Me llamo
Romualdo Olivares Sanromán y soy asesino. Mis congéneres dirían que soy el
típico asesino en serie, pero se equivocan. No provengo de una familia
desestructurada, ni me escudo en una mente patológica como atenuante, no soy un
hombre sañudo que arremete contra un sino adverso, ni un analfabeto; al
contrario, poseo una vasta formación académica enriquecida con una sobrada
erudición en cualquier rama del saber.
Tres factores me alejan de los delincuentes
mediocres. El primero es que me proclamo depositario de la belleza femenina,
por eso matar en el punto álgido del esplendor de una mujer es el fin último
del goce estético, cercenado del concepto ético. A cambio devuelvo al mundo un
legado atemporal donde el amor y lo
bello van de la mano. ¿Acaso la mirada amorosa no magnifica nuestra personal concepción del rasgo al que
catalogamos como estéticamente hermoso? Afirmo que asesinar de forma elegante,
preciosista y generosa es un trabajo de excelencia artística dado que la primera
manifestación de expresión humana es el propio cuerpo, por tanto me considero un artista adelantado a su
época. Explicaré a su debido tiempo, el sentido de estos tres adjetivos.
El segundo factor que me sitúa a una notoria
distancia respecto a los asesinos de pacotilla, es que jamás vuelvo al lugar
del crimen. Bien es cierto que atesoro lugares donde expreso el fundamento de
mi obra, y puesto que lo bello y lo
sagrado se encuentran en el mismo nivel de absolutidad, deben pertenecer al
ámbito público para goce de la humanidad.
La elección del marco de mi decreación,
concepto elaborado a semejanza de la actual deconstrucción culinaria, nunca la
dejo al azar, y mi labor, al igual que la de un magistral cocinero, consiste en
separar los elementos originales para darles nueva forma con la reunificación
de las partes en un todo. Como habrán colegido, poseo amplias nociones en
cirugía plástica, taxidermia, escultura y anatomía femenina.
En la ejecución de este minucioso proceso,
sigo siempre un orden preestablecido, una secuencia matemáticamente diseñada
para que el resultado final sea de una calidad grandiosa.
El punto de partida siempre es localizar el
lugar adecuado, por lo que debo viajar a menudo en busca de esa atmósfera que transforme lo ordinario en
extraordinario. Del paraje elegido, pues, depende el éxito de mi empresa y lo aclararé
enseguida. Añado que el dinero no ha supuesto jamás un impedimento, en parte
por un legado familiar acrecentado con los pingües beneficios de mi profesión.
Se preguntarán por qué doy suma importancia a los lugares.
Me explicaré: a lo largo de la historia, el impulso animal que incita a un ser
humano a matar a otro es tan primitivo que la contemplación del sufrimiento
libera raudales de placer, lo que conlleva a su vez escalar en el grado de
crueldad para saciar una mente sádica, dejando al paso cadáveres mutilados,
ensangrentados, con facciones irreconocibles y un rictus de terror y estrés emocional
que los convierte en prototipos de repelente fealdad, todo ello malogrado por
el uso de espacios pequeños, oscuros y destartalados, altares de praxis que
solo consiguen demoler el fruto de una relación interpersonal amorosa como
máximo exponente de lo armónico. Por eso estos necios carniceros merecen el
mayor de mis desprecios.
En cambio yo elijo con precisión el lugar
donde paso largas temporadas junto a las damas que cortejo y venero con objeto
de lograr el cuerpo muerto más hermoso imaginable. Son entornos donde la
belleza circundante contribuye a engrandecer la comunión entre Dios y la
expresión estética menos contractual, hacia un tránsito purificador. Paisajes
de ensueño como Liubliana o Bath, rincones de Bergen o Zadar custodian las puertas
de esta magnificencia creadora.
El tercer rasgo distintivo, es que jamás torturo ni desangro a una mujer. Les
procuro una muerte dulce y tranquila, de ahí la afirmación acerca de mi
personalidad generosa. De inmediato extraigo la piel con un escarpelo cuidando
de no desgarrarla y la froto con sal dejándola secar en un lugar oscuro; repito
el proceso para cuando endurezca
rehidratar en agua con desinfectante y proceder con esmero al decapado,
eliminando cualquier resto de carne o grasa que desmerezca este proceder
metódico; después de secar aplico aceite tibio para curtir, y es aquí cuando el placer acaricia una y otra vez el suave
renacimiento de una piel fresca y turgente; por último la conservo en plástico
dentro del frigorífico. A esto me refería al adjetivarlo como trabajo
preciosista.
La elegancia
llega con posterioridad, cuando los maniquíes que muestran las prendas
exclusivas de los mejores diseñadores, reciben más reverencias que sus propios
vestidos. Se muestran por todo el mundo en los escaparates de las grandes
firmas convirtiéndose en lugares de culto donde no es extraño escuchar o leer
en la prensa lisonjas acerca del alma que parecen poseer.
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