Ante el espejo del
vestidor, Angelina contempló la perfecta simbiosis que aquel Versace formaba con
su figura. Pasearía por la alfombra roja en apenas tres
horas y miles de destellos atraparían
cada detalle, cuidado hasta la perfección.
En
el barrio de Idgah, aún faltaban dos horas para la salida del sol. Rajul
preparaba como cada día el desayuno con arroz y puré de lentejas para sus tres
hijas. Esa mañana se sentía especialmente alegre. Tras cuatro años de aprendiz,
Aruna pasaría a formar parte de los pulidores a sueldo, y esas rupias
supondrían un alivio a la carga familiar, ahora que los mayores se habían
independizado.
La
ciudad rosa nunca dormía, sacudida por
los ecos del bullicio callejero, el tráfico desordenado y los miles de turistas
noctámbulos, cazadores de inútiles recuerdos.
La
noche había conseguido refrescar el calor diurno en ese último mes del invierno
y todo estaba dispuesto sobre la mesa de
la pequeña estancia, al fondo de la casucha destartalada, en la que Rajul
ejercía de barbero; lugar estratégico desde donde controlar los servicios de inspección, cada
vez más frecuentes e inoportunos. En esta ocasión la mercancía provenía de
Myanmar lo que aseguraba una excelente calidad.
El
buen hombre hacía números soñando con la posibilidad de casar lo antes posible a Aruna. Pronto cumpliría los
quince años y sus dedos ya no tendrían las pequeñas dimensiones y habilidad que
la singularizaba como la más deseada por los talleres diseminados en el barrio
más humilde de la ciudad. Bendecida por
un don especial, las piezas que salían de sus manos teñidas de verde óxido, eran las más
codiciadas del mercado. La pequeña empezaba a acusar las primeras molestias en su
espalda y su dedo índice, ligeramente
deformado, perdía agilidad en la rueda. Los hijos mayores también habían tenido el honor de ser pulidores, era la tradición
familiar, pero ninguno había alcanzado la destreza de la muchacha. Sin embargo
aún quedaban demasiado lejos las veinte mil rupias necesarias para asegurarle
un marido sin pretensiones.
Estas ideas rondaban su cabeza cuando Aruna se
levantó de su camastro. Llevaba demasiado tiempo despertando con esa molesta
tos seca.
Sacudió
su cabello desalojando así de su cabeza el recurrente sueño que la agitaba
desde que su padre le prohibiera continuar en la escuela, siete años atrás. Ya
casi había olvidado su habilidad con la lectura
y los números, diluyendo sus primeros anhelos en el espejismo de un mundo inalcanzable
que se escapaba en las maletas de los turistas que visitaban la ciudad, para
luego abandonarla y dirigirse a sus confortables despachos o salones de casas
de verdad.
Se
aseó y vistió con prisa el traje de
faena, tomó su habitual desayuno y ocupó su puesto junto a sus hermanas
pequeñas y los dos hijos del vecino.
Rajul
esparció las piedras en la mesa, entregando a su hija un fantástico
<<sangre de paloma>>, con una tonalidad azul en el rojo, como no
había visto antes. Sus ojos se encendieron con el brillo ardiente de la
ambición. El capataz se sentiría orgulloso de su pequeña cuando acudiera, al
medio día, a inspeccionar el trabajo. Sería
la ocasión perfecta de solicitar al menos cuarenta rupias diarias.
En la semioscuridad, los ojos de Aruna,
competían con el polvo verde de sus manos, mientras hacía girar el disco sobre
el que aquel rubí tomaba la forma oval deseada. Rodaba al ritmo agitado de las
ansias de la mujer que deseaba dejar de ser niña.
Comenzaba
la tarde y los invitados empezaba a
ocupar sus asientos en el Dolby Theatre. Las vallas que circundaban la entrada
estallaban con el clamor de las voces de los periodistas congregados que
gritaban su nombre, pidiendo una fotografía o un posado original.
Los destellos de la tormenta de flases,
acentuaban el rojo sangre del << ratna-yaka >> que Angelina lucía
en su cuello.
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