También era casualidad que se le hubiese estropeado
el aire acondicionado del coche justo el día anterior. Si ya de por sí el viaje
era largo ―cruzar media península no se hace en un santiamén― los rigores de la
época pre-estival le hacían sudar por todos y cada uno de los poros de su piel.
Pese a todo, el rictus de su cara denotaba un sentimiento de plenitud que no
albergaba en su corazón hacía mucho tiempo. Y es que por fin la conocería.
La casualidad quiso que se
encontraran hacía unos meses en un chat, ambos taciturnos a la hora de
intervenir ante el despliegue de los más veteranos, que acaparaban la
conversación con soliloquios plomizos o enrevesados intercambios de palabros
que daban patadas al diccionario. Pero de entre esa maraña de egos, ya a horas
intempestivas, descubrió a alguien con criterio, con algo que aportar. Lo de
menos era ya el tema a tratar, su soltura para diseccionar la realidad y
convertirla en una opinión lúcida y sincera le cautivó.
Facundo era pura verborrea
cuando te cruzabas con él en el bar, en el quiosco, en el portal. Pero a la
hora de escribir, se lo pensaba dos veces antes de apretar la tecla. Pese a
esta dificultad inicial para poner por escrito sus pensamientos ―tal vez de
forma inconsciente pensaba que las palabras se las lleva el viento, pero otra
cosa es lo que ponemos por escrito, que cualquiera te lo puede echar en cara en
un futuro― se encontró cómodo departiendo en el chat privado con Amelia.
Cada
vez pasaba más tiempo quemándose las pestañas ante la pantalla, ya le echaban
de menos los compañeros del mus, tan sólo eran un zumbido en su móvil
reclamando su atención. Él no podía advertirlo, pues se sentía obnubilado, pero
puesta en una balanza la información que se aportaban el uno del otro sobre sus
respectivas vidas, era mucho más abundante la relatada por Facundo que por
Amelia. Le freía a preguntas sobre su familia, sus amigos, sus posesiones. Un
estudio pormenorizado en toda regla, una vivisección online sin tapujos.
Aunque tampoco había mucho
que rascar. Facundo era hijo único. Su padre murió a causa de un accidente
laboral en la obra cuando él todavía era un niño. Fue un mazazo para sus
convecinos pues era una persona muy apreciada en su pequeño pueblo. Su madre,
depresiva desde entonces, se volvió inestable y posesiva. La juventud del
muchacho fue un infierno. Cuando su carácter apocado comenzó a abrirse al
mundo, su madre le cortaba las alas a la menor ocasión que su retoño compartía
con otras personas situaciones o confesiones. Él, por extraño que parezca, lo
aceptaba de buen grado, no mostraba la rebeldía propia de su edad, pensaba que
se debía a su madre y que no podía decepcionarla. Le contaba todo, sus
conversaciones eran profusas e intensas. Y así fue durante años. «Ten cuidado
con esas lagartas o te quitarán la vida, mi niño», le decía cuando ya estaba en
las últimas. Su herencia sólo sería mucha soledad y una gran casa que
necesitaba una reforma a fondo. El día después del funeral, Facundo encontró
que su vida había quedado vacía, tantos años de veneración y cuidados hacía su
madre. ¿Cómo afrontar ahora el futuro?
Amelia,
más recatada a la hora de contar su vida, sólo se mostraba exuberante en cuanto
a sus inquietudes intelectuales. Apenas unos detalles personales trascendían en
la conversación, banales, a todas luces: el color favorito, su plato preferido,
la ciudad visitada que más le había gustado. Este desequilibrio quedaba oculto
tras las conversaciones que, poco a poco, fueron subiendo de tono. Cual
adolescentes, empezaron a tratarse con apelativos cariñosos. Que sí
“cuchifritina”, que si “melosón”. Pura ñoñería. Y de ahí, se lanzaron a
contarse intimidades sobre sus frustraciones en el terreno amoroso, ambos mal
parados, pocas y cortas relaciones que no hicieron sino convertirlos en
personas introspectivas y desconfiadas. Hasta que se descubrieron el uno al
otro.
El siguiente paso sería
abrir sus corazones y también sus bajas pasiones. Comenzaron a intercambiar
alguna foto. Él había recorrido poco mundo, pero ella conocía parajes exóticos
y recónditos. De las poses en viajes diversos pasó a enviarle imágenes de su
cuerpo sudoroso en la playa. Luego pasó a enseñar explícitamente alguna zona
erógena. Cada vez más piel expuesta, cada vez más tórrido el siguiente
contacto, cada vez más lasciva la conversación.
― Hola, reina del Caribe ―
inició la charla Facundo, agregando un emoticono con una palmerita, algo
infantil para sus cuarenta y pico años.
― Hola, rumboroso marinero ―
le contestó Amelia con la mano izquierda, mientras se secaba el pintauñas de su
mano derecha.
F: Anoche estuve pensando
mucho en ti, cosa guapa.
A: ¿A sí? ¿Otra vez? Chico
malo, resérvate para nuestro encuentro ― y agregó una redonda carita con una
carcajada a mandíbula batiente.
F: No veo la hora de poder
estrecharte en mis brazos.
A: También yo tengo ganas de
abrazarte, Adonis mío. Ya falta menos.
F: Sí. Ya pedí las
vacaciones en el curro. No te creas que le hizo mucha gracia a mi jefe. Esta
semana y la próxima estamos de inventario en el almacén, pero que se las apañen
sin mí, siempre que había que dar el callo lo he dado, por una vez seguro que
pueden apañárselas sin mí.
A: Mira que no quiero que
tengas problemas por mi culpa, “gordi”.
F:
¡Qué les den por saco! Por una vez que me tomo unas vacaciones fuera de
temporada, no les va a pasar nada.
A:
¿Pero les has dicho a dónde vas?
F:
¿Y a ellos que les importa? Llevo años aguantando sus bromas, en el trabajo, en
el pub del pueblo, que si «échate novia de una vez, que se te pasa el arroz».
Ahora me voy a comer el arroz y el conejo, todo junto, y no les voy a dejar ni
las migajas.
Pasó
casi un minuto hasta que obtuvo respuesta. Había que reconocer que era un poco
bruto, pero Facundo tenía su gracia. El esmalte se derramó por la mesa al leer
aquello, y la carcajada fue estentórea.
A:
Pero como eres, osito. Me das un poco de miedito.
F:
No tengas miedo, carita de rana. Te comeré poco a poco. Empezaré por las ancas.
A:
Te veo muy lanzado, gorilón. ¿Y si resulta que cuando me veas no te gusto? Mira
que las fotos no suelen hacer justicia.
F: Ya, seguro que las has
sacado todas de la red, y en realidad tienes una pata de palo, eres bizca y te
huele el aliento.
A: Ja, ja. Pero en realidad
no me hace ninguna gracia.
F: ¿No?
A: ¿Y si no te gusta como
soy? Me refiero a mi forma de ser, no es lo mismo así, o por teléfono, que en
persona.
F: Seguro que me gustan
hasta tus andares, moza ― y añadió un hocico de cerdo al final de la frase.
A: Tontorrón
F: Vete preparando…
A: ¿Preparando? ¿Qué piensas
hacerme? ―no hacía sino caldear más el ambiente.
F: Lo que no te ha hecho
nadie.
A: ¿Qué sabrás tú? Que sepas
que no eres el primero que prueba estas carnes.
F: Pero seguro que ninguno
habrá hecho que te chupes los dedos como yo.
A: ¡¡¡Ah!!!
F: Y lo que no son dedos.
A: ¡Hala, animal! Me
ruborizas.
Un enorme emoticono en forma
de morada berenjena llenó la pantalla.
A: Cambiemos de tema,
horticultor, que te me vas por las ramas. Entonces, ¿cuándo llegas?
F: Mañana por la tarde. Me
invitarás a cenar, ¿no?
A: A lo que tú quieras.
F: Por lo menos el postre
sabes cual es…
A: Bueno, bueno. Ya veremos.
No podía dejar de pensar en
la escena que le esperaba, allí junto al mar, en el chalet que Amelia decía
haber heredado de sus padres. Una cena romántica a la luz de las velas, un
paseo por la orilla bajo la luz de las estrellas, y luego, el desenfreno propio
de dos cuerpos henchidos de pasión. Tal era su calentura, que empezó a sentir
una opresión en la entrepierna. El cinturón de seguridad constreñía su
priapismo, exacerbado por las ilusiones creadas. Esta situación le hizo parar
un par de veces en estaciones de servicio. En la segunda, tuvo que dar salida a
tanta presión gonadal. Aliviado, aprovechó para tomar un tentempié y afrontar
los últimos doscientos kilómetros.
Una camisa empapada de sudor
y una sonrisa de oreja a oreja, eso fue lo que se encontró Amelia al abrir la
puerta. Le pareció más menudito en persona. A pesar de todas las burradas que
se habían dicho antes de conocerse, ahora, frente a frente, la prudencia, y tal
vez un poco de vergüenza, les pudo, y se saludaron con un beso en la mejilla,
eso sí, acompañado de un abrazo efusivo. El viajero pensó que su anfitriona
estaba más entradita en carnes de lo que le pareció en las fotos, seguro que
hambre no pasaba. Eso sí, pintada como una puerta, aparentaba mucha más edad de
la que dijo tener.
―¿Qué tal el viaje?
―preguntó Amelia de forma cortés, después de coger su pequeña maleta y
acompañarle al salón.
―Mira que está lejos esto
―le contestó sentándose en el sofá, al tiempo que observaba los cachivaches que
poblaban los anaqueles de un vetusto mueble del salón.
―Bueno, pues aquí estamos.
¿Quién nos lo iba decir, verdad?
―Cierto. Ha sido toda una
sorpresa encontrarte. Y además de esta manera. Tengo la sensación de que te he
estado esperando toda la vida.
―Bueno, bueno. No vayas tan
rápido, campeón ―le dijo guiñándole un ojo.
―¿No tienes hambre? Yo me
comería un buey, el viaje me ha despertado el apetito, ya sabes a lo que me
refiero…
―Ja, ja, ja. Pero qué cosas
dices ―le contestó con el rubor explotando en sus mejillas―. Espera un momento,
descansa mientras termino de prepararlo todo.
La casa estaba próxima a una
aislada cala, algo apartada del bullicio turístico, así que nadie les
molestaría. La velada transcurrió tal y cómo habían planeado. La conversación,
al principio algo más forzada, se hizo más distendida al calor de las velas y
el vino que les regaba el gaznate. La verborrea de Facundo salió a relucir una
vez que se sintió desinhibido, el alcohol ayudó bastante, ante esta mujer que
no paraba de reír a cada comentario jocoso que profería.
El contoneo de la falda a
medio muslo y esa forma tan sensual de comerse un helado fueron el empujón que
necesitaba Facundo, ya medio ebrio, para comerle los morros a Amelia como
colofón a la opípara cena.
El dormitorio estaba
preparado cual santuario, luz tenue, música de ambiente, incienso en el aire.
Le preparó un último lingotazo que Facundo absorbió cual esponja mientras se
sobaban al pie de la cama.
―No soporto este calor, voy
a darme una ducha ―le dijo mientras el vestido caía a sus pies.
La puerta del baño quedó
entornada a propósito. Facundo observaba atónito, se había quedado sin palabras
ante esta Venus que, impúdicamente, mostraba sus curvas voluptuosas acariciadas
por el chorro tibio. El raciocinio le había abandonado hacía tiempo, así que se
movió por instinto, comenzando a desabrocharse los botones de la camisa. Más
difícil fue quitarse el pantalón, rodó por el suelo tras perder el equilibrio.
Cuando acertó a levantarse, Amelia estaba a su lado, enfundada en un albornoz.
Quedó embriagado por el perfume que exhalaba su epidermis. ¡Oh, Dios!, como
actúan las feromonas sobre el cerebro de los animales, son capaces de llevarles
a lugares insospechados, a paroxismos inexplicables.
Lo que sucedió a
continuación fue una escena tragicómica por cómo se comportaba uno y otro en el
encuentro sexual. Las últimas experiencias de Facundo fueron tratando con
profesionales, haciendo las meretrices trabajos rápidos y limpios para quitarse
al cliente rápidamente de encima. Así que el hombre esperaba empezar con una
felación y lo que se encontró fue una rasurada vulva en su cara en cuanto se
descuidó. Entre que no sabía muy bien qué hacer con aquella voraz vagina en la
boca y que la lengua estaba seca como la mojama, producto de su excesiva
locuacidad e ingesta de alcohol, el lance empezó mal.
De inmediato él se lanzó a
sus enormes pechos, sin duda reminiscencias de yantares pueriles, sorbiendo con
tal ansia que los pezones quedaron cianóticos. Amelia no pudo por menos que
apartarlo con un codazo en la alopécica tonsura, antes de que le dejara la
pechera amoratada. Empezó a acordarse de la dosis de barbitúricos que vertió en
esa última copa de Facundo y que, de momento, parecía no hacer efecto ante el
entusiasmo del mostrenco.
No obstante, por fin le dio
lo que él esperaba, y no sin alguna que otra arcada, relamió la sudada verga hasta que consiguió una erección
más que respetable, a pesar de la cogorza que llevaba. Sin más dilación,
aprovechó para enfundarle un condón, se sentó encima suyo a horcajadas y
comenzó a agitarse como tallo de cebada en un vendaval.
Los dos llegaron rápidamente
al orgasmo, el uno por pura incontinencia, la otra, tras el fugaz goce, dio por
concluido el rito que tantas veces había preparado. Facundo, inerte sobre la
cama, había sucumbido por fin a la bomba química que había ingerido. Ni
siquiera sería consciente de que su postrer «petite mort» sería en realidad
definitiva. La almohada que Amelia oprimió con fuerza contra su cara taponó sus
vías aéreas y, sin resistencia, el alma abandonó su cuerpo.
Amelia a partir de ese
momento empezó a comportarse de forma mecánica, como si todo lo que ocurriese a
continuación obedeciese a un plan milimetrado. Después de asearse
concienzudamente, sacó una cámara de fotos de la mesita y tomó una última
instantánea del sacrificado. Después,
dispuso una alfombra bajo la cama, y sobre ella un recio plástico, empujó al finado
sobre él y lo arrastró con asombrosa maña al baño. Allí cercenó el miembro
viril con precisión quirúrgica y lo introdujo en una bolsa, que inmediatamente
guardó en la nevera. Apenas se derramó sangre debido al coagulante que había
agregado en el preparado que le dio a ingerir al desdichado. Para eso, entre
otras cosas, le servían sus estudios de farmacia y un par de años de medicina,
carrera que nunca llegó a terminar por sus “desequilibrios psicológicos” de
aquella época, instándole profesores y compañeros a que se dedicara a otra
cosa.
Pero estos detalles de su
biografía, y otros muchos, nunca fueron compartidos con ninguna de sus efímeras
parejas, realmente nadie llegó a conocerla. Sus cuerpos acababan siendo
arrastrados sobre la arena a la luz de la luna, cargados en la zodiac y, lastrados
convenientemente, siendo pasto de la fauna marina del litoral.
―Hay que ver, Facundo, con
el palique que me has dado y lo mal que has usado la sinhueso cuando más falta
me hacía…― dijo con sorna mientras las burbujas salían a la superficie
plateada.
Y cada mañana, después de la
catarsis, empezaba el día consumiendo el trofeo adquirido, cortado en finas
lonchas y servido con un poquito de sal y especias. Era seguidora acérrima de
un rito arcano, y en su mente insana estaba convencida de que era la mejor forma
de mantenerse vital eternamente.
El vehículo del difunto
permanecería oculto en el garaje hasta la noche posterior, y de madrugada lo
conduciría por la antigua carretera de la ermita, ya apenas transitada, y lo
dejaría caer al fondo del profundo barranco, cementerio improvisado de chatarra
e ilusiones.
Mientras archivaba la última
foto en su portátil, una nueva víctima de la mantis compulsiva se dejaba
subyugar por su encanto, y respondía al señuelo lanzado en el chat. Siempre
huérfanos, hijos únicos, personas aisladas, con carencias afectivas y apenas
vínculos con el resto de los mortales. Una trama perfecta para perpetuar su
inmortalidad.
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