Hace
mucho tiempo que no duermo, no lo necesito. Mi cerebro está fresco como una
flor en primavera, es joven, joven y en el momento más preciado de su madurez,
y ahí, en ese punto magnífico, se mantiene. Se mantiene en tan buena forma que
ya ni precisa del cuerpo, he sido capaz de ponerlo a funcionar casi al ciento
por ciento, lo que era impensable, pura ciencia ficción hace apenas unos cuantos
lustros. No necesitaría escribir estas notas, no es preciso, no me es preciso, puedo
comunicarme con vosotros sin que siquiera seáis conscientes de que lo estoy
haciendo, pero esto de los escritos de manifestación pública es una vieja
tradición, tan arraigada, que no vislumbro un porqué para su ruptura.
Podría deciros que nací de la
nada, ya ha habido otros antecesores que lo han hecho, pero el que lo sepáis no
me impide seguir siendo quien soy, porque dejaréis de saberlo en cuanto yo lo
desee.
Al principio –al principio de lo
que yo os quiero contar, evidentemente– yo era un ser humano vulgar, tan vulgar
que llegué a ser considerado por debajo de lo vulgar y acabé en el campo de
exterminio de Auschwitz-Birkenau; si era judío, comunista, homosexual, testigo
de Jehová, gitano o libre pensador, lo mismo da, el caso es que acabé allí. Y
de allí, la buena o mala fortuna, ya estoy por encima de esos conceptos, me
llevó a la Universidad de Estrasburgo, donde un doctor llamado August acaparaba
conejillos de Indias para sus experimentos, en su mayor parte escogidos
–recogidos, más bien– de aquel campo. El aprendiz de brujo, convencido de la
maestría de su ciencia, amparada por el uso sin cortapisas morales ni
materiales de cualesquiera medios que propusiese, había llegado a la conclusión
de que el cerebro jamás envejece, degenera, que sus constantes se mantienen
intactas e incluso su capacidad de rendimiento puede ir aumentándose
progresivamente en ciclos casi inagotables, de no ser por el envejecimiento, la
decrepitud del resto de los órganos del cuerpo, que hace que le llegue cada vez
menos oxígeno o en peores condiciones, que la sangre no lo circunde con la
fluidez necesaria. La solución sería mantener un cerebro siempre joven en un
cuerpo joven, permanentemente joven, pero ¿cómo conseguirlo?
Había
otro doctor, que luego alcanzaría la fama, especialista en experimentos genéticos,
de apellido Mengele, quien estaba iniciando una experimentación revolucionaría
sobre la capacidad de obtener réplicas exactas de seres vivos a través del
desdoblamiento de núcleos celulares, en fin, nunca he sido científico por lo
que tampoco entendí mucho de los pormenores, el caso es que fui designado para
formar parte de la experiencia.
Consistía
ésta en crearme una réplica, que llamaban clon,
y trasplantar a ésta, más bien a su cuerpo impoluto, mi cerebro y comprobar si
la capacidad neuronal de éste se mantenía o incrementaba, al ser alimentado por
un receptor nuevo, con unos órganos jóvenes y sanos. De ser así, y repitiendo
la operación una y otra vez, un cerebro en plenas condiciones podría llegar a
ser infinito. E infinitas podían mantenerse o incluso incrementarse en una
cadena evolutiva las capacidades de su führer,
que podría dirigir personalmente los mil años que vaticinaba para su Reich.
Yo
fui la primera fase de su experimento y como ella hubiera concluido, cuando
irrumpieron las tropas norteamericanas, de no haber sido recuperado para la
ciencia de los libertadores invasores, en uno de sus múltiples programas
secretos. Y mientras mi cerebro se mantenía igual de joven e impecable pasados
años, lustros, décadas…, mi capacidad de poder arrancar de él cada vez mayores
posibilidades, en una evolución exponencial, llegó hasta el punto de poder ya prescindir
del cuerpo, de ser sólo “idea” –en su sentido más puro: puro conocimiento– y,
como tal, tan sin límites que ya no precisé de nada ni de nadie. Su experimento
concluyó en el preciso momento en que yo decidí emprender mi experimento.
Ya
era idea: idea pura, absoluta, libre. Ya podía “crear”, sí, crear, el estar por
encima, más allá, de todo lo material me permitió no ya cambiar el mundo,
convertir el mundo en otro, sino crear mi propio mundo a medida.
Y para ese mundo escribo este
testimonio, esta “revelación”, para vosotros que me llamáis con un nombre que
nunca me ha gustado utilizar y que otros como yo se han empalagado en
reiterarlo, sí, ese nombre tan repetido a lo largo de la Historia, mejor dicho
de “las Historias”, esa palabra que ya estáis intuyendo: DIOS.
P.D. No lo he dicho, pero ahora creo que sí es oportuno el descubríroslo: antes de ser detenido era un implacable y voraz agente de bolsa en Frankfurt del Mein. Por eso, mi mundo, este mundo no podía ser concebido de forma distinta a cómo es.
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