De niño en mi
habitación eran frecuentes los terremotos, las fumarolas en busca de las
entrañas de la tierra, las inmersiones al fondo de las aguas a bordo del
Nautilus. Entre las láminas de aquellos libros y sus tentáculos ya iba yo buscando
la respuesta para todas aquellas preguntas que embarraban mis juegos desde pequeño: ¿habrá vida en otros planetas?, ¿harán
la comunión también los marcianos?, ¿jugarán
al fútbol?
En aquellos
momentos la imaginación era más importante sin duda que el conocimiento. Tras
el reino de la siesta, comenzaba el descenso dentro del cono del volcán, la
exploración en busca de monstruos de tres cabezas en las grutas de un mar
misterioso. Previamente ya había hecho
la mochila cargada solo con lo imprescindible: bocadillo, cantimplora, brújula y un buen
montón de cromos por si había ocasión de algún intercambio en mi viaje.
Anticipando
logros científicos y tecnológicos como cohetes o submarinos, mi cita con lo
desconocido sacaba pecho y valentía haciendo amigos entre praderas submarinas y
bosques de hongos gigantescos. La era terciaria y sus helechos se mezclaba con
el canto de ballenas y perlas de moluscos de valvas gigantescas.
La máquina del
tiempo volaba adentrándose en mis dominios, libre de gases contaminantes, híbrida
entre una caja de cartón y las antenas de las azoteas y con una munición
potente de rayos secuestrados a las tardes de tormentas. Una vez dentro, mi destino, rumbo al amanecer
de otros mundos infinitos.
Hoy simulo mi
realidad inventando nuevas anochecidas.
Ya la tarde encendía dos lunas,
la creciente cargada de luz de hogaño
con intenciones de destellos de futuro
y la menguante para hablarnos de un ayer
ofrecido a las confines de la memoria.
En el cielo las estrellas abrían de dos en dos
como los ojos de un rostro sin espejo
que recuerdan un camino de miradas.
Del mar libre de horizonte en el que descansar
levaduras de amor sin disculpas.
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