La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

lunes, 14 de noviembre de 2016

Una mesa vacía, por EDUARMO MORENO ALARCÓN.


No, no estaba soñando. Estaba bien despierto y de una cosa podía estar seguro: aquél no era su cuarto. Pero ¿cómo había llegado hasta allí? ¿Otra noche loca poniéndose hasta el culo de pastillas?
Era incapaz de recordar nada. Necesitaba una aspirina urgentemente: la cabeza le estallaba.
«¡Hostia puta, qué resaca!», fue el primer murmullo, entre suspiros, del día.
 Mario se desperezó estirando mucho los brazos, bostezó sonoramente y resolvió salir de allí cuanto antes. Tras erguirse desnudo en la cama, escrutó la habitación en busca de su ropa. «¿Dónde coño habré dejado el pantalón y la camisa?». Buscó por todas partes. Nada. «¡De puta madre! Ahora he perdido la cartera y las llaves ¡Vaya una mierda!».
Harto de esta absurda situación, hurgó en los cajones del armario. «A ver si encuentro algo que ponerme». Al fin dio con una sudadera y unos vaqueros más o menos de su talla. Vaqueros de chico. Acto seguido tanteó en las baldas superiores; varios calzoncillos cayeron al parquet. Aquel detalle le alarmó profundamente. Su masculinidad —ésa de la que tanto se jactaba— quedaba extrañamente en entredicho. «¡Joder, a ver si me he tirado a un tío!».
Imposible estar seguro. No había ni una sola foto, ni una sola pista que pudiera revelar la identidad de su anfitrión.
Las deportivas le quedaban un poco holgadas, pero a esas alturas sólo pensaba en largarse echando leches, tomar su dosis de Alka-Seltzer y olvidar esa factura que cobraban sus excesos con las drogas.
Cerró la puerta de la alcoba sin apenas hacer ruido. Un silencio incierto parecía amortajar toda la casa. «¿Dónde se habrá metido mi nuevo amigo? ¿Y si le escribo una nota? Sí; pondré mi nombre y dirección y le diré que me devuelva la cartera y las llaves cuando pueda».
Mario dejó el papel sobre un mueble del vestíbulo y, a continuación, salió al exterior. Una bocanada de aire tibio revolvió su melena ensortijada. Suspiró con alivio. Tenía intención de ir directamente a casa, pero el hallazgo casual de un billete arrugado de diez euros en el bolsillo trasero le hizo cambiar de opinión. Aprovecharía para tomarse un refresco, el que fuera, daba igual.
Estaba seco.
Dobló la esquina y entró en el primer bar que vio abierto. A esas horas, un bullicioso grupo de turistas tomaban el aperitivo. Se sentó en un taburete y silbó al camarero. El joven que servía tras la barra no oyó su reclamo. Llamó de nuevo, esta vez alzando la voz. Ahora el empleado pareció ignorarle. «¿Pero qué coño le pasa hoy a todo el mundo? Bueno, no quiero discutir con ese gilipollas. Voy a la mesa de la esquina, ya me atenderá el de la perilla».
En ese instante, una pareja entró en el local. La chica avanzó hacia el rincón sin reparar en la presencia de Mario. Tras ella, un chico la seguía (su novio, sin duda) tomándole la mano, sus dedos enlazados con los de ella. Los tres quedaron frente a frente, a menos de un metro de distancia, pero ellos pasaron de Mario. De súbito, éste centró su atención en el muchacho y dio un respingo: «¡¡Hostia, pero si lleva puesta mi ropa!! ¡Tiene que ser él!».
La chica se giró entonces hacia el camarero de la perilla, quien, solícito y cordial, se aproximó hacia el fondo que ocupaba la pareja.
—¡Hola, Pedro! —saludó alegremente la joven—. ¿Podemos sentarnos en nuestro rinconcito?
—¡Pues claro que sí, chicos! —respondió éste con una amplia sonrisa—. Todo vuestro.
Atónito y rabiado, Mario iba a replicar con un cabreo de cojones cuando, desde otra mesa situada a un costado —donde segundos antes no había nadie—, un viejo pordiosero le espetó:
—No te molestes, hijo. Tú ya no existes

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