Aurelia nunca quiso
marcharse. Ni cuando sus hijos se fueron a la ciudad, ni cuando el médico le
dijo que aquel invierno no sería fácil para los pulmones, ni cuando le
ofrecieron vender la finca para hacer un camping rural. “Esta tierra me ha dado
todo”, decía. “Yo sólo intento devolverle un poco”.
En su cortijo, escondido
entre Fonelas y Belerda, Aurelia vivía tranquila. Tenía almendros, unas parras
que daban sombra al verano y un huerto que cuidaba como quien riega los
recuerdos. Por las mañanas, hablaba con las gallinas y horneaba pan, sin prisa,
como enseñaron los de antes.
Cuando tenía tiempo, que era
casi siempre, preparaba tarros de mermelada de higo, bizcochos de sémola con
anís, y un aceite con laurel que curaba hasta las penas.
La gente la conocía de la
feria comarcal. Siempre tenía el puesto más bonito: mantel bordado, flores
frescas y un cuenco con almendras garrapiñadas para quien pasara. No vendía
mucho, pero tampoco le importaba.
—Yo no vendo. Yo comparto
—decía.
Un día, sin avisar, dejó de
ir.
Fue Marta, una joven de
Guadix que gestionaba una iniciativa de productos locales, quien subió a verla.
La encontró bien, pero más delgada. Le había fallado una pierna y no podía
andar bien. Aurelia le sonrió desde el porche:
—La tierra no necesita
correr. Yo tampoco.
Pasaron la tarde hablando.
Marta le preguntó por recetas, por plantas, por cómo distinguir un buen aceite
sólo por el olor.
Antes de irse, Aurelia le
entregó una pequeña bolsa de tela.
—Toma. Son semillas de
tomate de colgar. De las de antes. Si las plantas con luna creciente, y las
riegas cantando, dan frutos dulces hasta en noviembre. Pero ojo: si las plantas
con prisa, se amargan.
Marta rió. Pero las sembró.
Ese verano fue el más seco
en años. A muchos no les cuajó la cosecha. Pero en el pequeño bancal de Marta,
en la huerta comunitaria que acababan de arrancar en Guadix, los tomates
crecieron como si supieran que estaban en peligro de extinción. Rojos, firmes,
dulces como cerezas.
Algunos se rieron: “Milagro
de Aurelia”, decían. Pero otros empezaron a preguntar. ¿Qué más sabía aquella
mujer? ¿Qué otras semillas tenía guardadas?
Marta volvió a visitarla.
Esta vez no pidió permiso. Trajo una cesta con sus tomates, pan de horno de
Darro y queso de cabra curado de Albuñán. Comieron juntas bajo la parra.
Aurelia, emocionada, le confesó que guardaba un arcón con más de cincuenta
variedades de semillas de la comarca. Judías pintas, garbanzos de secano, trigo
recio, calabaza blanca, incluso lentejas que ya nadie cultivaba.
—Todo esto es Guadix —le
dijo—. Pero la tierra sin gente que la quiera no da nada.
Así nació el proyecto
“Semillas con nombre”. Marta lo lanzó con ayuda del ayuntamiento y los
agricultores de la zona. El objetivo era sencillo: recuperar las variedades
tradicionales de la comarca, cuidarlas y compartirlas. Cada sobre de semillas
llevaba no solo el nombre de la planta, sino también el de la persona que la
había cuidado. “Tomate Aurelia”, “Garbanzos de Paco el de Hernán-Valle”,
“Calabaza Lola de Exfiliana”.
Se ofrecían en ferias,
colegios, talleres. La gente volvió a sembrar. En terrazas, en huertos, en
campos abandonados. Y con cada planta, se recuperaba una historia.
En un año, Guadix Natural
dejó de ser solo una marca. Se convirtió en una red de personas que cultivaban
memoria. Panaderos que volvían a usar trigo viejo. Queseros que apostaban por
leche de cabra payoya. Agricultores que dejaban descansar la tierra como les enseñaron
sus abuelos.
Y Aurelia, desde su porche,
lo veía todo con ojos tranquilos.
—Ahora sí me puedo ir
tranquila —le dijo a Marta una tarde de abril—. Ya he sembrado bastante.
Pero no se fue.
Cada semana, algún niño
subía a visitarla con una planta en la mano. Querían saber si la hoja estaba
bien, si la flor era buena, si aquello que crecían sabía cómo tenía que saber.
Aurelia miraba, olía, a
veces daba un mordisco. Y luego decía:
—Bien hecho. Pero riega con
alegría. Si lo haces triste, la tierra lo nota.
Hoy, en cada mercado de la
comarca, hay productos con etiquetas que dicen:
“Semilla con nombre. Crecida
en Guadix con memoria y cariño.”
Hay gente que viene desde
lejos sólo para probar esos tomates, esas mermeladas, ese aceite que no se
parece a ningún otro.
Pero los que viven aquí, los
que caminan entre los secaderos, las vegas y los almendros, saben que no es
sólo el sabor. Es algo más. Es el respeto. La paciencia. El saber que esta
tierra no es nuestra, pero nosotros sí somos suyos.
Y si alguna vez pasas por
una finca pequeña entre Fonelas y Belerda, y ves a una mujer mayor sentada bajo
una parra, no dudes en saludar.
Aurelia quizá no oiga bien.
Pero la tierra sí.
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