulú le dije:
―¿Quién es esta
niña?
―Se llama Sofía.
―Sofía, ¿cuántos
años tienes?
―Nueve
―respondió la niña con una tranquilidad pasmosa.
―Y, dime Sofía,
en ¿qué curso escolar estás?
―En quinto.
Sofía transpiraba seguridad absoluta.
Me miraba de frente interrogándose sobre el por qué un viejo canoso, gordito,
sentado en las oficinas del Banco, la interrogaba. Generalmente los niños a su
edad son algo tímidos con extraños o simplemente no les interesa hablar con
adultos que casi siempre resultan aburridores e impertinentes. Las oficinistas
miraban a Sofía con picardía, sonriendo con expresión alerta, admirando el
aplomo de la niñita.
―Soy la mejor de
mi curso, la mejor del Colegio, ocupo el primer puesto siempre. ―Sofía estaba
parada a mi lado, con una mano recostada sobre su cintura, respondiendo fresca,
con audacia, como un pececito rojo de esos que hay en los acuarios
―Y tu letra,
¿qué tal es? ―se me vino a la memoria una frase de mi ti Marino quien
contrataba a sus auxiliares por la calidad de la letra: «Mijo, si escribe bien,
con cuidado, es una buena persona, un buen administrador» ―me decía.
―Es buena
―respondió, pero con algo de duda.
―Sofía,
escríbeme algo ―la Pequeña Lulú le alcanzó un papel, y ella escribió su nombre
y apellido. (El papelito con su firma lo tengo aquí, en mi poder).
Yo, burletero, le dije a Sofía que su
letra era aceptable, no excelente, y ella me dijo que sí, que así era.
―¿Cuántos
alumnos hay en tu clase?
―Treinta y
cuatro. Y tengo varios profesores.
―Sofía ―yo,
hipnotizado por la tranquilidad de la niña en sus respuestas y advirtiendo
estar frente a una niñita que además de superdotada era hermosa― ¿cuántos
hermanos tienes?
―Sólo uno, cinco
años mayor que yo.
―Y ¿tu hermano
mayor es buen estudiante?
―Muy
regularcito, muy regularcito ―movía las manos de lado a lado reafirmando con
este gesto sus palabras.
Los funcionarios del Banco, Claudia y
algún cliente seguían nuestro diálogo con atención. Sofía translucía alegría,
convicción, firmeza.
―¿Y qué deportes
o actividades te gustan?
―Soy porrista
del colegio, me encanta el fútbol, hacer gimnasia y tocar dulzaina.
―¿Eres
inteligente, Sofía?
Sin vacilar un ápice Sofía dijo que
mucho, muy inteligente.
―¿Y quién es el
inteligente en tu casa, tu papá, tu mamá o ambos?
―Mi mamá es la
inteligente, es contadora. Mi papá es sonidista y no es tan astuto como mi
mamá.
Nos miramos unos a otros en el Banco y
reímos de la respuesta espontánea de la niña.
―Oye, Sofía.
Como tú eres tan viva me preocupa cuando llegues a los trece años. Voy a
proponerles a tus papás que te amarren con unos lazos y no te dejen salir a la
calle.
―¿Amarrada? Huy
¡eso si que nó!
―Mentiras,
Sofía, es una broma.
―Ahhh, ya me
estaba asustando.
―¿Sabes el
significado de tu nombre? ¿Qué quiere decir Sofía y de dónde viene?
―No señor, no
sé.
―¿Sabes dónde
queda Grecia?
―No ―contestó―
¿Grecia?
―¿Recuerdas a
Francia, a Inglaterra, a Egipto?
―Sí.
―Pues Grecia, de
donde procede tu nombre, queda al frente de Egipto, y tu nombre quiere decir Sabiduría.
A Sofía el tema no le importó
demasiado, seguía mirándome de frente, hablándome con seguridad absoluta, pero
quería encontrar a María, su amiguita, para ir a jugar con ella.
―Bueno, me voy
―y se despidió de todos con un gesto de la mano.
Fue
irse Sofía y quedar yo lelo, asombrado de encontrar en un pueblo perdido de
Colombia un ser humano significativamente superior. No es que yo esté
descubriendo el agua tibia sino que la existencia de esta chisparosa niñita me
dice que en todas las orillas de la piel del país florecen centenas de niños
así, a quienes, si se les da educación, y sobre todo afecto, construirán otra
nación, otro mundo mejor.
Y,
como escribí en el encabezado, LA BELLEZA es Sofía, son los niñitos de este
continente que esperan recibir letras, pan y amor.
Rodeando
el pueblo hay montañas con decenas de árboles llamados “Flor Morado”. Ellos
exhibían sus racimos rosados, fucsias, violetas, amarillos, blancos, y en medio
del Parque una ceiba gigantesca imponía su señorío vegetal.
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