La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 12 de agosto de 2025

Raices de paja, por Jacobo Vieites Sánchez

 


Siempre he estado aquí. En este rincón de tierra entre almendros y olivos, con la sierra de Baza al fondo y Guadix no muy lejos, recortada en el horizonte. He visto más amaneceres, más lunas llenas y más tormentas de lo que puedo recordar. Y aunque el cuerpo se me dobla y cruje con los años y el sol me agrieta la piel, sigo en pie, mirando la tierra como quien contempla algo sagrado.

Aquí aprendí que el campo posee su propio ritmo, que cada estación tiene su voz y su pausa. El invierno es de silencio y espera; la primavera, de brotes nuevos y esperanza; el verano, de fuego y siega; el otoño, de recogida y despedidas. No hace falta hablar mucho cuando uno vive en mitad de la belleza del campo: a veces basta con observar. Yo observo. Siempre lo he hecho. Como si no fuese capaz de hacer otra cosa.

Conozco cada curva del horizonte, cada raíz que asoma entre la tierra, cada pájaro que se atreve a probar el fruto aún verde. También conozco a los hombres y mujeres que han pasado por este lugar. Antes eran más. Se escuchaban risas infantiles, se oía el incesante traqueteo de los remolques, las canciones de las abuelas mientras se ponía el sol. Pero ahora somos menos. El pueblo mengua. Y los que quedamos ya no somos tan jóvenes.

El que fue mi compañero toda la vida ya no tiene la fuerza de antes. Lo noto en su espalda curvada, en el modo en que se arrodilla para arrancar las malas hierbas y en sus sonidos al levantarse. A veces se sienta a mi lado, como si fuéramos iguales, y habla conmigo como si yo también envejeciera.

—Nos quedamos solos, viejo —me dijo un día, mirando al cielo azul.

Y yo lo miré, como siempre. En silencio. Sin moverme.

Cuando me creó, ni él ni yo imaginábamos que yo duraría tanto. Me vistió con una camisa de cuadros que fue suya, un sombrero de paja y unos pantalones repletos de remiendos. Me colocó entre los surcos de la finca como quien clava una bandera. Me solía llamar “compañero”, aunque nunca tuve nombre real. Pero sí tuve compañía. Su compañía.

He visto a su mujer traerle la comida en las infinitas jornadas de trabajo, a sus hijos correr entre los almendros. He visto crecer a esos niños y he visto cómo se marchaban a buscar vida en otra parte. Y mientras nosotros dos unidos a este campo, como si con el tiempo hubiéramos echado raíces en él.

Hasta que un día lo vi venir acompañado. A pesar de los años, reconocí la cara a su lado, al fin y al cabo lo había visto crecer frente a mí. Su hijo Juan era ya todo un hombre, había vuelto a casa, a continuar la tradición de su familia. No sabía si él se acordaba de mí, pero me hizo ilusión verlo de vuelta en su hogar. Tras ellos un niño, pequeño, rubio, de ojos brillantes corría de un lado para otro sin parar. Parecía querer descubrir cada rincón de un mundo que le parecía nuevo. Mi anciano compañero sonreía, contestando a cada una de las preguntas del muchacho, explicándole los secretos de cada árbol y cada fruto. El niño reía, tocaba la tierra con las manos, perseguía las mariposas. De repente, el sol parecía brillar más.

Y entonces, un par de días después, ocurrió.

—Abuelo, quiero hacer uno como ese —dijo señalándome con el dedo—. Un espantapájaros niño.

No supe si sonreír. No tengo boca. Pero mi pecho latió como si de repente tuviera un corazón en él.

Y así lo hicieron. Con una camiseta a rayas que le quedaba pequeña y una visera roja. Lo pusieron a mi lado, algo torcido, como si el viento lo hubiese empujado. Tenía los brazos extendidos, y dos botones amarillos por ojos que reflejaban el brillo del atardecer.

Desde ese día ya nunca estuve solo.

Ahora, cuando amanece, siento que algo nuevo ha florecido. El viejo me mira distinto, con otra luz en los ojos. A veces me sigue hablando y me pregunta qué tal con mi “nieto”, como si los espantapájaros también tuviéramos alma. El niño corre entre los dos, nos cambia los sombreros, nos decora con flores y nos pone nombres nuevos cada semana.

He aprendido que la vida es como sembrar: a veces las semillas brotan donde menos lo esperas.

Quizá aún haya tiempo para que vuelva la risa a los campos. Para que alguien, dentro de muchos años, con su hijo de la mano, mire a este pequeño espantapájaros y diga: “Aquí empezó todo de nuevo”.

Mientras, yo seguiré en mi sitio. Viendo pasar las estaciones. Mirando el campo. Y cuando el viento sople fuerte desde la sierra, me aseguraré de que la visera del pequeño no salga volando. Porque eso es lo que hacemos los abuelos: cuidar, enseñar y al igual que el campo… resistir.

 

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