Aquella mañana Wädis amaneció frío, el humo de las antorchas encendidas en los torreones se mezclaba con una densa niebla, envolviendo la medina y todos sus arrabales. La ciudad entera aguardaba su destino irrevocable con un silencio feroz que habría de permanecer en su gente a lo largo de los siglos.
Salí a hora temprana y deambulé como un fantasma por sus calles, como siempre que el silencio era propicio, y parándome en cada esquina, puerta o calzada, esperaba que apareciera su silueta empañada por la niebla o ponía oído atento al trote de algún caballo. Fue aquella mañana más que ninguna otra cuando supe que mi espera era baldía, pues tuve el presentimiento de que jamás volvería a ver a Abú Abdallah aunque mis ojos quisieran encontrarlo. Quise despedirme, acaso sin saberlo, de todos cuantos me habían acompañado en tan larga vida, pues me acercaba ya a los setenta y ocho años, habrían de cumplirse pronto mis días; Allah estaba siendo conmigo demasiado misericordioso. Caminé entonces lentamente, agudizando todos mis sentidos para retener cualquier color, sonido o aroma, pero la visión se me borraba con la calina y el frío atrofiaba mis oídos y mi olfato, sentí un estremecimiento, comprendí que el momento de abdicar estaba llegando. Avanzando a duras penas, me dirigí hacia la noble casa de aquel que estuve aguardando aquella mañana con la esperanza de verlo aparecer. Salió a recibirme su hija, que sintió gran alegría de mi visita y abrazándome me bendijo.
- ¡Que Allah sea contigo querida Khadidja!
- Que Allah te proteja -dije casi en un susurro, cuando mi cuerpo de pronto se desvaneció entre sus brazos.
Al despertar, la valerosa princesa, también llamada Khadidja se hallaba junto a mí sosteniendo acongojada una de mis manos. Viéndome abrir los ojos comenzó, animada, a hablarme de su padre quizá adivinando el motivo de mi visita. Me contó detalladamente los últimos aconteceres, cómo la ciudad, muy en breve, pasaría a manos de los reyes cristiano. Abdallah cabalgaba ahora para encontrarse con ellos y firmar las capitulaciones. Al relatarme esto último bajó la frente y la mirada y, permaneció unos segundos sin decir palabra.
-El rey, mi padre, no se ha rendido querida aya -dijo finalmente- el nunca se rendiría.
No pude contestarle con mi voz, pero sí con mi corazón y una temblorosa sonrisa, muy bien sabía que era cierto lo que Khadidja me contaba. Recordé en ese instante cómo conocí a Abdallah. Era una clara mañana, que se había más brillante, si cabe, en mi memoria cuando intentaba atraer con nostalgia los acontecimientos hermosos.
Encontrábame yo muy moza entonces y muy ignorante de lo que son sufrimientos reales en la vida. Andaba enamoriscada de un joven vendedor de pieles que vendía en el mercado de mi aldea. Se llamaba Alef, y era, a mis ojos, apuesto como el mismísimo sol cuando se pone en las tardes. Yo vivía por entonces con unos tíos míos, mis padres eran muertos en el año del gran temblor de tierra, a poco de nacer yo. Acudía con mi tía al mercado con el afán de encontrarlo y dirigirle una mirada relámpago, pues estaba avisada que una mujer no debía poner ojo en en hombre alguno. Así alimentaba yo mis fantasías con estos fugaces e ilusorios encuentros. Un día confesé a una prima mi secreto, esperando encontar en ella la complicidad de una hermana, pero cual no fue mi sorpresa, pues sin haber acabado repuso:
Pues ya puedes ir olvidando esos delirios sin fundamento, tu tío Abén Aceyte te ha prometido a Alí, tu primo mayor.
¡Delirios sin fundamento! había dicho de aquel sentimiento que yo creía profundo como los mares... sin pensarlo dos veces eché a correr, queriéndome alejar de todo y todos, hasta llegar a un campo de encinas, donde me senté a llorar mis desdichas debajo de los árboles, al principio con una sonada rabieta, para acabar con un silenciosos y trágico llanto. Al pronto escuché a mis espaldas una voz infantil que con vehemencia me ordenaba...
- ¡No te muevas!
Contuve la respiración sin atreverme a volver el rostro, cuando vi con asombro a un niño de apenas cinco años acercarse a mí, cogía con sus manos un alacrán que se había encaramado a mi hombro, y con toda la tranquilidad lo dejaba en el suelo. Mi cara se demudó de terror y a continuación sufrí un desmayo. Cuando desperté me vi rodeada por un grupo de hombres, algunos de ellos a caballo, con perros de caza, pues iban armados para este menester. Entre ellos estaba un muchacho algo mayor que yo, un hombre ricamente ataviado y mi pequeño héroe, que me dijo:
- Dios te guarde, soy Abú Abdall. Y estos son, mi hermano Abul Hasan Alí y mi tío Aben Ismail, sultán de Granada.
¿Era esto real? ¿Realmente era a mí, una pobre aldeana, a quien podía sucederle algo igual? ¿O era yo otra persona, nacida de las cenizas de la infelicidad la protagonista de tan grande suceso? Esto me preguntaba con ojos como platos, cuando uno de aquellos hombres del grupo soltó un eructo y me sacó de dudas, me puse colorada y apresureme a taparme la cara con el velo. Entonces el sultán se dirigió al niño simulando severidad...
-¡ Muy temprano has empezado a desmayar a las muchachas!
El corro entero de hombres reía a carcajadas, el gran Ismail era un rey nacido con las virtudes de la simpatía, la humanidad y la justicia.
Quise hablar, pero mi lengua se volvió como de trapo, las palabras se atropellaban en mi boca, empecé a tartamudear sin tregua y de esta manera lo seguí haciendo durante los tres años que siguieron a este día. Les conté como pude cual había sido la razón de mi desmayo, y manifesté mi agradecimiento y admiración hacia el infante, a quien prometí cuidar y proteger si así me lo permitían. cuando todos supieron lo ocurrido comenzaron a llamar al niño con el sobrenombre de "el Zagal" que era lo mismo que "valiente". Abdallah sonreía orgulloso cuando su hermano alborotaba sus cabellos con aprobación. El sultán quiso darme escolta hasta la casa de mi tío, pero yo me negué llorando, atreviéndome a esquivar un destino tan injusto, y le pedí que me aceptaran como niñera del príncipe, a quien debía protección. Vi al niño Abdallah acercarse a su tío y susurrarle algo al oído, el sultán quedó un momento pensativo e hizo llamar con una señal a uno de los jinetes al que dio algunas órdenes, y al momento este partió.
Supe más tarde, cuando llegamos al gran palacio de la Alhambra, que Ismail había mandado llamar a mi tío para comunicarle su voluntad de que yo cuidara del Zagal, para ello pagaría doblado el precio de mi dote. Así fue cómo comenzó para mí una nueva vida, cargada de nuevas emociones y experiencias, transformándome en la espectadora pasiva de la vida de otros, a quienes la historia, seguramente, dedicará mucha más atención que a mí.
Tuve la ocasión de conocer muchas maravillas. La primera de ellas era la hermosa ciudad cercana al palacio. la Medina Elvira. Apareció transparente, inundada de luz como una copa de cristal labrado. Estaba otoñando por entonces, pero sus jardines tenían nuevas rosas florecidas, y los pájaros que gorjeaban en sus árboles demoraban su partida, seducidos por aquella primavera eterna que la habitaba. En sus zocos se vendían las castañas asadas, las nueces, el fruto del granado y una miel dorada y riquísima que chorreaba de los odres. ¡Y qué decir de las especias y las hierbas!; la canela, la pimienta, el anís, la cúrcuma, el hinojo..., hacían del lugar el centro de los aromas.
Allá por donde íbamos pasando las gentes miraban con curiosidad o se decían cosas a escondidas. Algunos mercaderes inclinaban la cabeza y ofrecían al pequeño Zagal regaliz, cañadul y dulces de calabaza. Él se sostenía muy erguido sobre su corcel negro y entornaba los ojos, asentí mostrándose agradecido. Justo debajo de uno de los arcos de la calle del zoco, se hallaba una mujer bigotuda, muy entrada en carnes, que tenía unos pechos como cántaros. Vendía unos dulces de miel y almendra, se acercó sonriente al Zagal y le obsequió con un saquito de tela repleto de ellos. El niño respondió depositando en su mano dos dinares de oro, quedóse un poco rezagado hasta acercarse a donde yo estaba y puso los dulces sobre mi regazo. Esta fue su primera muestra de amistad hacia mí, y también la primera vez que advertí la hermosura del rostro del infante, cuyos ojos encendidos, años más tarde, causarían estragos a muchas damas.
Entró una de las sirvientes con un vaso de caldo de verduras muy caliente y mandó que encendieran el fuego de la alcoba. Acercó el vaso a mi boca y paciente esperó hasta que lo hube acabado. El calor del fuego y de la bebida me reconfortaban y comencé a recuperar el resuello, era preciso recuperarlo para cumplir con la última voluntad del sultán Ismail.
Había sucedido hacía largo tiempo, recién llegada yo a palacio. Organizaron una excursión al Monte Sacro que se hallaba a media legua de la Alhambra. Desde lo alto de esta colina podía divisarse el palacio en toda su grandeza. Según había escuchado por boca del niño Abdallah, a su madre, la sultana Nayara, le gustaban estos acontecimientos que habitualmente se celebraban en familia o con un grupo reducido de personas. Se preparaban comidas frías, las mojábanas, la cecina de atún traída de las costas, la lechuga y refrescos en abundancia, como el agua de azahar o la leche de almendras, además se formaban juegos y bailes. Yo estaba aquel día un poco desganada y triste pues aunque eran muchas las cosas que había encontrado en esta tan rica vida, también de vez en cuando echaba en falta a mis tíos y primos, empezaba a darme cuenta que no es tan fácil dejar atrás pasadas vivencias, por muy aburridas o tristes que fueren. Apercibióse de esto el Zagal, que era rápido como el lince en adivinar cuándo alguien se hallaba desanimado o cambiado, y me propuso que subiéramos hasta la cima del monte, donde el sultán Ismail había ascendido momentos antes para meditar a solas. Tubo que convencerme para ello, inventando alguna historia de brujas o misterios, sabiendo como sabía que yo era tan supersticiosa e ignorante, hasta que conseguí incitar mi curiosidad.
Cuando llegamos a lo alto, yo estaba tan agotada por la subida que no tuve ningún reparo y me recosté en el mismísimo suelo exhausta de cansancio. Tras de mí, el Zagal adoptó la postura de su tío y se sentó junto a él. Desde el lugar en el que estaba podía observar al hombre y al niño de perfil, se ponía el sol, los rostros veíanse iluminados por destellos rojizos. Colgaba sobre el pecho del rey un medallón que era una estrella de ocho puntas, trabajada con oro blanco, en cada una de las puntas brillaba un rubí pequeñito que era a su vez una estrella. La joya era de una belleza y un valor extremo, el rey no se lo quitó hasta el día de su muerte. El niño alzó la mano y lo estuvo acariciando, entonces preguntó al rey por qué lo llevaba siempre colgado. El sultán Ismail nos contó una historia. Este talismán -decía- pertenecían al primer rey de nuestra dinastía, el rey Yusuf ben Nazar, nuestro antepasado. Es la Suhá de los nazaríes y con ella comenzó nuestra suerte. Fue diseñada por un astrólogo eminente, cada una de sus puntas representa a un guerrero, de su decendencia tan sólo algunos reyes tuvimos el honor de llevarla; aquellos que según los astrólogos lo merecían por luchar con más ahínco por el Reino, ya sea por medio de su espada o a través de la razón. Yo tuve el honor de ser el séptimo legatario. Según los astrólogos, sólo ocho han de llevarla, y con el octavo, el Reino de Granada se perderá.
Después de contarnos esta increíble historia hubo un gran silencio y el zagal quedó pensativo y triste, yo me había incorporado por completo, pues el relato me había impresionado grandemente y miraba boquiabierta el talismán como algo terrible y poderoso. Entonces el rey se levantó, y devolviéndonos a la realidad con una sonrisa, nos invitó a bajar.
Aben Ismail, que así era llamado por su familia en honor a un antepasado, era un rey muy apuesto y sabio, su sóla presencia aquietaba a la muchedumbre, todos confiaban en su discurso, tenía el don de la palabra. Aunque tenía su residencia en otra plaza del reino, pasaba los veranos en la Alhambra. Guardaba buenas relaciones con su primo Abú Nasrsad, el padre del Zagal, y en tanto que éste pasaba grandes temporadas fuera, Ismail hacía las funciones de tutor de los hijos del "Ciriça".
Fue a partir de entonces cuando el niño Abdallah comunicó a su padre su deseo de ser adiestrado en las artes de la guerra. A pesar de ser tan joven, el rey, que era muy combativo, no se opuso sino todo lo contrario; puso al servicio de su hijo a los mejores paladines que se ocupaban algunos días en semana de sus instrucción. Cuando el infante alcanzó la mayoría de edad, era tan diestro con la espada y el arco, que era respetado por los más fieros soldados. Su fuerza y su estatura se habían multiplicado y su mirada se prendió de un fuego terrible y abrasador. Me sentía muy admirada de su energía, del misterioso halo que envolvía su persona. Sin pronunciar palabra, doblegaba las voluntades de aquellos que se le acercaban. Todo en él era de fuego; de fuego era su espada cuando se enfrentaba a los enemigos más encarnizados, de fuego las riendas de su corcel negro. Para los amigos era reconfortante tenerlo cerca por la seguridad que inspiraba, en el amor era peligrosa la cercanía, pues oí decir que era grande el fuego de su pasión.
Había crecido demasiado deprisa, ya no era el niño de quien yo me cuidaba de vestir y de que estuviese bien alimentado. Conforme se hacía mayor iba dejando de ser confidente conmigo, no me contaba sus inquietudes ni compartía sus aventuras. Comenzó a ser recatado en mostrar su cuerpo, sin embargo, yo fui testigo de alguna de sus experiencias más secretas, como si alguien que no es de este mundo hubiera destinado mi vida para guardar sus pasos en mi memoria.
Amayrana era la hija del sultán Ismail, estaba casada, por entonces contaba veintiocho años al igual que yo. Mujer de carácter independiente; tanto es así que pasaba los veranos en la Alhambra lejos de su esposo, a quien nunca tuve la oportunidad de conocer. Gustaba de la música, de la poesía, la botánica y medicina, trataba con poetas, filósofos y otras personas cultivadas, además era hermosa: cabellos claros, ojos almendrados, su piel tenía el color de la canela y el movimiento de su cuerpo era desenvuelto y seductor. Abdalah, desde la llegada de su prima aquel verano veíase extraño, como embargado por un gran desasosiego, apenas dormía, pasaba las noches en los alcázares ejercitándose, luchando con un invisible que no estaba fuera, sino dentro de él mismo.
Aquella noche había luna llena, el calor era sofocante, pues no corría ni un hilo de aire. Me desperté empapada en sudor, salí a uno de los patios y en uno de los estanques mojé un pañuelo, con él me estuve refrescando. Parecía no haber nadie, así es que cogí agua con ambas manos y la esparcí sobre mí. De pronto escuché unos pasos, pero el ruido venía de uno de los corredores más oscuros y no distinguí con claridad, sentí miedo y regresé a mi alcoba, apagué la vela y cerré la puerta, y ya más en seguro me asomé al balcón. Desde allí pude ver con claridad a un hombre de espaldas, estaba desnudo de cintura hacia arriba, su mano empuñaba una espada. Al poco, una mujer avanzó por detrás hacia donde él estaba, vestía una kamis trasparente, y con la luz de la noche se veía al trasluz la silueta de su cuerpo desnudo. Estaba descalza, es por esto que no se escucharon sus pasos y el hombre no advirtió su presencia. Permaneció un rato parada muy cerca de él. Escuché el murmullo de la princesa pronunciando su nombre... ¡Abdallah!, decía. El muchacho quedó petrificado, durante unos segundos permaneció inmóvil, entonces Amayrana comenzó a acariciarlo despacio, primero con sus manos y luego con todo su cuerpo, hasta que el Zagal no pudo resistirse y se dio la vuelta para tomarla allí mismo, junto al estanque, con una pasión incontenible.
Pero todo esto quedó borrado por el tiempo. Abdallah olvidó a Amayrana y se entregó a una pasión aún más fuerte, la de la guerra. Al principio puso sus fuerzas a la defensa de su hermano Abul Hasán, al que los cristianos llamaron Muley Acen, con el fin de hacerse fuerte en un reino cada vez más diezmado. Tuvo que luchar contra muchas adversidades, y la primera de ellas fue su propia familia: un hermano que desatendía las cuestiones políticas, distraído en complacer a su concubina cristiana. Su sobrino Boabdil, guiado por los consejos de su ambiciosa madre, iba dando pasos descalabrados desde antes de su subida al trono. El muchacho al que había protegido y amado se fue transformando en su enemigo. Tuvo que librar muchas plazas del Reino y trasladó su residencia a muchas de ellas, siempre acompañado de su familia: Equivila, su esposa, su hija Khadidja y la que os relata esta historia. El último lugar donde Abdallah tuvo su corte fue Wadis, en donde de seguro descansarían mis huesos. Cuando llegamos a esta ciudad, yo ya estaba muy vieja y debilitada. Pedí al Zagal que me permitiera vivir a solas. Había sido mucho el tiempo vivido con esta familia, y tan numerosos cambios, tristezas y acontecimientos hicieron mella en mi salud. Así me fue habilitada una vivienda ubicada en las cercanías de la Bib-Granada, de donde salí aquella mañana para encontrarme con él, pero no fue la voluntad de Alláh que así fuera.
Con la mano temblorosa como una hoja agitada por el viento, saqué de mi cinturón una bolsa de seda verde y cogiendo las manos de la hija del Zagal, vacié en ella su contenido. La estrella brilló entonces radiante y misteriosa como el día en el que el sultán Ismail nos contó su secreto. La Suhá de los nazaríes me fue encomendada a la muerte de aquel memorable e ilustre rey... "Dásela al principe Abdallah, él es el heredero", dijo en el lecho de su muerte. Derramé muchas lágrimas desde entonces, no quise que mi niño Abdallah fuera el guerrero que viera declinar un reino de tanta valía, por el que tanto y tan duramente había luchado. Pero muy a mi pesar el destino se estaba cumpliendo. "Cuídate de ella entrégasela a tu padre -dije entonces a Khaqdidja- Eol sultán Ismail supo por su sabiduría que él era el último legatario de la Suhá.
-El rey, mi padre, no se ha rendido querida aya -dijo finalmente- el nunca se rendiría.
No pude contestarle con mi voz, pero sí con mi corazón y una temblorosa sonrisa, muy bien sabía que era cierto lo que Khadidja me contaba. Recordé en ese instante cómo conocí a Abdallah. Era una clara mañana, que se había más brillante, si cabe, en mi memoria cuando intentaba atraer con nostalgia los acontecimientos hermosos.
Encontrábame yo muy moza entonces y muy ignorante de lo que son sufrimientos reales en la vida. Andaba enamoriscada de un joven vendedor de pieles que vendía en el mercado de mi aldea. Se llamaba Alef, y era, a mis ojos, apuesto como el mismísimo sol cuando se pone en las tardes. Yo vivía por entonces con unos tíos míos, mis padres eran muertos en el año del gran temblor de tierra, a poco de nacer yo. Acudía con mi tía al mercado con el afán de encontrarlo y dirigirle una mirada relámpago, pues estaba avisada que una mujer no debía poner ojo en en hombre alguno. Así alimentaba yo mis fantasías con estos fugaces e ilusorios encuentros. Un día confesé a una prima mi secreto, esperando encontar en ella la complicidad de una hermana, pero cual no fue mi sorpresa, pues sin haber acabado repuso:
Pues ya puedes ir olvidando esos delirios sin fundamento, tu tío Abén Aceyte te ha prometido a Alí, tu primo mayor.
¡Delirios sin fundamento! había dicho de aquel sentimiento que yo creía profundo como los mares... sin pensarlo dos veces eché a correr, queriéndome alejar de todo y todos, hasta llegar a un campo de encinas, donde me senté a llorar mis desdichas debajo de los árboles, al principio con una sonada rabieta, para acabar con un silenciosos y trágico llanto. Al pronto escuché a mis espaldas una voz infantil que con vehemencia me ordenaba...
- ¡No te muevas!
Contuve la respiración sin atreverme a volver el rostro, cuando vi con asombro a un niño de apenas cinco años acercarse a mí, cogía con sus manos un alacrán que se había encaramado a mi hombro, y con toda la tranquilidad lo dejaba en el suelo. Mi cara se demudó de terror y a continuación sufrí un desmayo. Cuando desperté me vi rodeada por un grupo de hombres, algunos de ellos a caballo, con perros de caza, pues iban armados para este menester. Entre ellos estaba un muchacho algo mayor que yo, un hombre ricamente ataviado y mi pequeño héroe, que me dijo:
- Dios te guarde, soy Abú Abdall. Y estos son, mi hermano Abul Hasan Alí y mi tío Aben Ismail, sultán de Granada.
¿Era esto real? ¿Realmente era a mí, una pobre aldeana, a quien podía sucederle algo igual? ¿O era yo otra persona, nacida de las cenizas de la infelicidad la protagonista de tan grande suceso? Esto me preguntaba con ojos como platos, cuando uno de aquellos hombres del grupo soltó un eructo y me sacó de dudas, me puse colorada y apresureme a taparme la cara con el velo. Entonces el sultán se dirigió al niño simulando severidad...
-¡ Muy temprano has empezado a desmayar a las muchachas!
El corro entero de hombres reía a carcajadas, el gran Ismail era un rey nacido con las virtudes de la simpatía, la humanidad y la justicia.
Quise hablar, pero mi lengua se volvió como de trapo, las palabras se atropellaban en mi boca, empecé a tartamudear sin tregua y de esta manera lo seguí haciendo durante los tres años que siguieron a este día. Les conté como pude cual había sido la razón de mi desmayo, y manifesté mi agradecimiento y admiración hacia el infante, a quien prometí cuidar y proteger si así me lo permitían. cuando todos supieron lo ocurrido comenzaron a llamar al niño con el sobrenombre de "el Zagal" que era lo mismo que "valiente". Abdallah sonreía orgulloso cuando su hermano alborotaba sus cabellos con aprobación. El sultán quiso darme escolta hasta la casa de mi tío, pero yo me negué llorando, atreviéndome a esquivar un destino tan injusto, y le pedí que me aceptaran como niñera del príncipe, a quien debía protección. Vi al niño Abdallah acercarse a su tío y susurrarle algo al oído, el sultán quedó un momento pensativo e hizo llamar con una señal a uno de los jinetes al que dio algunas órdenes, y al momento este partió.
Supe más tarde, cuando llegamos al gran palacio de la Alhambra, que Ismail había mandado llamar a mi tío para comunicarle su voluntad de que yo cuidara del Zagal, para ello pagaría doblado el precio de mi dote. Así fue cómo comenzó para mí una nueva vida, cargada de nuevas emociones y experiencias, transformándome en la espectadora pasiva de la vida de otros, a quienes la historia, seguramente, dedicará mucha más atención que a mí.
Tuve la ocasión de conocer muchas maravillas. La primera de ellas era la hermosa ciudad cercana al palacio. la Medina Elvira. Apareció transparente, inundada de luz como una copa de cristal labrado. Estaba otoñando por entonces, pero sus jardines tenían nuevas rosas florecidas, y los pájaros que gorjeaban en sus árboles demoraban su partida, seducidos por aquella primavera eterna que la habitaba. En sus zocos se vendían las castañas asadas, las nueces, el fruto del granado y una miel dorada y riquísima que chorreaba de los odres. ¡Y qué decir de las especias y las hierbas!; la canela, la pimienta, el anís, la cúrcuma, el hinojo..., hacían del lugar el centro de los aromas.
Allá por donde íbamos pasando las gentes miraban con curiosidad o se decían cosas a escondidas. Algunos mercaderes inclinaban la cabeza y ofrecían al pequeño Zagal regaliz, cañadul y dulces de calabaza. Él se sostenía muy erguido sobre su corcel negro y entornaba los ojos, asentí mostrándose agradecido. Justo debajo de uno de los arcos de la calle del zoco, se hallaba una mujer bigotuda, muy entrada en carnes, que tenía unos pechos como cántaros. Vendía unos dulces de miel y almendra, se acercó sonriente al Zagal y le obsequió con un saquito de tela repleto de ellos. El niño respondió depositando en su mano dos dinares de oro, quedóse un poco rezagado hasta acercarse a donde yo estaba y puso los dulces sobre mi regazo. Esta fue su primera muestra de amistad hacia mí, y también la primera vez que advertí la hermosura del rostro del infante, cuyos ojos encendidos, años más tarde, causarían estragos a muchas damas.
Entró una de las sirvientes con un vaso de caldo de verduras muy caliente y mandó que encendieran el fuego de la alcoba. Acercó el vaso a mi boca y paciente esperó hasta que lo hube acabado. El calor del fuego y de la bebida me reconfortaban y comencé a recuperar el resuello, era preciso recuperarlo para cumplir con la última voluntad del sultán Ismail.
Había sucedido hacía largo tiempo, recién llegada yo a palacio. Organizaron una excursión al Monte Sacro que se hallaba a media legua de la Alhambra. Desde lo alto de esta colina podía divisarse el palacio en toda su grandeza. Según había escuchado por boca del niño Abdallah, a su madre, la sultana Nayara, le gustaban estos acontecimientos que habitualmente se celebraban en familia o con un grupo reducido de personas. Se preparaban comidas frías, las mojábanas, la cecina de atún traída de las costas, la lechuga y refrescos en abundancia, como el agua de azahar o la leche de almendras, además se formaban juegos y bailes. Yo estaba aquel día un poco desganada y triste pues aunque eran muchas las cosas que había encontrado en esta tan rica vida, también de vez en cuando echaba en falta a mis tíos y primos, empezaba a darme cuenta que no es tan fácil dejar atrás pasadas vivencias, por muy aburridas o tristes que fueren. Apercibióse de esto el Zagal, que era rápido como el lince en adivinar cuándo alguien se hallaba desanimado o cambiado, y me propuso que subiéramos hasta la cima del monte, donde el sultán Ismail había ascendido momentos antes para meditar a solas. Tubo que convencerme para ello, inventando alguna historia de brujas o misterios, sabiendo como sabía que yo era tan supersticiosa e ignorante, hasta que conseguí incitar mi curiosidad.
Cuando llegamos a lo alto, yo estaba tan agotada por la subida que no tuve ningún reparo y me recosté en el mismísimo suelo exhausta de cansancio. Tras de mí, el Zagal adoptó la postura de su tío y se sentó junto a él. Desde el lugar en el que estaba podía observar al hombre y al niño de perfil, se ponía el sol, los rostros veíanse iluminados por destellos rojizos. Colgaba sobre el pecho del rey un medallón que era una estrella de ocho puntas, trabajada con oro blanco, en cada una de las puntas brillaba un rubí pequeñito que era a su vez una estrella. La joya era de una belleza y un valor extremo, el rey no se lo quitó hasta el día de su muerte. El niño alzó la mano y lo estuvo acariciando, entonces preguntó al rey por qué lo llevaba siempre colgado. El sultán Ismail nos contó una historia. Este talismán -decía- pertenecían al primer rey de nuestra dinastía, el rey Yusuf ben Nazar, nuestro antepasado. Es la Suhá de los nazaríes y con ella comenzó nuestra suerte. Fue diseñada por un astrólogo eminente, cada una de sus puntas representa a un guerrero, de su decendencia tan sólo algunos reyes tuvimos el honor de llevarla; aquellos que según los astrólogos lo merecían por luchar con más ahínco por el Reino, ya sea por medio de su espada o a través de la razón. Yo tuve el honor de ser el séptimo legatario. Según los astrólogos, sólo ocho han de llevarla, y con el octavo, el Reino de Granada se perderá.
Después de contarnos esta increíble historia hubo un gran silencio y el zagal quedó pensativo y triste, yo me había incorporado por completo, pues el relato me había impresionado grandemente y miraba boquiabierta el talismán como algo terrible y poderoso. Entonces el rey se levantó, y devolviéndonos a la realidad con una sonrisa, nos invitó a bajar.
Aben Ismail, que así era llamado por su familia en honor a un antepasado, era un rey muy apuesto y sabio, su sóla presencia aquietaba a la muchedumbre, todos confiaban en su discurso, tenía el don de la palabra. Aunque tenía su residencia en otra plaza del reino, pasaba los veranos en la Alhambra. Guardaba buenas relaciones con su primo Abú Nasrsad, el padre del Zagal, y en tanto que éste pasaba grandes temporadas fuera, Ismail hacía las funciones de tutor de los hijos del "Ciriça".
Fue a partir de entonces cuando el niño Abdallah comunicó a su padre su deseo de ser adiestrado en las artes de la guerra. A pesar de ser tan joven, el rey, que era muy combativo, no se opuso sino todo lo contrario; puso al servicio de su hijo a los mejores paladines que se ocupaban algunos días en semana de sus instrucción. Cuando el infante alcanzó la mayoría de edad, era tan diestro con la espada y el arco, que era respetado por los más fieros soldados. Su fuerza y su estatura se habían multiplicado y su mirada se prendió de un fuego terrible y abrasador. Me sentía muy admirada de su energía, del misterioso halo que envolvía su persona. Sin pronunciar palabra, doblegaba las voluntades de aquellos que se le acercaban. Todo en él era de fuego; de fuego era su espada cuando se enfrentaba a los enemigos más encarnizados, de fuego las riendas de su corcel negro. Para los amigos era reconfortante tenerlo cerca por la seguridad que inspiraba, en el amor era peligrosa la cercanía, pues oí decir que era grande el fuego de su pasión.
Había crecido demasiado deprisa, ya no era el niño de quien yo me cuidaba de vestir y de que estuviese bien alimentado. Conforme se hacía mayor iba dejando de ser confidente conmigo, no me contaba sus inquietudes ni compartía sus aventuras. Comenzó a ser recatado en mostrar su cuerpo, sin embargo, yo fui testigo de alguna de sus experiencias más secretas, como si alguien que no es de este mundo hubiera destinado mi vida para guardar sus pasos en mi memoria.
Amayrana era la hija del sultán Ismail, estaba casada, por entonces contaba veintiocho años al igual que yo. Mujer de carácter independiente; tanto es así que pasaba los veranos en la Alhambra lejos de su esposo, a quien nunca tuve la oportunidad de conocer. Gustaba de la música, de la poesía, la botánica y medicina, trataba con poetas, filósofos y otras personas cultivadas, además era hermosa: cabellos claros, ojos almendrados, su piel tenía el color de la canela y el movimiento de su cuerpo era desenvuelto y seductor. Abdalah, desde la llegada de su prima aquel verano veíase extraño, como embargado por un gran desasosiego, apenas dormía, pasaba las noches en los alcázares ejercitándose, luchando con un invisible que no estaba fuera, sino dentro de él mismo.
Aquella noche había luna llena, el calor era sofocante, pues no corría ni un hilo de aire. Me desperté empapada en sudor, salí a uno de los patios y en uno de los estanques mojé un pañuelo, con él me estuve refrescando. Parecía no haber nadie, así es que cogí agua con ambas manos y la esparcí sobre mí. De pronto escuché unos pasos, pero el ruido venía de uno de los corredores más oscuros y no distinguí con claridad, sentí miedo y regresé a mi alcoba, apagué la vela y cerré la puerta, y ya más en seguro me asomé al balcón. Desde allí pude ver con claridad a un hombre de espaldas, estaba desnudo de cintura hacia arriba, su mano empuñaba una espada. Al poco, una mujer avanzó por detrás hacia donde él estaba, vestía una kamis trasparente, y con la luz de la noche se veía al trasluz la silueta de su cuerpo desnudo. Estaba descalza, es por esto que no se escucharon sus pasos y el hombre no advirtió su presencia. Permaneció un rato parada muy cerca de él. Escuché el murmullo de la princesa pronunciando su nombre... ¡Abdallah!, decía. El muchacho quedó petrificado, durante unos segundos permaneció inmóvil, entonces Amayrana comenzó a acariciarlo despacio, primero con sus manos y luego con todo su cuerpo, hasta que el Zagal no pudo resistirse y se dio la vuelta para tomarla allí mismo, junto al estanque, con una pasión incontenible.
Pero todo esto quedó borrado por el tiempo. Abdallah olvidó a Amayrana y se entregó a una pasión aún más fuerte, la de la guerra. Al principio puso sus fuerzas a la defensa de su hermano Abul Hasán, al que los cristianos llamaron Muley Acen, con el fin de hacerse fuerte en un reino cada vez más diezmado. Tuvo que luchar contra muchas adversidades, y la primera de ellas fue su propia familia: un hermano que desatendía las cuestiones políticas, distraído en complacer a su concubina cristiana. Su sobrino Boabdil, guiado por los consejos de su ambiciosa madre, iba dando pasos descalabrados desde antes de su subida al trono. El muchacho al que había protegido y amado se fue transformando en su enemigo. Tuvo que librar muchas plazas del Reino y trasladó su residencia a muchas de ellas, siempre acompañado de su familia: Equivila, su esposa, su hija Khadidja y la que os relata esta historia. El último lugar donde Abdallah tuvo su corte fue Wadis, en donde de seguro descansarían mis huesos. Cuando llegamos a esta ciudad, yo ya estaba muy vieja y debilitada. Pedí al Zagal que me permitiera vivir a solas. Había sido mucho el tiempo vivido con esta familia, y tan numerosos cambios, tristezas y acontecimientos hicieron mella en mi salud. Así me fue habilitada una vivienda ubicada en las cercanías de la Bib-Granada, de donde salí aquella mañana para encontrarme con él, pero no fue la voluntad de Alláh que así fuera.
Con la mano temblorosa como una hoja agitada por el viento, saqué de mi cinturón una bolsa de seda verde y cogiendo las manos de la hija del Zagal, vacié en ella su contenido. La estrella brilló entonces radiante y misteriosa como el día en el que el sultán Ismail nos contó su secreto. La Suhá de los nazaríes me fue encomendada a la muerte de aquel memorable e ilustre rey... "Dásela al principe Abdallah, él es el heredero", dijo en el lecho de su muerte. Derramé muchas lágrimas desde entonces, no quise que mi niño Abdallah fuera el guerrero que viera declinar un reino de tanta valía, por el que tanto y tan duramente había luchado. Pero muy a mi pesar el destino se estaba cumpliendo. "Cuídate de ella entrégasela a tu padre -dije entonces a Khaqdidja- Eol sultán Ismail supo por su sabiduría que él era el último legatario de la Suhá.
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