La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

lunes, 14 de noviembre de 2016

Altiplano del reino de Granada, por ANTONIO MEDINA GUEVARA.



Altiplano del Reino de Granada, acabado abril y a principios del siglo XVII.

La vida es como un libro. Siempre pasa por capítulos que, aunque no sepamos hacerlo, vamos escribiendo en el cuaderno de nuestra memoria a lo largo de nuestra vida.
El primero es el que no recuerdas ―aunque no por eso deja de estar en nuestra memoria ―, el del tiempo en que tu cerebro se dedica en pleno a descubrir las cosas y que por estar tan atento a lo primero que ve se olvida de escribirlo en tu propia historia. El segundo es el de la niñez, que es el que casi siempre ocupa el puesto del primero, tal vez aprovechando tanto espacio en blanco y como si quisiera olvidar el principio de todo. En realidad el primer capítulo es tu infancia: cuando le pones nombre a las cosas. El segundo es cuando tu vida empieza a descubrir lo que es muy difícil de ver con los ojos, pero que se ve muy claramente con el corazón: el amigo, la ilusión, el primer amor o desamor y la primera esperanza. El tercero, creo que es la juventud plena: el capítulo más corto, pero a la vez el más intenso; mientras que el cuarto, estoy seguro que es cuando ya empiezan a morir los que quedaron en el primero.
Puede que tengan más capítulos los que consiguen una larga vida. Supongo, pues no por mucha vida se tienen que rellenar muchos espacios, sino que son las vivencias las que se encargan de escribir todo en tu memoria. Ahí es donde quedan los renglones que tú quieres… Y los que no. Las vivencias adquiridas, la sabiduría para algunos y otras cosas que sólo da el tiempo vivido… Pero de sabiduría no sé nada. Lo que sí sé, es que en cada uno de esos capítulos de nuestra vida aparecen personas y lugares con su nombre escrito en colores brillantes y del color del oro… Como en un libro antiguo.
Y en el libro de mi memoria están casi todas mis vivencias: los espacios que nos rodean, las calles y rincones que me vieron dar mis primeros pasos, las personas que me enseñaron lo que a ellos antes otros les enseñaron: a querer nuestro pequeño mundo… Y mi familia.
Y por ser la vida igual que un libro, los primeros capítulos de la mía están llenos de luz y sin apenas borrones o sombras. Mis días en este lugar son transparentes, luminosos y alegres como los de casi todo el mundo que me rodea, apenas empañados con algunas historias que todos intentan olvidar, a la vez que se agarran a lo bueno.
Mi familia era como cualquier otra: estaba compuesta por mis abuelos, mis padres, hermanas, tíos y unos primos de la lejana ciudad de Granada de la que dicen es la antesala del cielo, y que nunca he visto… Y mi pueblo con sus gentes y sus tierras. La mía era una familia más pequeña que la mayoría de las de aquí, pero en ella estaba concentrada toda la esencia de lo bueno. Por eso llenaban entre todos ellos la mayor parte de los capítulos de mi vida: de mi libro de la vida.
Todos compartíamos una misma forma de convivencia junto a las otras gentes del pueblo; éramos una gran familia. Y otros que iban llegando…
Recuerdo, como si hoy fuese ayer, el día que vi su rostro por primera vez.
Era ya mediada la mañana de un día transparente y casi caluroso de primavera. Aquel día, por algo que no viene al caso, no estábamos trabajando en la vega como debía de ser por entonces, sino que lo dedicábamos a limpiar las cuadras y aperos de la casa.
Valía la pena salir a la calle y sentir en la carne el incipiente calor de las brisas primaverales, nada que ver con las que ya casi habíamos olvidado cuando llegaban cortando el frío como puñales de hielo. Ahora llegaban cargadas de aromas tan sutiles que regalaban un abanico de fragancias a los sentidos —indescriptibles por su exquisitez, porque sólo se puede describir lo que no llega a divino—, que hacían que los pajarillos, más sensibles a los cambios en la naturaleza, se desgañitaran en armoniosa algarabía por los huertos de la rambla que, aunque solamente fuera por unos momentos, nos hacían olvidar casi todos nuestros males. Hasta las mujeres dejaban salir un poco sus rostros al sol que los haría sonrosar a la tarde, mientras que el sonido ahogado por la distancia de la cascada de la rambla parecía un pequeño y eterno trueno.
Era uno de esos días en que las casas empujan a la calle a sus moradores para que sientan en sus carnes la grandeza del buen tiempo.
Me dirigía por la Cuesta del Viento a la fuente de la plaza que hay al lado de la pregonería para dar de beber a unos mulos, cuando vi un pequeño tumulto de personas que recibían a unos nuevos vecinos: repobladores que se apropiaban poco a poco todas nuestras pertenencias y —lo que era más humillante todavía— que nos miraban como a leprosos pidiendo ante las puertas de nuestras propias casas. Al verlos, me vino a la memoria una advertencia repetida por mi padre: «Nunca te fíes de un cristiano, hijo, pues para ellos, la palabra dada no vale nada y el honor es lo primero que pierden… »
Con esas palabras me previno unos años antes mi padre al referirse a esos ‘repobladores’ que, por el simple hecho de vasallaje a sus nobles o —lo que tiene menos valía—, comprar a cambio de favores o dinero, lo que de siempre es nuestro… Y venían a despojarnos, a nosotros, a los que despectivamente llaman ‘moriscos’, de todas nuestras tierras y haciendas después de tantos siglos.
Esos mismos que llegaban puntuales —como las enfermedades que traían consigo—, desde que fuimos vencidos y que venían desde el mismo principio de todo esto muy predispuestos a no cumplir la palabra dada cuando tanto les costó vencernos.
Allí estaba ella… Frente a la Zawiya.
Lavándose la cristiana sus manos de cera y hundiendo sus dedos en el abrevadero que con el interminable chorro de agua cristalina brotando de un caño de piedra abastecía —junto con el de la Sima, del Mentidero y de otros cercanos— a todos los vecinos y animales del barrio. Agua fresca, a la vez que susurrante, en la ya incipiente pero calurosa primavera; frente a la misma iglesia que algunos de los más viejos del lugar creían recordar cuando era un lugar de culto al islán y que ahora lucía, en ofensa a muchos, una cruz de madera en su fachada que algunas mujeres cristianas viejas, y otras que aparentaban serlo, se encargaban de colgarle flores frescas cada día, hasta en los más duros de invierno. Otra cruz, ésta de hierro negro y que se divisaba desde casi todo el pueblo, estaba puesta en lo más alto del campanario.
Parecía indicar a todos, de forma mezquina y engañosa, que años atrás aquello no fue el minarete desde donde se expandía la voz del almuédano por toda la frondosa vega emitida desde nuestra austera mezquita. Al menos eso decían de esto los más viejos, porque a nosotros, los jóvenes, ya nos criaron en esta nueva religión, aunque eso sí, siempre con la nuestra puesta en nuestros pensamientos y corazones…
Los siglos han pasado. La cristiana de las manos de cera sigue en mis pensamientos; mi familia fue expulsada a las tierras de nuestros ancestros; la media luna ya no ondea en nuestras alcazabas y mis huesos ven impávidos que ya nada es igual. Que lo que fue el espejo de la sabiduría, ahora ni tan siquiera lo llaman por su nombre: el Reino de Granada, desde donde el mundo occidental cubrió la otra parte desconocida de nuestro planeta…  Pero ellos están conmigo, siguen en alma bajo la tierra del Altiplano de Granda.


Adaptación de unas parrafadas de la novela “Te esperaré en la Alcazaba”.






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