1
El Códice del Rey
Yo, Kan
Bahlam, hijo de Pakal, heredero de la estirpe más gloriosa que los Mayas
conocieran desde tiempos de Yikin Chan Kawil, en la antaño opulenta región de
Tikal, me veo arrojado a este pozo oscuro, sumido en la más negra y amarga de
las noches. Y mientras viboreo como un mísero gusano bajo tierra, acosado por
las garras del Horror, acuciado por el hambre y la sed, mi pueblo y, con él, su
riqueza y su renombre, sucumbe condenado por la ira de los dioses, devastado
por el Mal que trajo el cielo.
Yo, Kan
Bahlam, el último, el infeliz, el desdichado. Aquél a quien el mismo Kulkukán negó
su ayuda, haciendo caso omiso a sacrificios y plegarias. Rey sin súbditos,
carente de fortuna, de tierras que gobernar. Monarca en un reino estéril y
maldito. Aquél cuya mirada fue testigo del Mal que, antes de las lluvias, se
adueñó de la selva y los sacbés —los caminos blancos—, que vertió su filtro
insano en el gran río e infectó los manantiales, que inyectó su vil ponzoña en
las entrañas del subsuelo hasta volver la milpa infértil y baldía. El Mal que,
ahora, cubre Chichén Itzá de sombras y murmullos inquietantes de floresta.
Yo, Kan
Bahlam, cuyo padre, el gran Pakal, surcara el tiempo y el espacio en su viaje a
las estrellas, y que, tras su estancia en el Planeta Blanco, regresó del cielo
a lomos de Kukulkán para confiarnos el tesoro de los dioses. Ornado con las
joyas más hermosas y un tocado de plumas, ungida su piel con cinabrio, mi padre,
sin quitarse la máscara de jade, dejó en mis manos aquel cofre jaspeado, la
ofrenda de los astros. Luego, con ademán solemne, alzó su dedo índice y señaló
un punto luminoso en el espacio, el más brillante del firmamento; tan brillante
que aún a plena luz del día era visible. Pakal, el rey, mi padre, tornó al
sepulcro sin pronunciar una sola palabra, esta vez ya para siempre, a la espera
de su resurrección definitiva en el Planeta Blanco, en ése cuerpo refulgente de
la bóveda celeste. El cadáver reanimado se introdujo en el sarcófago de piedra —la
losa aún seguía desplazada— tras bajar los incontables escalones del Templo del
Jaguar, en cuyo núcleo subterráneo, a salvo de ladrones y curiosos, se oculta
el féretro real. Escribas y escultores cincelaron nuevos glifos en la tumba que,
añadidos a los cientos de relieves que adornaban el sepulcro de mi padre, contaban
su historia y sus hazañas, narrando su largo y próspero gobierno en el trono de
Chichén Itzá. La techumbre del espacio funerario, en cambio, recreaba con
detalle la singladura estelar de Pakal, su efímero regreso a nuestro mundo,
asido a las escamas de la Serpiente Emplumada, la entrega del tesoro de los
dioses y su segundo funeral. Por último, ocupando el muro norte de la cámara, los
artistas esculpieron con vívido realismo su gloriosa, definitiva resurrección
en el Planeta Blanco.
Nuevamente
se oyó el roce mineral al desplazarse la gran laja. Nuevamente —ahora ya, para
siempre— sellamos la enorme puerta y, antes de abandonar definitivamente la
pirámide, el conducto subterráneo quedó sepultado, borrada toda huella de escaleras.
Yo, Kan
Bahlam, cautivo en mi palacio, aguardo el hálito postrero presa de la angustia
y el espanto, hambriento y afligido, sabedor del Horror que poblará mis sueños tras
la muerte ya cercana, cuando tal vez sea conducido al Planeta Blanco, más allá
de las estrellas. Yo, Kan Bahlan, pongo en duda que aquel ser venido del
espacio, bajo una apariencia mortal, fuera, en realidad, mi propio padre.
2
La puerta del Caracol
Yo, Pakal,
el Radiante, nacido de la Guacamaya Amarilla y el Jaguar, me hallo prisionero
en este mundo de luz alba y vaporosa, lugar siempre embozado en nubes densas, compactas,
tupidas como copas de caoba; velo en la penumbra de la noche, en la quietud de
la tórrida madrugada, que impide ver a Ixchel, la diosa Luna; celaje que, en
los días prolongados, inunda la llanura inabarcable de dorado resplandor.
Yo, Pakal,
Escudo del Sol, antaño rey de Chichén Itzá, al norte del Yucatán, en pago a mis
copiosas ofrendas de sangre, fui rescatado de la muerte por gracia de los
dioses. Larga y peligrosa fue mi oscura travesía, y aún pudo fenecer la propia
muerte en mi postrer peregrinaje.
Yo, aquél al
que fue dado contemplar el áureo rostro de Itzanmá, surqué las sombras de la
noche y el vacío sideral. A mi señal, se abrieron las entrañas de la torre de
granito (la torre del Caracol) y, al cabo, la puerta de plata —aquella que se
oculta ante los ojos de los vivos— quedó franca. Y tal como predijo el sagrado Chilam
Balam, yo, el rey difunto, me dispuse a atravesar los Trece Cielos, pertrechado
con la máscara de jade, el tocado de plumas, un par de sandalias, dos cuchillos
afilados y mi fiel espada de obsidiana.
Vergeles
decadentes, amarilleados de luna enfermiza, saludaron los ecos de mis pasos. Y
aunque oía susurrar en la penumbra de los cedros retorcidos, a uno y otro lado
de la senda, ninguna alimaña, ningún insecto alado se cruzó en mi camino. Uno
tras otro, dejé atrás los cuatro Jardines Sombríos, antesala del averno más
profundo y tenebroso. A lo lejos, erguidas en la roca como hojas de cuchillo,
se alzaron las Tres Puertas de Xibalbá, el quinto y más profundo de los
submundos, la morada sempiterna de los muertos sin derecho a regresar. No fue
fácil desplazar aquellas moles de cuarcita, y hube de emplear toda la fuerza de
mis músculos resecos. En la distancia, rasgando el horizonte con sus mellas,
surgieron las filosas atalayas de aquel reino fantasmal. Un lago extenso, de
aguas oleosas, servía de barrera natural a la ciudad bañada en luces de
crepúsculo perpetuo. Me senté junto a la orilla y, en tanto me calzaba las
sandalias, aguardé con impaciencia. Aullaron entonces los sabuesos, a no mucha
distancia, y aunque muerto, mi cuerpo se estremeció. Eran los Perros de Cizín,
Señor de Xibalbá, sin los cuales jamás podría alcanzar mi destino. Subí con
precaución a la barcaza que los canes arrastraban y, envuelto en un silencio de
olas pétreas, en un tiempo despojado de sentido, dejé que los espectros me
guiaran.
La
ciudadela, henchida de amenazas invisibles, rezumaba una húmeda frialdad. Ahora
los murmullos me rozaban los oídos, penetraban en mi alma transitoria y
peregrina. Sólo al final, cuando, a mi espalda, Xibalbá no era más que una
mancha borrosa, tronó la carcajada espeluznante de Cizín. Vago al principio, nítido
después, brotó su negro porte, su capa de tinieblas abismales, contrastada por
el brillo de su espada carmesí. Sin pérdida de tiempo, blandí el arma que
tantas veces empuñara en vida y, con fiero movimiento, ataqué al Señor del inframundo.
Fue una lucha cruenta, encarnizada, sin tregua ni piedad.
Vencido el Ser
terrible —que juró venganza eterna—, alcancé las praderas del Paraíso, donde,
fluyendo entre la hierba aquí y allá, corrían arroyos de leche y miel. Los
niños succionaban golosamente de las mamas de un gran árbol, y los suicidas,
sin perder su rictus grave, conversaban en voz baja. Y, más allá, elevado por
el Pájaro Nocturno, arribé a la gran llanura blanca, al planeta que yo creía el
edén más codiciado. Mas, en lugar de goce y triunfo, fui presa del más atroz de
los engaños.
Yo, Pakal, no
encontré lo que buscaba. Soy bruma fluctuando en el vacío. Mi cuerpo ya no es
mío: por artes demoniacas, me ha sido arrebatado.
3
Semillas del espacio
Yo, Kan Bahlam, hijo del Rey Solar, recibí de las manos
yertas de mi padre el cofre de Itzanmá, proveniente de la última morada
celestial, el colosal Planeta Blanco. Aquellos fueron días de agasajos a los
dioses y Chichén Itzá festejó con regocijo el retorno del rey —enviado del más
allá—, su despedida última, y la ofrenda que los cielos nos brindaron. Aquel
tesoro, en apariencia sencillo, consistía en un puñado de semillas. Tenían el
tamaño de un grano de maíz y eran de un blanco puro, centelleante, inmaculado.
La segunda
noche de luna llena convoqué a mi pueblo, decidido a hacer cumplir la voluntad
que aquel regalo, aquella simiente del espacio, conllevaba. Nobles, sacerdotes,
comerciantes, artesanos, campesinos, nadie faltó a la ceremonia. Sin duda,
aquellas pepitas estaban destinadas a la siembra, a germinar en los dominios de
Chichén Itzá, a crecer, a florecer, y, con el tiempo, concedernos los frutos
del Planeta Blanco.
Todo se
dispuso con el celo que la ocasión requería. Los altares de piedra se tiñeron
de sangre ritual: cuatro varones y dos hembras fueron pasados a cuchillo. Las
semillas se enterraron trazando un círculo perfecto en torno a la ciudad. Hubo
rezos, música, orgías y danzas hasta el lento despuntar del nuevo día. La gran
plaza, los templos, el campo de juego y los mercados bulleron aquella noche como
jamás antes contemplara el Yucatán, cuajados de alegría por última vez.
No bien hubo
clareado la mañana, un silencio repentino, un Horror sin nombre se hizo dueño
del lugar. De todos los rincones de la selva descollaron, por encima de las
copas conocidas, unos árboles siniestros, con ramas monstruosas y deformes, que
sitiaban lentamente la ciudad. Fuera del palacio, un pueblo entero, ancianos,
mujeres, hombres, niños, eran succionados
por turbas vegetales, pasando a formar parte de su tronco formidable, de sus
hojas despiadadas.
Luego, ante
la impotencia de mi ejército, de nuevos sacrificios y súplicas multiplicadas,
la sombra de la muerte sin retorno se extendió, primero sobre el agua, y luego
sobre el surco de la milpa…
Yo, Kan
Bahlam, el rey caído, el último de los Mayas. Como antes sucediera con mi padre,
aguardé siempre la muerte como un tránsito al espacio, una beatífica esperanza
de resurrección. Ahora, sin embargo, nada temo más que perecer en las entrañas
de los Seres Vegetales, devorado por las hordas siderales que en este mismo
instante, con ávida y voraz insistencia, rasgan, quiebran ya, la última
barrera, la puerta de esta cámara sellada.
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