El día
que aprendí a contar las sílabas,
eché a
perder mi idilio con los números
y su amplio colectivo de acertijos.
Y
comencé a llorar impresionado,
al
descubrir en mí esa insistencia sorda
de
colocar palabras sobre el miedo
de
tartamudear el olor de las fresas,
de
callar a ignorantes
con
epanadiplosis y diptongos.
Con la
fuerza invisible que encuentro en la ironía,
en la
belleza rara que descifro en las feas,
esclarezco
la incógnita,
el
teorema incompleto que me atrajo a sus cifras,
dando a
mi abecedario libertad
para
iniciar un pacto de unión y mestizaje
entre números
primos y sonetos.
Se
acerca un heptasílabo despacio.
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