Por lo que oí y mi larga experiencia sé que la trilla
es la faena suprema de la cosecha. Es el arte de separar el grano de la paja.
Hoy cumplí mi destino en esta labor ancestral. Lo hice bien. Estoy contento,
aunque el cansancio y el dolor me acompañen. Soy duro, pero vulnerable. Las
callosidades talladas por el empedrado me protegen como si fueran una
coraza.
El tío
Frasco, mi amo, sonríe complacido al contemplar las espigas y los tallos de
trigo candeal deshechos con precisión: el grano liberado de su cárcel dorada
por un lado; la paja menuda, por el otro. Dejé en su punto la parva para aventar y concluir con el cribado.
Soy un
trillo. Me llaman « El Abuelo», porque fue él quien me dio la vida, quien me
forjó con maña y sabiduría. Soy un tesoro, una reliquia que guarda la historia
de la saga familiar.
Estoy
envejecido. Pertenezco a una especie única de pino silvestre, el más duro de la
sierra. El abuelo me compró tras la saca para la faja del cortafuegos de una
umbría de las estribaciones del Picón de Jerez. Sin embargo, a pesar de mis
grietas y astillados, soy todavía una herramienta imprescindible.
Al final de
la trilla, mi amo Frasquito —así lo llama su mujer María la “Cuetera”; su padre
era pirotécnico —me cuida con delicadeza. Pule mis desgarros, lima los desgastes
de los roces que la era empedrada imprime en mi cuerpo. Luego, como una caricia
amarga, me unta con un líquido aceitoso y fétido que sella mi superficie
veteada. Cuando seca el mejunje, mi amo me besa como si fuera digno de su
estima, y me siento querido y valioso. Se aleja con los ojos humedecidos y
murmura sollozando: « Eres el trillo del
Abuelo ».
María la Cuetera maneja el cedazo grande de la
criba con habilidad, separa el trigo de
la paja. El calor abrasador le sofoca. Lo confirma su pañuelo empapado de
sudor, pero persevera rezando
jaculatorias marianas —las que le enseñó su tía abuela —, y, a su manera, aleja el sentimiento de debilidad y
derrota.
— ¿Cuánto
tiempo más soportaras este ritmo, este destino sin fin?
Ella lanza
un suspiro contenido; no quiere alarmar a Frasquito ni despertar a su hija.
Sufre en silencio la ausencia de Carmela.
Mira al cielo cegador como lanzando una plegaria al viento del sur.
—Lo hago por
ellos dos. No tengo otra opción. Don José, el cura del pueblo, dice que me
estoy ganando el cielo, y eso es mucho. El trabajo me libera si lo hago por
amor.
El tío
Frasco barre la era con furia, empuñando una escoba hecha por él mismo con
ramas de mimbre y retama del monte, atada en el extremo con una trenza de
esparto curado. Cada barrido es enérgico, rabioso como si buscara arrancar
sangre entre los resquicios de los cantos rodados. Sé que piensa en ella, en
los rumores de la gente. ¿Por qué no les escribe?
—Frasco,
odias esto, ¿verdad? La fatiga grita en tu respiración, tu corazón late
demasiado deprisa. Amenaza con saltar.
—Sí, trillo “El Abuelo”, lo siento en el alma. Cada día me
pesa más. El mundo me enterrará sin que
me dé cuenta. Pero no puedo ceder. Mi niña debe ir a la universidad. Eso
depende de mí sudor. Este año la cosecha es buena. El trigo sube. El cielo está
despejado y no habrá tormenta de verano.
El destino familiar los marcó con la pobreza,
pero no están dispuesto a perder la batalla en su lucha por un mañana mejor. El
sufrimiento y la esperanza templaron sus
corazón de acero Nada los detendrá. Ni a ellos, ni a mí.
Me suelen
arrinconar en la cuadra hasta el año
siguiente. Yo tampoco me detendré en la próxima cosecha. O, quizás..., ¿se irán
a la ciudad por los estudios de Encarnita? Ese pensamiento, atrapado de
repente, remueve mis fibras sensibles de madera de pino silvestre endurecida
por el frio de la sierra.
Encarnita
duerme sobre mi regazo acogedor de pino bueno,
de espalda al sol, debajo de la acacia de la era, con la cabeza apoyada
sobre unas gavillas de trigo que hacen las veces de almohada. Está agotada y
duerme tranquila. Su madre la mira de vez en cuando. Yo exhalo vapores
invisibles para ahuyentar las moscas y mosquitos de su cara. Los tengo a raya.
El viento, mi fiel amigo, me ayuda en el propósito.
—Encarnita,
ahora que me escuchas… no puedes quedarte atrapada en esta tierra árida. Serías
una semilla sin germinar. Sigue el consejo de tu padre. La universidad es
alegría y la juventud promesa de triunfo.
—Sí, trillo “El
Abuelo”…, me gustaría ser médica. Doña Trinidad dice que sirvo para los
estudios. Pero me gusta el bosque y la naturaleza, los amigos del cole y el
pueblo. Y mamá quiere que sea monja. Sólo nos costaría una fanega de trigo como
dote para entrar en el convento. Además, debo cuidar a papá que trabaja
demasiado y siempre lo veo triste. No lo sé, ya veré más adelante.
El tiempo
transcurre como el trigo que se desgrana: grano a grano, cosecha a cosecha. Hace
años que comparto silencio y destino con la oscuridad de la cuadra. Soy
prisionero del tiempo, del eco de los
recuerdos y del polvo de la era. Siento cómo la carcoma roe mi alma
noble de pino silvestre, la misma que un día mimaron las manos fuertes y
tiernas del abuelo; sin embargo, me consuela la idea que algo de mí vivirá en
ellos.
Desde mi
cautiverio escucho la noticia que trajo un paisano que llegó de Barcelona. «Vi
a Encarnita del brazo de su hermana Carmela, iban muy arregladas, caminaban por
la Avenida del Paralelo. Paco el «Perlas» les esperaba en la puerta de “El Molino”».
Quizás…Encarnita
ya no recuerde siquiera que fui su cuna y que, con mí nana de silencio
perfumado, ahuyentaba moscas y mosquitos de su cara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario