Jamás, ni en sus peores pesadillas,
hubiera imaginado el grado de fanatismo y crueldad que podía llegar a alcanzar el ser
humano. Ella, que desde que tenía memoria había tenido alma de artista, y como poeta siempre le
había cantado al amor y gustaba de ensalzar la belleza y los más altos valores del género humano. No,
no podía dar crédito a lo que estaban viviendo en esos instantes. Desde que
aquellos fanáticos desalmados la aprehendieron, no sabía bien el tiempo que
había transcurrido; se sentía estar mecida por el constante y persistente
riesgo, como un muñeco desmadejado e inerme, y tenía la sensación continua de
tener en su boca un puñado de arena que hubiera de masticar sin parar y sin la
más remota posibilidad de deshacerse de él o de deglutirlo de forma alguna.
Aquella sensación tan desagradable y la vez rara ella la achacaba sin ningún
atisbo de duda a la persistente angustia
y desasosiego que se había instalado en ella desde que sus captores la
sacaran de su casa para arrastrarla hasta aquel lugar inmundo. Si Nadia hubiera
de definir aquella sensación, no le cabria duda de cómo habría de hacerlo: era
como si allí se mascase el peligro.
Tenía la desagradable impresión de que
el peligro era algo físico, tangible, que parecía culebrear a través de su
espina dorsal por entre la tela de aquella, para ella, absurda y anacrónica
especie de saya que le habían hecho vestir. La sensación era como si una
sabandija repugnante le subiera desde el coxis hasta el occipital en la misma
base de su cráneo, en un zigzagueo que parecía premeditado e inteligente. Como
si se comportara así exprofeso para
causarle un terror a la vez que soterrado, persistente y demoledor. Para
inocularle en sus carnes aquella angustia atroz y más que real que flotaba por
cada rincón de la estancia como niebla espesa y fantasmagórica. Cada detonación
seca; cada rasgar el aire de un acero; cada puerta cerrada con violencia u órdenes
vociferadas con premura; cada resonar de pasos en tropel a través de los angostos
corredores. Todo ello producía en ella una sensación de ansiedad e indefensión
tal que erizaba todos y cada uno de los vellos de su cuerpo.
Y a ella, Nadia Sayeed, artista
de las palabras, creadora de belleza con el lenguaje, cantadora del amor desde
que apenas hubo aprendido a hilvanar las palabras, se le hacía muy difícil
aceptar aquella situación a todas luces brutal e irracional. Una brutalidad que
en un principio supuso gratuita, pero que conforme se fueron sucediendo los
acontecimientos y entrando personajes en escena, concluyó, no sin razón, que
toda aquella escenificación tenía un fin muy bien planificado y definido. Tenía
como objetivo máximo conculcar en ella el miedo. Hacerla conscientes del
peligro que la circundaba. Allí estaba ella en aquel lugar donde vehementes
fanáticos intentaban matar sus palabras.
Cercenarlas para que no pudieran cumplir su objetivo último de gritar libertad.
Allí contempló horrorizada, en una
ocasión que pudo vislumbrar el exterior a través de la exigua rendija de una
enrejado pero a la vez maltrecho
ventanuco, al que pareció ser un buen hombre, indefenso y resignado, con el
desamparo dibujado en su rostro desvaído, siendo decapitado de un solo tajo de
irracional acero. Su cabeza rodó por el pavimento sucio de tierra reseca que no
tardó en beber su sangre con ansia y sed de tiempo. En ese instante, Nadia
comprendió que su libertad y la poesía que con tanto mimo desde siempre había
cultivado, incluso su vida, habrían de ocultarse en profundas cloacas de miedo
y de silencio. Porque el peligro estaba a la acechanza constante. En su febril
imaginación, a ella se le aparecía como
un nocivo magma que le rondara de continuo, enmudeciéndola y paralizándola, y
aquel efluvio parecía actuar como una entidad adiestrada para tal menester.
Nadia se retrotrajo en el tiempo y
a su mente vino el recuerdo de momentos felices de días sin más preocupación
que la de intentar ser feliz junto a los suyo. Días de preocupaciones
cotidianas y cuestiones triviales que
ahora le hacían sentirse ridícula por aquellas pretéritas y poco acuciantes
preocupaciones. Ahora lo que posiblemente estaba en juego era su propia vida, y
la ensoñación duró poco. El sentimiento de peligro continuaba ahí, corroyendo su ánimo como un gusano “barrenador”
perforaría la carne en la que fuera depositado en estado larvario para, así,
sin prisa pero sin pausa, poder desarrollarse,
destruir y a la vez alimentarse de la carne en la que fue depositado.
-¡Tengo miedo, mucho miedo! –confesó
Nadia aterrorizada a su compañera de cautiverio.
-¡De eso se trata, de someternos a
través del miedo! En un principio nos exponen a una situación de peligro real o
ficticio a través de la cual nos inoculan el miedo y a partir de ahí nos
convertimos en auténticos zombis. En fieles y leales servidores de nuestros
propios verdugos.
Nadia se quedo mirando expectante y un
tanto admirada a su compañera de
suplicio. No se había fijado en ella antes. Pensaba que la constate y
expeditiva sensación de peligro en la que la habían mantenido durante todo el tiempo que la
tenían retenida había atrofiado casi por completo todos sus sentidos.
-Tú no eres del país, eres extranjera,
¿verdad? –preguntó Nadia intentando fijarse mejor en ella pese a la lobreguez
de la estancia.
La otra la miró a su vez, pero nada
contestó.
-¡Dime algo, o me volveré loca! –pidió
Nadia en tono de suplica.
-¿Cómo te sientes? –le preguntó la compañera
de cautiverio. Hablaba en su propia lengua con un acento más que aceptable.
-¡Siento como si una mano gigantesca me
estuviera oprimiendo el estómago sin parar a la vez que me lo arañara con saña!
–contestó Nadia con franqueza.
Volvió
a mirar al rincón donde casi podía adivinar que se encontraba su extraña compañera,
porque apenas podía verla, solo llegaba a escuchar su respiración entrecortada
y, creía, podía adivinar su silueta recortada contra la exigua claridad que se
filtraba a través de alguna rendija errática. Pero al centrar su mirada con más
atención en el lugar donde le había parecido verla, comprobó, confusa y
estremecida, que allí no había nadie.
Aquel rincón estaba vacío.
Estaba sola en aquel cuchitril inmundo. Estaba
sola. Sola con su delirios, sola con sus miedos, sola con sus congojas… sola… Quizá, todo fuera producto de su imaginación
calenturienta y delirante. Estado al que la había llevado la percepción de
constante peligro y del miedo exacerbado nacido de este irracional contexto. Tenía que ser fuerte y
sobreponerse, ser capaz de soportar la constante zozobra por la que le hacían
pasar en todo momento para que esta no terminase por minar su razón y la
hiciera olvidar hasta su identidad real. Pero el ambiente de exacerbado peligro
persistía, y Nadia concluyó desalentada que la Nadia que saldría de allí, si es
que lo lograba algún día, nunca volvería a ser la misma Nadia que entró. Y se
sentía indignada a la vez que afligida. Enfurecida con la situación y a la vez
con ella misma, por no creerse capaz de vencer con la tenacidad de sus convicciones
la sinrazón ciega de aquellos fanáticos. No se sentía con fuerzas ni se creía
con el suficiente valor para hacer frente a aquel estado de cosas y, por ello,
se abandonó a su suerte.
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