La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 12 de agosto de 2025

Fanega de trigo, por José Cobo de la Cruz



 

Por lo que oí y mi larga experiencia sé que la trilla es la faena suprema de la cosecha. Es el arte de separar el grano de la paja. Hoy cumplí mi destino en esta labor ancestral. Lo hice bien. Estoy contento, aunque el cansancio y el dolor me acompañen. Soy duro, pero vulnerable. Las callosidades talladas por el empedrado me protegen como si fueran una coraza.     

El tío Frasco, mi amo, sonríe complacido al contemplar las espigas y los tallos de trigo candeal deshechos con precisión: el grano liberado de su cárcel dorada por un lado; la paja menuda, por el otro. Dejé en su punto la parva para  aventar y concluir con el cribado.

Soy un trillo. Me llaman « El Abuelo», porque fue él quien me dio la vida, quien me forjó con maña y sabiduría. Soy un tesoro, una reliquia que guarda la historia de la saga familiar.

Estoy envejecido. Pertenezco a una especie única de pino silvestre, el más duro de la sierra. El abuelo me compró tras la saca para la faja del cortafuegos de una umbría de las estribaciones del Picón de Jerez. Sin embargo, a pesar de mis grietas y astillados, soy todavía una herramienta imprescindible.

Al final de la trilla, mi amo Frasquito —así lo llama su mujer María la “Cuetera”; su padre era pirotécnico —me cuida con delicadeza. Pule mis desgarros, lima los desgastes de los roces que la era empedrada imprime en mi cuerpo. Luego, como una caricia amarga, me unta con un líquido aceitoso y fétido que sella mi superficie veteada. Cuando seca el mejunje, mi amo me besa como si fuera digno de su estima, y me siento querido y valioso. Se aleja con los ojos humedecidos y murmura sollozando: « Eres el  trillo del Abuelo ».

 María la Cuetera maneja el cedazo grande de la criba  con habilidad, separa el trigo de la paja. El calor abrasador le sofoca. Lo confirma su pañuelo empapado de sudor, pero persevera rezando  jaculatorias marianas —las que le enseñó su tía abuela —, y, a su  manera, aleja el sentimiento de debilidad y derrota.

— ¿Cuánto tiempo más soportaras este ritmo, este destino sin fin?

Ella lanza un suspiro contenido; no quiere alarmar a Frasquito ni despertar a su hija. Sufre en silencio la ausencia de Carmela.  Mira al cielo cegador como lanzando una plegaria al viento del sur. 

—Lo hago por ellos dos. No tengo otra opción. Don José, el cura del pueblo, dice que me estoy ganando el cielo, y eso es mucho. El trabajo me libera si lo hago por amor.

El tío Frasco barre la era con furia, empuñando una escoba hecha por él mismo con ramas de mimbre y retama del monte, atada en el extremo con una trenza de esparto curado. Cada barrido es enérgico, rabioso como si buscara arrancar sangre entre los resquicios de los cantos rodados. Sé que piensa en ella, en los rumores de la gente. ¿Por qué no les escribe?

—Frasco, odias esto, ¿verdad? La fatiga grita en tu respiración, tu corazón late demasiado deprisa. Amenaza con saltar.

—Sí, trillo  “El Abuelo”, lo siento en el alma. Cada día me pesa más. El mundo me  enterrará sin que me dé cuenta. Pero no puedo ceder. Mi niña debe ir a la universidad. Eso depende de mí sudor. Este año la cosecha es buena. El trigo sube. El cielo está despejado y no habrá tormenta de verano.

 El destino familiar los marcó con la pobreza, pero no están dispuesto a perder la batalla en su lucha por un mañana mejor. El sufrimiento y la esperanza  templaron sus corazón de acero Nada los detendrá. Ni a ellos, ni a mí.

Me suelen arrinconar en la cuadra  hasta el año siguiente. Yo tampoco me detendré en la próxima cosecha. O, quizás..., ¿se irán a la ciudad por los estudios de Encarnita? Ese pensamiento, atrapado de repente, remueve mis fibras sensibles de madera de pino silvestre endurecida por el frio de la sierra.

Encarnita duerme sobre mi regazo acogedor de pino bueno,  de espalda al sol, debajo de la acacia de la era, con la cabeza apoyada sobre unas gavillas de trigo que hacen las veces de almohada. Está agotada y duerme tranquila. Su madre la mira de vez en cuando. Yo exhalo vapores invisibles para ahuyentar las moscas y mosquitos de su cara. Los tengo a raya. El viento, mi fiel amigo, me ayuda en el propósito.

Encarnita, ahora que me escuchas… no puedes quedarte atrapada en esta tierra árida. Serías una semilla sin germinar. Sigue el consejo de tu padre. La universidad es alegría y la juventud promesa de triunfo.

—Sí, trillo “El Abuelo”…, me gustaría ser médica. Doña Trinidad dice que sirvo para los estudios. Pero me gusta el bosque y la naturaleza, los amigos del cole y el pueblo. Y mamá quiere que sea monja. Sólo nos costaría una fanega de trigo como dote para entrar en el convento. Además, debo cuidar a papá que trabaja demasiado y siempre lo veo triste. No lo sé, ya veré más adelante.

El tiempo transcurre como el trigo que se desgrana: grano a grano, cosecha a cosecha. Hace años que comparto silencio y destino con la oscuridad de la cuadra. Soy prisionero del tiempo, del eco de los  recuerdos y del polvo de la era. Siento cómo la carcoma roe mi alma noble de pino silvestre, la misma que un día mimaron las manos fuertes y tiernas del abuelo; sin embargo, me consuela la idea que algo de mí vivirá en ellos.

 

Desde mi cautiverio escucho la noticia que trajo un paisano que llegó de Barcelona. «Vi a Encarnita del brazo de su hermana Carmela, iban muy arregladas, caminaban por la Avenida del Paralelo. Paco el «Perlas» les esperaba en la puerta de “El Molino”».

 

Quizás…Encarnita ya no recuerde siquiera que fui su cuna y que, con mí nana de silencio perfumado, ahuyentaba moscas y mosquitos de su cara.

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