CAMPO DE AMAPOLAS
Era su paisaje perfecto, donde corría de niño con su
hermana Berta, un campo de amapolas,
como una gran alfombra de pelo largo meciéndose dulcemente por las caricias del
viento. Un baño rojo de flores efímeras que le producía una acción sedante, de
calma y de placer.
Se sentó sobre la loma para visualizarlo desde aquella
distancia privilegiada. Allí era feliz, se olvidaba por unos días del ruido de
la ciudad, de las largas conferencias y de las llamadas de su ex mujer
demandándole que interfiriera sobre conductas de su hijo adolescente.
La casa era una masía de piedra de gruesas paredes,
suelos de madera y chimenea de leña, frente a la se sentaba en los duros
inviernos ante el crepitar del fuego.
La tarde iba añadiendo sus tonos violetas, coleteando ya
el final del día y Arturo seguía expectante de aquella armonía.
En el horizonte le pareció divisar una mancha oscura,
todavía lejana, apareciendo y desapareciendo intermitentemente. Pensó
que era un pájaro.
Pero la mancha fue acercándose y muy lentamente fue
tomando forma. No dejó de examinarla hasta comprobar que se movía y que cada
vez tomaba un perfil más definido.
Seguía atento sin perder detalle y cada vez tomaba más
conciencia de que podía tratarse de un objeto volante no identificado.
Arturo no creía en ovnis, ni en marcianos, pero aquel
objeto cada vez más cercano, era sorprendente. Cuando dejó de dar vueltas para
situarse sobre el campo de amapolas, pudo comprobar que su forma era
triangular, como una enorme ala delta de color negro brillante y con luces potentes en cada
vértice. De cada ángulo salieron unos trípodes que con suma precisión y a modo
de patas tomaron contacto con la tierra.
Aquello no podía estar pasando. Atónito y confuso, no hallaba la respuesta de
lo que estaba contemplando.
Echó de menos el teléfono del que había decidido
prescindir durante esos días, para poder grabar algo que difícilmente alguien
creería.
Unos minutos después unas compuertas cilíndricas salieron
de la base de la nave, a modo de ascensor, portando unos seres extrañísimos en
el interior.
Arturo decidió correr para la casa, ya que aquello que al
principio resultaba sorprendente, se había
convertido en aterrador.
Entró corriendo, dejando tras de sí las zapatillas y se
tiró al suelo para llegar a rastras hasta la ventana. Asomó los ojos por el
cristal y continuó estupefacto, acreditando que eran tres seres los que habían
salido de la nave.
Eran delgados y parecían muy altos, embutidos en una
especie de malla gris que les envolvía el cuerpo a excepción de la cabeza. No
tenían pelo, y sus ojos parecían enormes
gafas con forma ovalada. Tampoco llevaban zapatos, y en la espalda portaban una
especie de mochila cuadrada y de color oscuro, con botones de luz parpadeante.
Se diría que mantenían una conversación por el corrillo
que habían formado entre los tres.
La nave quieta, las espigas de trigo altivas, las flores silvestres desmayadas, cediendo al
paso del día, el cielo burbujeante de estrellas, todo en silencio, suspendido.
Arturo seguía acobardado tras los vidrios, pero dispuesto a no perderse lo que pudiese
suceder. Incapaz de moverse, pensó en llamar por teléfono y contarle a
alguien el sorprendente espectáculo que tenía lugar frente a la casa de sus
padres, en el campo de amapolas por donde correteaba de niño. Desestimó la idea,
al fin al cabo siempre había sido un bromista,
nadie lo iba a creer. Cómo explicar convincentemente aquello que estaba ocurriendo,
cuando ni él podía creerlo.
Siguió atento y pegado a la ventana, curioso y atónito
ante el prodigioso espectáculo.
Aquellos extraterrestres se cogieron de la mano,
acercaron sus cabezas el uno al otro, y del espacio que crearon entre sí, se
formó una bola luminosa.
Separaron sus cuerpos y esa pompa de luz se elevó,
tomando la dirección de la casa y dirigiéndose hasta ella, para después
penetrar por la pared, y filtrarse en el interior.
Arturo se escondió tras el sofá, por un momento creyó
estar dormido, sucumbiendo en un sueño fantástico, una recreación de alguna
película de ciencia ficción que hubiera quedado en su subconsciente.
Era demasiado ilusorio y artificioso para que fuese
cierto. Cerró los ojos durante unos minutos indeterminados y angustiado por lo
que pudiese suceder, dejó su suerte en manos del destino.
Cuando abrió los ojos, todo estaba en calma, no quedaba ni rastro de
la burbuja de luz y todo guardaba un perfecto orden. Se asomó por la ventana y
como por arte de magia, la nave y sus tripulantes habían desaparecido.
Estuvo varios días desorientado, prisionero en un estado
gaseoso difícil de calibrar.
Continuó con su vida normal, pero nunca se atrevió a
contar tamaña experiencia. Nadie podría creer lo que ocurrió aquella tarde de
primavera.
Habiendo pasado un año desde
el acontecimiento, Arturo reparó en el hecho que desde el avistamiento
fantástico no había vuelto a sentir aquellos fuertes dolores de cabeza, que le
ocasionaban tanto malestar y provocaban que tuviese que atiborrarse de
medicamentos.
Podría ser circunstancial y
no guardar ninguna relación, pero él se hizo la pregunta referida. ¿Sería posible que la nave en cuestión, junto
con los extraños hombres y la bola de luz, tuviera que ver con su buena
salud?...
Cinco años después, Arturo
seguía sin padecer ningún malestar ni dolencia, cada día se miraba al espejo y
comprobaba que ni un ápice de cansancio asomaba por su cara.
-¡Por ti no pasan los años!-. Le decían.
El paso del tiempo no hacía
mella en su salud, ni en su físico, parecía que hubiera pactado con el diablo.
Hasta su propio hijo le decía con determinación. – ¡Lo
tuyo no es muy normal, llegará un día en que serás más joven que yo! -.
Sus amigos y conocidos no
entendían cómo Arturo se mantenía en tan buena forma, sus familiares lo
asociaban a la genética.
-Acuérdate de tía Dorita, murió con cien años, y sin una arruga-. Le
había apuntado alguna vez su hermana. Y
seguían pasado los años.
Hubo quienes pensaron que
habría pasado por el quirófano, recurrido al lifting, o a ungüentos
procedentes de países exóticos.
De todo se habló, pero la
verdad era que Arturo llevaba más de veinte años sin un solo malestar y sin
tomarse una sola aspirina.
Ya pasaba de los sesenta pero
no aparentaba más de cuarenta, su hijo y él parecían amigos de la misma edad.
Él seguía visitando su casa
de las afueras y siempre que iba pensaba en la probabilidad de volver a revivir
aquella experiencia paranormal, pero ya no le daba ningún miedo, sabía que
aquellos marcianos, o lo que quiera que fuesen, no le iban a hacer ningún daño.
Permanecía horas sobre la
colina contemplando su paisaje, leyendo, o escribiendo. La calma de la naturaleza, esa sensación de
que las cosas quedaban pasmadas en el tiempo, la inexistencia de ruidos, de
tecnología, de mal humor y de cosas superficiales, lo sumían en la paz que necesitaba.
Sólo Lulú le hacía compañía,
una gata de angora gris que se sentaba en la mesa del ordenador y que parecía
disfrutar con la pulsación repetitiva del teclado. Allí se encontraba consigo mismo y conseguía
el equilibrio para volver nuevamente a enfrentarse a la civilización.
Uno de esos días, mientras divisaba
la puesta de sol, volvió a vislumbrar
aquella mancha lejana. Paulatinamente aquel
objeto fue tomando forma hasta comprobar que efectivamente era la misma nave de
hacía más veinte años. Arturo no se
inmutó, continuó en su cómoda silla. La nave aterrizó en el campo de amapolas,
como lo hizo tanto tiempo atrás. Sus tripulantes bajaron de igual forma y se
dirigieron hacia Arturo. Cuando llegaron
hasta él, éstos le pidieron que los acompañara y Arturo con la templanza de
hacer lo que le dictaba una voz interior, se dirigió hasta el ovni. Fue escoltado por los tres alienígenas, subió a la nave, y desapareció en el espacio.
Desde entonces no se volvió a
saber de él, nadie pudo entender jamás que había pasado. Hubo conjeturas de todas
clases, pero lo cierto es que Arturo fue abducido por seres de otro planeta,
para investigar a la raza humana.
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