Editado en Guadix, Granada
La Oruga Azul.

La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),
sábado, 30 de agosto de 2025
AHORATELEO, revista literaria. Número 13. agosto de 2025.
Editado en Guadix, Granada
Entrevista a Antonio Carbonell, autor de "Cien inexactos movimientos"
Háblanos un poco de ti.
Me llamo Antonio Carbonell, escribo y fotografío cada imagen que me lo pide al paso. Hallé en la escritura el asidero, una tabla de salvación a la que me aferré de joven. En mi caso, escribir dio sentido a tanto sinsentido colindante. Eran otros tiempos si, los jóvenes hoy no tienen ni idea de lo que fue andar respirando los aires fétidos de la dictadura y la manipulación del miedo gestionada codo con codo con la iglesia católica. La juventud, entonces, éramos nosotros y como brotes nuevos veníamos con todos los bríos. La diosa fortuna propició la muerte del dictador pocos años más tarde.
Tras un lapso de tiempo muy largo, apareció mi primer libro ya cumplidos los cincuenta, gracias al Instituto de Estudios Almerienses, en 2013. “Y tensó el arco”. Al año siguiente, junto a mi compañero entonces, Pepe Criado, la editorial Arma poética, Sevilla, 2914 publicó “Eros en el espejo” poemario homo erótico escrito por ambos. En 2016, la editorial Letra Impar acogió “Que todo parezca”. En 2019, Dauro publicó “Y además…”. Hace un par de meses en Entorno Gráfico ha aparecido “Cien inexactos movimientos”. Igualmente he publicado relatos y poemas en diferentes medios nacionales y latinoamericanos. Colaboré entre 2015 y 2018 en la editorial de Pepe Criado Letra Impar, hermoso proyecto en el que aparecieron casi treinta títulos en varias colecciones, poesía, narrativa, oralidad, ensayo… Fue su sueño acariciado por él durante años y para mi un privilegio acompañarle en esos menesteres y en los últimos años de su vida.
¿Qué podemos encontrar entre las páginas de Cien inexactos movimientos?
Entre sus páginas se acomoda un latido dentro del tiempo, un cristal engañoso de transparencias que solidifica con lentitud lo que se retiene y se interpreta del mundo y sus cuestiones, cuanto nos atrevemos a ser afuera de ciertos límites, la coherencia y el compromiso solidario, el arte solo se debe al libre albedrío. No puede ser de otra manera: creo que la honestidad es imprescindible en cualquier atrevimiento artístico y que se debe compartir esa belleza que mancha cuando nos elige.
La poesía también es exigente con sus lectores, no siempre se desviste en la primera cita, a veces uno debe abandonarse como en un mar, ser uno en la marejada, sincronizar con su ritmo. Pero, sin duda, es tarea del autor acercar sus poemas a la claridad que sostiene todo lo sencillo.
Encuentro en este poemario cierta depuración en las maneras. También quiero agradecer el magnánimo prólogo de la poeta Marina Tapia, sus bellas palabras para con mis versos.
¿En qué ingrediente reside la fuerza de este libro?
Quizá sea su labor de desescombro. La sanación que suele provocar verse en el reflejo de las palabras reunidas sobre el papel…
el libro contiene los impactos, los asombros, el descrédito que intuyo y descifro en los argumentos cotidiano. Atreverse es un riesgo imprescindible cuando quieres tantear la plasticidad de la diferencia.
Su ingrediente principal es una constante búsqueda interior, la curiosidad por los otros y el extrarradio de la costumbre.
¿Cómo describirías tu trayectoria de escritor desde la primera publicación hasta esta última?
Bueno, desde mis primeros intentos con la escritura, hasta la vuelta a la misma creo que muy mayor, y con la certeza de que es ella quien nos elige, mi trayectoria fue y es desigual, poco lineal y menos previsible en cuanto a constancia y entrega. Cuando la escritura me reclama, tejerla es como una artesanía, labor que consume tiempo invertido glotonamente, devorándose con discreción a si mismo, como también le ocurre a quien busca oro.
La constante en mis escritos no es nada original, ¿sobre qué se escribe si no de las aristas e intersticios del vivir y los acontecimientos cotidianos? Me interesa sobre todo buscar y desplazar la apariencia de las cosas, experimentar otros ángulos, ritmos y cadencias. Aunque todo esté escrito, lo interesante se sitúa tras el intento, atreverse a imaginar desde lo igual la diferencia.
¿Cuál fue el último libro que leíste? ¿Por qué lo elegiste?
Pues acabo de leer un bellísimo poemario, “La veladora” de Gerardo Venteo, libro que recomiendo a los degustadores de la buena poesía. Con exquisita sensibilidad y precisión de orfebre, con una pulcritud poco habitual el poeta nos acompaña desde el recibidor de la casa materna para homenajear en su figura a todas las madres.
Entrevista a Torcuato Romero López, autor de "El tablero de ajedrez".
Háblanos un poco de ti.
Me llamo Torcuato y nací en Guadix, junto a la catedral. Mi colegio fue la Escolanía y tuve la suerte de formar parte de los Niños Cantores de la Catedral de Guadix. También fue una suerte comenzar el BUP en el instituto Pedro Antonio de Alarcón y hacer amigos que todavía me acompañan.
Me fui a Granada para estudiar y, en realidad, ya no volví sino que me fui enredando en asuntos que al final han configurado mi vida. Aunque, sigo sintiéndome tan accitano como cuando era niño y cada día jugaba al futbol en la calle de la Concepción hasta que oía la voz de mi madre que se asomaba a la ventana para llamarme.
Soy médico de familia, máster en Economía de la Salud y experto universitario en Bioética y en Gestión Sanitaria. He sido durante muchos años gerente de varios centros sanitarios públicos como el Hospital Costa del Sol de Marbella con el que obtuve el Premio Best in Class al Mejor Hospital de España en 2017 convocado por la revista Gaceta Médica y por la Universidad Juan Carlos I de Madrid.
En la actualidad he vuelto a mi plaza de médico en el centro de salud de Torre del Mar. De alguna manera, he podido compaginar mi profesión con la pasión por la literatura.
¿Qué podemos encontrar entre las páginas de El tablero de ajedrez?
La novela gira en torno a las historias de los pacientes que acuden a la consulta del doctor Casado para contarle sus enfermedades, pero también sus miedos y sus secretos. Uno de estos pacientes acude por un motivo en apariencia simple, pero que será el inicio de una trama que hará que el planteamiento vital del médico esté a punto de desmoronarse. Pero la novela sobrepasa los límites de la salud y la enfermedad, ya que de lo que trata en realidad es de la vida, de su fragilidad y de su belleza.
¿En qué ingrediente reside la fuerza de este libro?
Creo que la novela mezcla varios elementos que le dan fuerza, como la trama que te atrapa desde el primer capítulo, las historias de los pacientes que pasan por la consulta, el transcurrir diario de un centro de salud donde confluyen muchas personas, las múltiples aristas de un sistema sanitario siempre en crisis o los aspectos más personales del protagonista como la relación con su mujer, con sus hijos o con sus compañeros, que en realidad son aspectos que sirven para retratar a distintas generaciones y que ayudan a construir el personaje.
¿Cómo describirías tu trayectoria de escritor desde la primera publicación hasta esta última?
Comencé a escribir una serie de relatos que se publicaron en la revista Campus de la Universidad de Granada, donde además de medicina, cursé varias asignaturas de Filología Hispánica. Obtuve el primer Premio de Relatos de la Asociación Cultural Julio Cortázar de Madrid con El corazón de una máquina tragaperras. El jurado contaba entre sus miembros con Elvira Lindo. También he publicado artículos de opinión en revistas como Redacción Médica o en periódicos como Diario Sur. En 2017, recibí con ¿Por qué lloramos los médicos? el accésit al mejor artículo de opinión sanitaria a nivel nacional según Redacción Médica.
En 2021 ve la luz El campo de alfalfa, mi primera novela y acabo de publicar El tablero de ajedrez, mi segunda novela.
La mayoría de mis publicaciones están en el blog https://asperoscaminos.blogspot.com
¿Cuál fue el último libro que leíste? ¿Por qué lo elegiste?
La opositora de Sara Mesa. Lo elegí un poco al azar, me gusta entrar en las librerías y comprar libros sin tener demasiadas referencias, como si fuera una aventura.
Y ahora qué, ¿algún nuevo proyecto?
Escribir una novela es una tarea ardua que necesita tiempo y que te absorbe por completo. Es necesario olvidarla de alguna manera para volver a escribir. En eso estoy.
Entrevista a Carmen Hernández Montalbán, autora de "Ondas en el estanque"
Háblanos un poco de ti.
Llegué a la escritura con sólo diez u once años. Sentía fascinación por los textos de los libros escolares de lectura, por entonces los únicos a los que tenía acceso. Aprendía los poemas clásicos de memoria y a veces los recitaba en clase. Por entonces, no alcanzaba a entender el sentido de algunos versos, pero su musicalidad, el misterio del lenguaje poético, me maravillaban. Intuía que con la poesía se podían expresar emociones difíciles de manifestar de otro modo. Publiqué mis primeros poemas en una revista comarcal y verlos impresos fue para mí muy emocionante.
He publicado cuatro poemarios, dos novelas y tres libros de relatos. Aprendí en el camino que escribir es un trabajo arduo y constante pero eso no le quita emoción, cada escrito es una aventura.
¿Qué podemos encontrar
entre las páginas de Ondas en el estanque?
Ondas en el estanque es un libro en el que dialogan dos disciplinas artísticas: el aforismo y el collage digital. Es una obra para la reflexión, por lo que su brevedad sólo es aparente. Cada frase lleva una enseñanza sumergida fruto de la meditación. Las imágenes son sugerentes con la idea que se quiere expresar. Tiene, además, un precioso prólogo del escritor José Luis Morente.
¿En qué ingrediente
reside la fuerza de este libro?
Reside en su esencia. Es un libro para volver a él por su propia naturaleza. Como objeto, es atractivo, sus ilustraciones son originales y cargadas de simbolismo. Los aforismos a veces son más filosóficos, otras más poéticos pero siempre invitan a pensar.
¿Cómo describirías tu
trayectoria de escritor desde la primera publicación hasta esta última?
Como ya he explicado anteriormente, mi contacto con la escritura
fue temprana, apenas una niña, aunque ha sido ya en la madurez cuando he sido
consciente del ejercicio literario. En 2010 salió publicado un libro muy
singular que me dio muchas alegrías a nivel personal, Pictorias para leer con lupa: microrrelatos míos y pinturas del
pintor francés Paul Rey que sirvió como excusa para visitar el país vecino y
presentarlo en el Instituto Cervantes de Toulouse. También fue objeto de
estudio en un seminario sobre relato y arte visual en la universidad de la
misma ciudad francesa. Mi primer
poemario, La luz del fin de la tierra
(2015), se publicó hace diez años, aunque ya habían salido algunas antologías
con poemas y relatos míos. Este primer poemario está integrado por poemas de
diferentes etapas vitales que yo estructuré para darle cierta unidad. Dos años
después se publicó mi segundo poemario, Los
anillos de Saturno (2017). Los poemas son críticos en su mayoría, fruto de
la perplejidad ante una sociedad deshumanizada, corrompida, sometida por el consumo
y el capitalismo desaforado. En
2019 salió a la luz mi primera novela, Memorias
de la cautiva de carácter histórico que fue galardonada por el IV Premio
Alféizar, convocado por la editorial. En 2020 se publica mi libro de relatos
Variaciones Quijotescas: de relatos inspirados en la obra cervantina. En 2021
se publica mi tercer poemario, Verso
sobre lienzo, con poemas inspirados en pinturas universales de todos los
tiempos, finalista en el I Premio Pedro Lastra de poesía, convocado por la Universidad
Stony Brook de
Nueva York. Ese mismo año saldrá otro libro de relatos titulado Sucedió mañana: un conjunto de relatos
que tienen a la historia y el tiempo como elementos de unidad. Al año
siguiente, 2022, se publica mi segunda novela Los cantos rodados basada en un hecho real ambientado durante la
Guerra de la Independencia Española. Finalmente en 2023 sale mi cuarto poemario, Cosmogonía del Caos, una reflexión sobre
la génesis de la creación y la destrucción de la naturaleza por la mano del
hombre, finalista del XVIII Premio Águila de Poesía.
¿Cuál fue el último
libro que leíste? ¿Por qué lo elegiste?
Estoy enfrascada en la lectura de la novela La península de las casas vacías de David Uclés, una obra singular y magistralmente escrita.
Y ahora qué, ¿algún
nuevo proyecto?
Sí, varios y muy ilusionantes: una nueva novela, un libro de relatos y un libro de fotografía y poesía. En eso y en otros proyectos no literarios estoy.
Entrevista a Eloy Cubillo, autor de "Una suela sin zapato"
Háblanos un poco de ti como escritor.
Mi andadura como escritor es bastante corta, y de aparición tardía. Mi deseo de escribir siempre había estado latente, pues mi formación en el mundo de las letras me despertó la curiosidad sobre el proceso de creación de las historias, y de cómo usar el lenguaje acertado para ello,
Sin embargo, no fue hasta el año 2022, con 52 años, cuando decidí sentarme a crear mis propias historias, impulsado por una situación personal bastante frágil y delicada, que hizo que me lanzara al vacío para plasmar mis sentimientos en un papel, convirtiéndose ese atrevimiento, a modo de catarsis, en una vía de liberación, y dando como fruto mi primera novela en el año 2024: La segunda verdad, un escrito autobiográfico con en el que intenté enfrentarme a mí mismo.
Desde ese momento, escribir se ha convertido en algo integrado en mi vida, provocando una evolución sustancial en mi propia persona y cambiando radicalmente el punto de vista ante las cosas.
¿Qué podemos encontrar en el libro “Una suela sin zapato”?
En la trilogía de Una suela sin zapato, podemos encontrar la historia de una saga familiar femenina cuyas vidas se hayan entrelazadas con las de otros personajes, teniendo como marco común la propia historia de Jaén - desde la Guerra civil y Posguerra, hasta nuestros días -, sus costumbres, su fisonomía como ciudad, y la idiosincrasia de sus gentes. Las vidas de Sofía, Beatriz y María (abuela, madre e hija, que integran dicha saga), se verán marcadas por secretos familiares y por una terrible maldición que se convertirán en unos accesorios más en una vida bastante complicada.
En esta primera parte, la protagonista, Sofía, junto con su marido, vivirán un exilio forzado, conocerán la degradación humana en una sociedad hipócrita, sentirán la represión política, vivirán la lucha por la libertad (en el más amplio sentido de la palabra), y sufrirán la enfermedad mental, elementos con los que contarán para marcar el devenir de su camino.
Por el contrario, el sentido de la humanidad, de la generosidad, del esfuerzo por mantener la ilusión en situaciones límite, y el deseo continuo de superación, intentarán dar luz a todas las vidas de los que los acompañarán en la aventura.
¿Por qué elegiste ese título?
Porque, según mi punto de vista, la vida es como un zapato, en el que, para que puedas andar seguro con él, la suela deberá ir bien cosida y amarrada al empeine. Si en tu vida no tienes asegurado lo fundamental para poder vivirla dignamente - o sea, una suela bien amarrada -, no podrás llevarla acabo en toda su plenitud. Y cada uno de lo personajes intentará mantenerla bien sujeta según la vida le vaya permitiendo.
Vida.
¿Si tuvieras que elegir un título para este fragmento, cómo lo llamarías?
"Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón del colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel."
OSCURIDAD INQUIETA
miércoles, 13 de agosto de 2025
Entrevista a José Vicente Pascual, autor de "Eva de Ur"
Háblanos un poco de ti como poeta
Como poeta poco puedo decir porque nunca he cultivado ese género literario. Soy novelista, escritor, articulista, a veces ensayista. Pero poeta, no. Cuando era jovencísimo y por tanto medio ciego sí es verdad que hice mis pinitos. Escribía unos versos espantosos, unos ripios lamentables sobre asuntos de una petulancia extrema. Pero se me pasó pronto, gracias a Dios. Lo que no se me pasó ni se me ha pasado todavía es la vocación por la ficción y la narrativa, el gran arte de la novela; desde mi punto de vista, la novela es la manera más eficiente y precisa de representar el mundo e interpretarlo bajo la condición moral de cada cual. Ha sido mi dedicación desde que alcancé mi primer premio literario (novela), hace casi cuarenta años. Y ahí sigo. Como la sociedad se transforma y el mundo cambia y las visiones del mundo se van sucediendo, nunca falta materia para interponer la mirada del narrador y contar más o menos lo que ve.
¿Qué podemos encontrar en el libro “Eva de Ur”?
Aparte de muchas letras, la historia de una mujer en el albor de la civilización, en la primera sociedad estamentada y organizada conforme a principios jurídicos que conocemos (ya se sabe: la historia empieza en Súmer). El vínculo de las narraciones mitológicas de los sumerios con el relato bíblico, sobre todo en lo que concierne al mito de Adán y Eva, el paraíso perdido y el diluvio universal, me pareció muy sugerente para tramar una novela sobre la voz arcaica, casi original, de una Eva que es a la vez agente activo en el desarrollo civilizacional y legataria de la tradición que hunde sus raíces en el fondo confuso y apasionante de la humanidad primitiva/originaria. Disfruté mucho escribiendo esa novela.
¿Por qué elegiste ese título?
Porque la protagonista se llama Eva y vive en la ciudad Sumeria de Ur.
¿Qué aporta la literatura al mundo?
Desde una perspectiva histórica, lo ha aportado todo. La humanidad se hizo sedentaria, empezó a cultivar la tierra, pastorear ganado, construir sus hogares estables y, en suma, crecer y avanzar, a partir de la unión de voluntades posibilitada por relatos compartidos sobre una identidad colectiva. La ficción es el primer motor en el progreso de la humanidad. Sin relatos mitológico/religiosos, sin mitos comunes a los pueblos, sin creencias en la transcendencia del individuo y la sublimación del YO en el NOSOTROS, seguiríamos encendiendo el fuego haciendo chispas con dos piedras. Si hablamos de la actualidad, la literatura aporta lo que siempre ha hecho y ha sido: la expresión dimensiva del trazado moral de una época; eso en términos sociológicos. En términos puramente artísticos, la literatura es uno de los caminos del ser humano sensible hacia la belleza, es decir: hacia el espíritu.
¿Si tuvieras que elegir un título para este fragmento, cómo lo
llamarías?
"Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón del colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel."
No podría evitar titularlo La Ciudad y los Perros, más que nada por no enmendar la plana a Vargas Llosa.
La tierra que canta en los surcos, por José Carlos Vara Mata.
Dicen que la tierra tiene memoria, que guarda en su piel de
terrones los pasos de quienes la amaron. En el altiplano del sudeste español,
donde el viento silba entre los almendros como un anciano que recuerda, vivía Carmen,
una mujer de manos duras y voz de brisa. Era hija de pastores y nieta de
labradores; su sangre olía a hinojo, a tomillo seco y a tierra mojada.
Cada mañana, al clarear el cielo, bajaba al bancal con su azada al
hombro. No usaba reloj: medía el tiempo por el canto de las perdices y la
inclinación de las sombras. El mundo comenzaba para ella en la acequia vieja y
terminaba en la era, donde trillaba el trigo con los ojos cerrados, como si
danzara con los fantasmas de sus muertos.
El campo era su casa, su oficio, su credo. En sus surcos no solo
nacían lechugas y habas, sino también recuerdos. Carmen hablaba con las plantas
como quien conversa con un hijo. Les pedía perdón al arrancarlas. Les agradecía
por brotar. Les cantaba coplas que su abuela aprendió de otra abuela, cuando
los burros tiraban de las norias y las manos eran más fuertes que las máquinas.
—Tierra buena, si te cuidan, das vida. Si te hieren, das silencio.
Eso le decía al niño que cada sábado bajaba del pueblo para
ayudarla: Miguel, un chiquillo de ciudad que vino a vivir con su madre tras el
divorcio. Tenía diez años y ojos inquietos. Al principio, se aburría. No
entendía el sentido de regar a mano, de quitar las piedras una a una, de mirar
si había hormigas rojas en los albaricoques.
—¿Por qué no usas cosas modernas, Carmen? —le preguntó una vez.
Ella no contestó. Lo llevó al pie de la loma, donde las chumberas
marcaban la frontera entre el campo viejo y los invernaderos del otro valle.
Desde allí se veían los plásticos extendidos como una herida blanca. Un mar sin
olor, sin canto, sin tierra.
—Porque no quiero que mis nietos coman silencio.
Miguel no entendió. Pero algo se le quedó prendido en el pecho.
Como el aroma del azafrán cuando se muele. Como la voz de su padre, que aún le
llegaba a veces en sueños.
Esa primavera, llovió poco. El cielo parecía haberse olvidado de
la comarca, como un dios viejo que no reconoce sus templos. Las fuentes
menguaban y la acequia llevaba apenas un hilo de agua. Carmen se levantaba aún
más temprano, caminaba hasta la rambla seca y escarbaba en busca de humedad.
—¿Para qué lo haces si no crece nada? —dijo Miguel.
—Para que la tierra no se sienta sola.
Fue ese día cuando él la vio llorar. No era un llanto sonoro. Era
un manar lento, como la resina que sangra del pino cuando lo hiere el sol.
Carmen lloraba por la tierra, por los álamos que ya no daban sombra, por el
aire que olía a polvo y no a pan. Lloraba por el futuro que no llegaba.
—Todo está cambiando, Miguel. Pero el corazón de la tierra late
todavía. Si aprendemos a escucharlo, nos salva.
Pasaron los meses. El niño ya no preguntaba tanto. Empezó a
sembrar en silencio, a recoger la hierba para el compost, a anotar en un
cuaderno los días en que florecía cada planta. A veces, Carmen le enseñaba a
distinguir las huellas: la de la gineta, la del zorro, la de la liebre. Cada
uno dejaba su firma en la madrugada.
En julio, cuando la sequía era un cuchillo, llegó la tormenta.
Vino como un rugido, como si el cielo se abriera en furia. Granizó con saña. El
huerto de Carmen quedó arrasado. Las tomateras, quebradas. Las almendras,
verdes aún, machacadas en el suelo.
Los vecinos bajaron al día siguiente. Ofrecieron ayuda, consuelo,
gestos. Carmen los agradeció, pero no dijo palabra. Se sentó en la tierra y
recogió, uno a uno, los restos del daño. Miguel también bajó, con la mochila al
hombro.
—¿Y ahora? —preguntó con la voz hecha grieta.
Carmen lo miró. Sonrió por primera vez en semanas.
—Ahora sembramos otra vez. Siempre se vuelve a sembrar.
Y así lo hicieron. Con la paciencia de los que creen. Con la
esperanza de los que saben que la tierra no traiciona, solo espera. Plantaron
calabazas, cebollas moradas, un nogal. Dejaron un rincón para las flores
silvestres. Otro para las abejas. El bancal, poco a poco, volvió a cantar.
Cuando llegó septiembre, Carmen ya no podía con la azada. La edad,
el calor, las noches en vela. Pero seguía yendo al campo, sentada en su silla
de esparto. Miguel lo hacía todo. Lo hacía como ella le enseñó: sin prisa, sin
ruido, con respeto.
Un día, le mostró el cuaderno: había escrito un cuento. Un relato
sobre una mujer que cuidaba la tierra como a una hija. Lo presentó a un
certamen de la escuela. Ganó. El premio era un árbol: un olivo centenario, que
Miguel plantó junto al pozo.
—Este árbol vivirá más que nosotros. Pero sabrá que lo quisimos.
Carmen murió en otoño, cuando las hojas del almendro caían como
cartas de despedida. Miguel la enterró en el cementerio pequeño, junto al
camino. Puso una lápida sencilla: Aquí reposa la que hablaba con la
tierra.
Hoy, años después, Miguel sigue cuidando ese bancal. Lo ha
convertido en un jardín comestible, en un refugio para pájaros, en una escuela
donde los niños aprenden lo que no enseñan los libros. A veces, en las tardes
de viento, jura escuchar la voz de Carmen en los surcos. Dice que la tierra
canta. Que aún late.
Y que, si se le habla con ternura, responde.
martes, 12 de agosto de 2025
Raices de paja, por Jacobo Vieites Sánchez
Siempre he estado aquí. En este rincón
de tierra entre almendros y olivos, con la sierra de Baza al fondo y Guadix no
muy lejos, recortada en el horizonte. He visto más amaneceres, más lunas llenas
y más tormentas de lo que puedo recordar. Y aunque el cuerpo se me dobla y
cruje con los años y el sol me agrieta la piel, sigo en pie, mirando la tierra
como quien contempla algo sagrado.
Aquí aprendí que el campo posee su
propio ritmo, que cada estación tiene su voz y su pausa. El invierno es de silencio
y espera; la primavera, de brotes nuevos y esperanza; el verano, de fuego y
siega; el otoño, de recogida y despedidas. No hace falta hablar mucho cuando
uno vive en mitad de la belleza del campo: a veces basta con observar. Yo
observo. Siempre lo he hecho. Como si no fuese capaz de hacer otra cosa.
Conozco cada curva del horizonte, cada
raíz que asoma entre la tierra, cada pájaro que se atreve a probar el fruto aún
verde. También conozco a los hombres y mujeres que han pasado por este lugar.
Antes eran más. Se escuchaban risas infantiles, se oía el incesante traqueteo
de los remolques, las canciones de las abuelas mientras se ponía el sol. Pero
ahora somos menos. El pueblo mengua. Y los que quedamos ya no somos tan
jóvenes.
El que fue mi compañero toda la vida
ya no tiene la fuerza de antes. Lo noto en su espalda curvada, en el modo en
que se arrodilla para arrancar las malas hierbas y en sus sonidos al
levantarse. A veces se sienta a mi lado, como si fuéramos iguales, y habla
conmigo como si yo también envejeciera.
—Nos quedamos solos, viejo —me dijo un
día, mirando al cielo azul.
Y yo lo miré, como siempre. En
silencio. Sin moverme.
Cuando me creó, ni él ni yo
imaginábamos que yo duraría tanto. Me vistió con una camisa de cuadros que fue
suya, un sombrero de paja y unos pantalones repletos de remiendos. Me colocó
entre los surcos de la finca como quien clava una bandera. Me solía llamar
“compañero”, aunque nunca tuve nombre real. Pero sí tuve compañía. Su compañía.
He visto a su mujer traerle la comida
en las infinitas jornadas de trabajo, a sus hijos correr entre los almendros.
He visto crecer a esos niños y he visto cómo se marchaban a buscar vida en otra
parte. Y mientras nosotros dos unidos a este campo, como si con el tiempo
hubiéramos echado raíces en él.
Hasta que un día lo vi venir
acompañado. A pesar de los años, reconocí la cara a su lado, al fin y al cabo
lo había visto crecer frente a mí. Su hijo Juan era ya todo un hombre, había
vuelto a casa, a continuar la tradición de su familia. No sabía si él se
acordaba de mí, pero me hizo ilusión verlo de vuelta en su hogar. Tras ellos un
niño, pequeño, rubio, de ojos brillantes corría de un lado para otro sin parar.
Parecía querer descubrir cada rincón de un mundo que le parecía nuevo. Mi
anciano compañero sonreía, contestando a cada una de las preguntas del
muchacho, explicándole los secretos de cada árbol y cada fruto. El niño reía,
tocaba la tierra con las manos, perseguía las mariposas. De repente, el sol
parecía brillar más.
Y entonces, un par de días después,
ocurrió.
—Abuelo, quiero hacer uno como ese
—dijo señalándome con el dedo—. Un espantapájaros niño.
No supe si sonreír. No tengo boca.
Pero mi pecho latió como si de repente tuviera un corazón en él.
Y así lo hicieron. Con una camiseta a
rayas que le quedaba pequeña y una visera roja. Lo pusieron a mi lado, algo
torcido, como si el viento lo hubiese empujado. Tenía los brazos extendidos, y
dos botones amarillos por ojos que reflejaban el brillo del atardecer.
Desde ese día ya nunca estuve solo.
Ahora, cuando amanece, siento que algo
nuevo ha florecido. El viejo me mira distinto, con otra luz en los ojos. A
veces me sigue hablando y me pregunta qué tal con mi “nieto”, como si los
espantapájaros también tuviéramos alma. El niño corre entre los dos, nos cambia
los sombreros, nos decora con flores y nos pone nombres nuevos cada semana.
He aprendido que la vida es como
sembrar: a veces las semillas brotan donde menos lo esperas.
Quizá aún haya tiempo para que vuelva
la risa a los campos. Para que alguien, dentro de muchos años, con su hijo de
la mano, mire a este pequeño espantapájaros y diga: “Aquí empezó todo de
nuevo”.
Mientras, yo seguiré en mi sitio. Viendo pasar las estaciones. Mirando el campo. Y cuando el viento sople fuerte desde la sierra, me aseguraré de que la visera del pequeño no salga volando. Porque eso es lo que hacemos los abuelos: cuidar, enseñar y al igual que el campo… resistir.
El viaje del héroe rural, por Francisca Pérez Ramírez.
Ha llegado el momento. Una mañana,
mientras el rocío aún se aferra a la hierba y el sol apenas asoma por las
cumbres, sientes la llamada. No es un sonido, sino una inquietud que te roe por
dentro, una necesidad imperiosa de contar una historia. El olor a tierra
mojada, el canto de los pájaros que te despierta cada amanecer, el murmullo del
arroyo que serpentea entre los olivos… Todo te empuja hacia ella. Sabes que tu
vida en el mundo rural, tu conexión íntima con la naturaleza que te rodea,
tiene un relato esperando ser desenterrado.
Esta es la llamada a la aventura: el V
Certamen de Relato Corto "El Sombrero de Tres Picos" te espera, y
sabes, en lo más hondo de tu ser, que debes responder.
La primera reacción es, quizás, la duda. ¿Yo?
¿Escribir? Puede que pienses que tus manos están más habituadas a la azada que
a la pluma, que tus historias son para el calor de la lumbre y no para el papel
impreso. Esta es la negativa a la llamada, el miedo a lo desconocido, a salir
de tu zona de confort. Pero la semilla ya está plantada. La visión de un relato
que entrelace la fuerza de la tierra con la magia de las palabras es demasiado
poderosa para ignorarla.
Entonces, un día, mientras trabajas
plácidamente la tierra, aparece tu mentor. Quizás sea la abuela sabia, que
siempre te ha contado cuentos junto a la chimenea, o el viejo pastor que conoce
cada secreto de la sierra y te ha enseñado a leer las nubes. Puede que sea un
libro olvidado en un rincón de la casa, una colección de relatos de tu propia
tierra que te inspira y te muestra el camino. Este mentor no te da las
respuestas, pero te proporciona la ayuda sobrenatural: te anima, te convence de
que la historia que llevas dentro merece ser contada. Te recuerda la riqueza de
los productos de nuestra tierra, no solo como alimento, sino como inspiración:
el dulzor de la miel que te conecta con el trabajo incansable de las abejas, el
aroma del aceite de oliva virgen que evoca siglos de tradición, la solidez del
pan de pueblo que habla de manos sabias y paciencia.
Tomas la decisión. Recoges tus herramientas de
labranza y, por un momento, las cambias por una libreta y un bolígrafo. El
umbral se presenta ante ti: un folio en blanco, una pantalla en blanco. Este es
el cruce del primer umbral, el momento en que te comprometes con la aventura.
No hay vuelta atrás. Las palabras empiezan a fluir, torpes al principio, pero
cada vez con más ritmo. Empiezas a observar tu entorno con ojos nuevos, con la
mirada del escritor: el matiz del verde de los campos tras la lluvia, la
textura rugosa de la corteza de un viejo algarrobo, el eco de las campanas de
la iglesia en el valle. Cada detalle se convierte en un posible hilo para tu
relato.
Una vez que cruzas el umbral, el mundo se abre
de par en par, y con él, las pruebas y los aliados. Te enfrentarás a la página
en blanco que parece reírse de ti, a la frase que no encaja, a la duda de si lo
que escribes tiene sentido. Estas son tus pruebas, aliados y enemigos. Pero,
también conocerás a otros que comparten tu pasión, quizás en un taller de
escritura local o a través de foros en línea. Descubrirás la camaradería de
quienes, como tú, se atreven a crear. Tus propios recuerdos, tus vivencias en
el campo, los personajes que has conocido a lo largo de tu vida —el curtido
agricultor, la anciana que hila historias con cada puntada, el niño que
persigue mariposas en los campos de amapolas— se convierten en tus aliados,
fuentes inagotables de inspiración. La esencia de los productos de nuestra
tierra se integra en tu narrativa: el vino que se bebe en las fiestas
populares, el queso que se cura en la frescura de la cueva, la almendra tostada
que cruje bajo los dientes. Cada uno de ellos teje una capa más profunda en tu
historia.
Llega un momento de crisis, de enfrentamiento
directo con el miedo más grande: el de no ser capaz. Este es el acercamiento a
la caverna más profunda, la hora más oscura antes del amanecer. Dudarás de ti,
de tu talento, de la pertinencia de tu relato. Es en este punto cuando la
conexión con la tierra se vuelve más fuerte. Sal al campo, siente la brisa en
tu rostro, escucha el silencio roto solo por los sonidos de la vida salvaje.
Permítete respirar y conectar con la fuente original de tu inspiración. Recuerda
por qué empezaste: por la belleza de tu tierra, por la autenticidad de sus
gentes, por el sabor inconfundible de sus productos.
De esa conexión renace la fuerza. Las palabras
vuelven a brotar, con más fuerza, con más verdad. Has superado el bloqueo, la autocensura.
Tu relato adquiere una forma definitiva, pulida, viva. Has transformado la
esencia de tu experiencia rural en una obra de arte. La sabiduría de tus
mayores, el ciclo de las estaciones, la dureza y la recompensa del trabajo en
el campo, todo se fusiona en un relato vibrante que honra tus raíces.
Emerges
transformado. La historia está completa. Has dado forma a lo inefable, has
plasmado en palabras la riqueza de tu entorno. Esta es la recompensa: tu relato
terminado, el manuscrito que sostiene en tus manos, la satisfacción de haber
creado algo desde lo más profundo de tu ser. No es solo un texto; es un pedazo
de ti, de tu tierra, de tu gente. Es el testimonio de la belleza de lo rural,
de la autenticidad de sus tradiciones, del sabor genuino de sus productos.
La vuelta con el elixir implica enviar tu
relato al V Certamen de Relato Corto "El Sombrero de Tres Picos". Has
logrado transformar tu experiencia personal en inspiración para otros.
Fanega de trigo, por José Cobo de la Cruz
Por lo que oí y mi larga experiencia sé que la trilla
es la faena suprema de la cosecha. Es el arte de separar el grano de la paja.
Hoy cumplí mi destino en esta labor ancestral. Lo hice bien. Estoy contento,
aunque el cansancio y el dolor me acompañen. Soy duro, pero vulnerable. Las
callosidades talladas por el empedrado me protegen como si fueran una
coraza.
El tío
Frasco, mi amo, sonríe complacido al contemplar las espigas y los tallos de
trigo candeal deshechos con precisión: el grano liberado de su cárcel dorada
por un lado; la paja menuda, por el otro. Dejé en su punto la parva para aventar y concluir con el cribado.
Soy un
trillo. Me llaman « El Abuelo», porque fue él quien me dio la vida, quien me
forjó con maña y sabiduría. Soy un tesoro, una reliquia que guarda la historia
de la saga familiar.
Estoy
envejecido. Pertenezco a una especie única de pino silvestre, el más duro de la
sierra. El abuelo me compró tras la saca para la faja del cortafuegos de una
umbría de las estribaciones del Picón de Jerez. Sin embargo, a pesar de mis
grietas y astillados, soy todavía una herramienta imprescindible.
Al final de
la trilla, mi amo Frasquito —así lo llama su mujer María la “Cuetera”; su padre
era pirotécnico —me cuida con delicadeza. Pule mis desgarros, lima los desgastes
de los roces que la era empedrada imprime en mi cuerpo. Luego, como una caricia
amarga, me unta con un líquido aceitoso y fétido que sella mi superficie
veteada. Cuando seca el mejunje, mi amo me besa como si fuera digno de su
estima, y me siento querido y valioso. Se aleja con los ojos humedecidos y
murmura sollozando: « Eres el trillo del
Abuelo ».
María la Cuetera maneja el cedazo grande de la
criba con habilidad, separa el trigo de
la paja. El calor abrasador le sofoca. Lo confirma su pañuelo empapado de
sudor, pero persevera rezando
jaculatorias marianas —las que le enseñó su tía abuela —, y, a su manera, aleja el sentimiento de debilidad y
derrota.
— ¿Cuánto
tiempo más soportaras este ritmo, este destino sin fin?
Ella lanza
un suspiro contenido; no quiere alarmar a Frasquito ni despertar a su hija.
Sufre en silencio la ausencia de Carmela.
Mira al cielo cegador como lanzando una plegaria al viento del sur.
—Lo hago por
ellos dos. No tengo otra opción. Don José, el cura del pueblo, dice que me
estoy ganando el cielo, y eso es mucho. El trabajo me libera si lo hago por
amor.
El tío
Frasco barre la era con furia, empuñando una escoba hecha por él mismo con
ramas de mimbre y retama del monte, atada en el extremo con una trenza de
esparto curado. Cada barrido es enérgico, rabioso como si buscara arrancar
sangre entre los resquicios de los cantos rodados. Sé que piensa en ella, en
los rumores de la gente. ¿Por qué no les escribe?
—Frasco,
odias esto, ¿verdad? La fatiga grita en tu respiración, tu corazón late
demasiado deprisa. Amenaza con saltar.
—Sí, trillo “El Abuelo”, lo siento en el alma. Cada día me
pesa más. El mundo me enterrará sin que
me dé cuenta. Pero no puedo ceder. Mi niña debe ir a la universidad. Eso
depende de mí sudor. Este año la cosecha es buena. El trigo sube. El cielo está
despejado y no habrá tormenta de verano.
El destino familiar los marcó con la pobreza,
pero no están dispuesto a perder la batalla en su lucha por un mañana mejor. El
sufrimiento y la esperanza templaron sus
corazón de acero Nada los detendrá. Ni a ellos, ni a mí.
Me suelen
arrinconar en la cuadra hasta el año
siguiente. Yo tampoco me detendré en la próxima cosecha. O, quizás..., ¿se irán
a la ciudad por los estudios de Encarnita? Ese pensamiento, atrapado de
repente, remueve mis fibras sensibles de madera de pino silvestre endurecida
por el frio de la sierra.
Encarnita
duerme sobre mi regazo acogedor de pino bueno,
de espalda al sol, debajo de la acacia de la era, con la cabeza apoyada
sobre unas gavillas de trigo que hacen las veces de almohada. Está agotada y
duerme tranquila. Su madre la mira de vez en cuando. Yo exhalo vapores
invisibles para ahuyentar las moscas y mosquitos de su cara. Los tengo a raya.
El viento, mi fiel amigo, me ayuda en el propósito.
—Encarnita,
ahora que me escuchas… no puedes quedarte atrapada en esta tierra árida. Serías
una semilla sin germinar. Sigue el consejo de tu padre. La universidad es
alegría y la juventud promesa de triunfo.
—Sí, trillo “El
Abuelo”…, me gustaría ser médica. Doña Trinidad dice que sirvo para los
estudios. Pero me gusta el bosque y la naturaleza, los amigos del cole y el
pueblo. Y mamá quiere que sea monja. Sólo nos costaría una fanega de trigo como
dote para entrar en el convento. Además, debo cuidar a papá que trabaja
demasiado y siempre lo veo triste. No lo sé, ya veré más adelante.
El tiempo
transcurre como el trigo que se desgrana: grano a grano, cosecha a cosecha. Hace
años que comparto silencio y destino con la oscuridad de la cuadra. Soy
prisionero del tiempo, del eco de los
recuerdos y del polvo de la era. Siento cómo la carcoma roe mi alma
noble de pino silvestre, la misma que un día mimaron las manos fuertes y
tiernas del abuelo; sin embargo, me consuela la idea que algo de mí vivirá en
ellos.
Desde mi
cautiverio escucho la noticia que trajo un paisano que llegó de Barcelona. «Vi
a Encarnita del brazo de su hermana Carmela, iban muy arregladas, caminaban por
la Avenida del Paralelo. Paco el «Perlas» les esperaba en la puerta de “El Molino”».
Quizás…Encarnita
ya no recuerde siquiera que fui su cuna y que, con mí nana de silencio
perfumado, ahuyentaba moscas y mosquitos de su cara.
Mermelada con letras, por Alba Escudero Hernández.
Entre
mis manos aquella tarde encontré un alhaja. A simple vista parecía algo viejo
que tirar entre todo el escombro que estábamos sacando para arreglar la cueva,
pero el brillo de mis ojos demostró a todos los que estaban alrededor de mí
que, lo que allí yacía, enterrado en tierra, tenía una gran historia.
Lo
cogí con delicadeza, con la premura de un niño inocente, con la audacia de un
zorro y con la ilusión de un corazón latente. Con suavidad, le retiré la
arcillosa tierra que tenía por todos lados, con mucho tacto le soplé para ir
dejando vislumbrar de qué se trataba. Ante la atenta mirada de todos, dejé
sonar una carcajada, porque mi tesoro encontrado no era otro que mi cuento
favorito, el de las tardes de verano al pie del melocotonero, el de las noches
de velada a la luz del candil, el que me enseñó a creer en las aventuras entre
letras, el que diseñó parte de lo que hoy soy y el que dejó marcado en mí una
huella imborrable.
Cuando
lo sostuve temblorosa entre mis manos, con más claridad al haber limpiado un
poco aquel sublime objeto, salí de la cueva, me senté en el poyete de madera
que había debajo de la vieja acacia que una vez sembró mi bisabuelo y dejé
volar mi corazón hasta aquellos días de verano, donde los ojos grandes de mi
diminuta cara se me abrían cada vez que pasaba una de las delicadas páginas del
cuento.
No
sólo fue mi sorpresa encontrar este tesoro literario que tanto significó para
mí, sino que, pasando página a página, observando la nada y a la vez el todo de
lo que me aportaba, encontré una demacrada hojita de cuadros doblada que, sin
pensarlo, dejando mi aventura reposando en mis rodillas, me atreví a cogerla.
La abrí con sumo cuidado, a pesar de los dedos sudorosos que tenía por la
tensión que mi cuerpo irradiaba ante aquel descubrimiento. Al desplegarla por
completo, no pude evitar llorar porque ante mí encontré dibujada la etiqueta de
la mermelada de melocotón de mi abuela, que con tanto cariño creé para darle
nombre al que de verdad sigue siendo un legado de vida.
Entre
lágrimas reía al ver la desdibujada letra, con ápices irregulares, en mayúscula
la palabra mermelada, melocotón con tono burlón y abuela con una línea delicada
que acababa en corazón.
Ahora
sí, cerré los ojos, apretando aquella hoja casi visible entre mi pecho y me
transporté a aquella tarde donde aprendí a hacer la mermelada más rica que he
probado. Recuerdo, como con delicadeza, mientras yo leía mi cuento, en la
puerta de la cueva, todos pelaban el melocotón que habían cogido por la mañana
porque no se podía vender, eran tan irregulares que a mí me parecían muy
graciosos. Las conversaciones eran igual que ellos, tan diferentes, que mi
aventura en la lectura pasaba a un segundo plano y me sentaba en el suelo como
los indios, con mis manos entre los mofletes a observarlos.
Una
vez pelados y cortados en pequeños trocitos, de los cuáles algunos yo deleitaba,
los lavaban y dejaban hervir en una gran olla que mi abuela tenía y que a mí un
poco de miedo me daba. Veía como se acercaban a echarle azúcar, a moverlo y a
vigilarlo. Mientras tanto, me llamaban para ponerme un enorme mandil y me daban
la mano hasta un enorme barreño lleno de espuma para lavar los tarros que con
tanto esmero habían podido guardar a lo largo del año.
Allí,
impregnados de un olor dulce que ya anunciaba el meloso manjar que se estaba
preparando, me describían con mucho cariño la receta que se estaba cocinando y
me recordaban que pasasen los años que pasasen, aunque algunas
cosechas fueran duras y otras no tanto, no perdiera la esencia de aquel regalo
que nos daba el cultivo del campo.
Yo
escuchaba atentamente, mientras jugaba con la espuma, fregaba las tapas de
aquellos tarros que, más tarde, serían los portadores de una delicia al
paladar. Mientras tanto, mi desventurada imaginación irradió aquel lugar y sin
dar explicaciones, me sequé las manos en el mandil y salí corriendo al mueble
de la entradita, cogí un trocito de hoja de la libreta de cuadros que allí
tenían para apuntar los teléfonos de la familia y un bolígrafo azul. Dibujé el
tarro que fregaba y puse con mi mejor caligrafía el título que hoy me da vida:
Mermelada de melocotón de la abuela.
Cuando
lo terminé, volví corriendo hasta donde se encontraba mi padre y mi abuela y se lo enseñé, con una desencadenada
explicación, tropezándose letras con letras pero con tal brillo, que mi padre
cogió aquella especial etiqueta, la sostuvo unos instantes entre sus recias
manos, se la pasó a mi abuela, mientras me dejaba con ella, para volver más tarde al lugar con un poco de
pegamento y así pegarla en uno de los tarros de aquella rica mermelada que esa
tarde se coció y que quedó grabada para siempre.
Me
animaron a realizar más, para decorar lo que más nos gustaba echar en las
tostadas del pan del horno del pueblo, recién hecho, tostado en el fuego, con
mantequilla de la leche de las cabras que por aquel entonces tenían y con un
lago de color naranja que regaba la tostada y que daba una explosión de sabor a
melocotón.
Una
de esas etiquetas tuve que utilizar para marcar la página donde me quedé
leyendo o quizás, sabía que el recuerdo debía ser imborrable, heredero de un
tesoro y que debía ser encontrado para poder mantener vivo al fuego este manjar.
Sin
pensarlo, abriendo de nuevo los ojos, me levanté del poyete, me sequé las
lágrimas que aún mantenía entre mis mejillas, dejé oculta de nuevo la etiqueta
entre las páginas del cuento y busqué la mirada de mi padre para invitarle a
bajar a por unos melocotones y enseñar la receta a las nuevas generaciones.