La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 12 de agosto de 2025

La semilla de Aurelia, por Manuel Recuero Gutiérrez.

 


Aurelia nunca quiso marcharse. Ni cuando sus hijos se fueron a la ciudad, ni cuando el médico le dijo que aquel invierno no sería fácil para los pulmones, ni cuando le ofrecieron vender la finca para hacer un camping rural. “Esta tierra me ha dado todo”, decía. “Yo sólo intento devolverle un poco”.

En su cortijo, escondido entre Fonelas y Belerda, Aurelia vivía tranquila. Tenía almendros, unas parras que daban sombra al verano y un huerto que cuidaba como quien riega los recuerdos. Por las mañanas, hablaba con las gallinas y horneaba pan, sin prisa, como enseñaron los de antes.

Cuando tenía tiempo, que era casi siempre, preparaba tarros de mermelada de higo, bizcochos de sémola con anís, y un aceite con laurel que curaba hasta las penas.

La gente la conocía de la feria comarcal. Siempre tenía el puesto más bonito: mantel bordado, flores frescas y un cuenco con almendras garrapiñadas para quien pasara. No vendía mucho, pero tampoco le importaba.

—Yo no vendo. Yo comparto —decía.

Un día, sin avisar, dejó de ir.

Fue Marta, una joven de Guadix que gestionaba una iniciativa de productos locales, quien subió a verla. La encontró bien, pero más delgada. Le había fallado una pierna y no podía andar bien. Aurelia le sonrió desde el porche:

—La tierra no necesita correr. Yo tampoco.

Pasaron la tarde hablando. Marta le preguntó por recetas, por plantas, por cómo distinguir un buen aceite sólo por el olor.

 

Antes de irse, Aurelia le entregó una pequeña bolsa de tela.

—Toma. Son semillas de tomate de colgar. De las de antes. Si las plantas con luna creciente, y las riegas cantando, dan frutos dulces hasta en noviembre. Pero ojo: si las plantas con prisa, se amargan.

Marta rió. Pero las sembró.

Ese verano fue el más seco en años. A muchos no les cuajó la cosecha. Pero en el pequeño bancal de Marta, en la huerta comunitaria que acababan de arrancar en Guadix, los tomates crecieron como si supieran que estaban en peligro de extinción. Rojos, firmes, dulces como cerezas.

Algunos se rieron: “Milagro de Aurelia”, decían. Pero otros empezaron a preguntar. ¿Qué más sabía aquella mujer? ¿Qué otras semillas tenía guardadas?

Marta volvió a visitarla. Esta vez no pidió permiso. Trajo una cesta con sus tomates, pan de horno de Darro y queso de cabra curado de Albuñán. Comieron juntas bajo la parra. Aurelia, emocionada, le confesó que guardaba un arcón con más de cincuenta variedades de semillas de la comarca. Judías pintas, garbanzos de secano, trigo recio, calabaza blanca, incluso lentejas que ya nadie cultivaba.

—Todo esto es Guadix —le dijo—. Pero la tierra sin gente que la quiera no da nada.

Así nació el proyecto “Semillas con nombre”. Marta lo lanzó con ayuda del ayuntamiento y los agricultores de la zona. El objetivo era sencillo: recuperar las variedades tradicionales de la comarca, cuidarlas y compartirlas. Cada sobre de semillas llevaba no solo el nombre de la planta, sino también el de la persona que la había cuidado. “Tomate Aurelia”, “Garbanzos de Paco el de Hernán-Valle”, “Calabaza Lola de Exfiliana”.

Se ofrecían en ferias, colegios, talleres. La gente volvió a sembrar. En terrazas, en huertos, en campos abandonados. Y con cada planta, se recuperaba una historia.

En un año, Guadix Natural dejó de ser solo una marca. Se convirtió en una red de personas que cultivaban memoria. Panaderos que volvían a usar trigo viejo. Queseros que apostaban por leche de cabra payoya. Agricultores que dejaban descansar la tierra como les enseñaron sus abuelos.

Y Aurelia, desde su porche, lo veía todo con ojos tranquilos.

—Ahora sí me puedo ir tranquila —le dijo a Marta una tarde de abril—. Ya he sembrado bastante.

Pero no se fue.

Cada semana, algún niño subía a visitarla con una planta en la mano. Querían saber si la hoja estaba bien, si la flor era buena, si aquello que crecían sabía cómo tenía que saber.

Aurelia miraba, olía, a veces daba un mordisco. Y luego decía:

—Bien hecho. Pero riega con alegría. Si lo haces triste, la tierra lo nota.

Hoy, en cada mercado de la comarca, hay productos con etiquetas que dicen:

“Semilla con nombre. Crecida en Guadix con memoria y cariño.”

Hay gente que viene desde lejos sólo para probar esos tomates, esas mermeladas, ese aceite que no se parece a ningún otro.

Pero los que viven aquí, los que caminan entre los secaderos, las vegas y los almendros, saben que no es sólo el sabor. Es algo más. Es el respeto. La paciencia. El saber que esta tierra no es nuestra, pero nosotros sí somos suyos.

Y si alguna vez pasas por una finca pequeña entre Fonelas y Belerda, y ves a una mujer mayor sentada bajo una parra, no dudes en saludar.

Aurelia quizá no oiga bien. Pero la tierra sí.

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