La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 12 de agosto de 2025

Melocotones, por Cecilia Díaz Marín (Relato ganador).

 


Como era habitual, habían dejado la preparación de la sangría para última hora. Así, si algún invitado llegaba con puntualidad a la fiesta, las solía ayudar en su elaboración o, al menos, en su cata preliminar.

Elisa había pelado varios melocotones comprados, junto otras bebidas y vituallas, en un supermercado virtual que suplía la escasez de comercios en el barrio céntrico donde vivían. Sin hacer uso de una tabla de cortar, los partía en cuadraditos de regularidad pasmosa, mientras Sonia, con una concentración que le daba aires de bruja urdiendo un conjuro, mezclaba vino, ron y limonada en un humilde (pero enorme) cubo de plástico azul.

Cuando faltaba el último cuarto de melocotón por trocear, Elisa olvidó su meticulosidad y, desprendiendo la carne del hueso, se metió el resto de la fruta en la boca y la saboreó con los ojos cerrados.

Sonia, que acababa de terminar su poción mágica para animar fiestas, miró a su compañera de piso con extrañeza primero, después con sorna.

-          ¿Momento magdalena con el melocotón, Eli?

Avergonzada por haber sido sorprendida en su fruición, Elisa respondió con una firmeza un tanto desmedida a la inocua broma de su compañera de piso.

-          Qué sabrás tú lo que es un melocotón, Sonia. Creéme: esta cosa insípida, dura y sin una pizca de olor, desde luego que no lo es.

Sonia, sorprendida por la severidad de Elisa, hizo ademán de cambiar de tema –quizás señalar que sus invitados ya llegaban tarde, o sugerir que la fiesta era un buen momento para lanzarse, por fin, con Julio-, pero su amiga se le adelantó.

-          Hablando de melocotones, Sonia, quería contarte algo en lo que estoy pensando desde hace algún tiempo…

Y entonces lo soltó, con la firmeza que le daban sus frecuentes prácticas mentales, pero también trasluciendo inquietud en aquel ensayo general de la gran función que pronto representaría ante sus (previsiblemente) atónitos y decepcionados padres.

El pueblo donde estos aún vivían había sido próspero, si no rico, en los años que antecedieron a la construcción de la autovía que, si bien lo conectó con la capital, también lo dejó desangrándose, seccionado en dos por una carretera nacional por la que ya casi nadie pasaba, salpicada de puestos coagulados de cacharros de cerámica sin comprar, que fueron cerrando en los siguientes años. También por aquel entonces, el orgullo de su pequeña y fértil vega, el glorioso melocotón aromático y tardío que había dado renombre al pueblo, murió de éxito cuando, ante su paulatina demanda, se intentó hacer pasar por autóctonos otros melocotones foráneos de mejor aspecto, pero escaso sabor y perfume, destrozando así la fama en menos tiempo del que había costado edificarla.

Elisa, nacida poco después de esas últimas glorias, siempre había sentido premura por no dejarse atrapar por aquella decadencia. Ya veinteañera, arquitecta y cosmopolita, volvía al pueblo, del que también sus amigos del instituto habían huido para ubicarse en la ciudad, sólo lo imprescindible. Por ello, a Sonia le sorprendió la decisión que iba a tomar -que ya había tomado- y que, en casi diez años de amistad, jamás hubiera esperado, pese a que desde hacía algún tiempo la notaba pensativa, insatisfecha.

Seguía Elisa hablando cuando llegó el primer invitado: Julio, con una camisa blanca que le hacía parecer aún más guapo y resplandeciente, pero al que las jóvenes, con el eco del discurso aún retumbando entre las paredes, prestaron escasa atención.

La fiesta, largamente planeada, fue un pequeño fracaso. Los invitados, percibiendo un enrarecimiento entre las anfitrionas, se marcharon temprano con la excusa de continuar en un pub cercano. Elisa y Sonia se quedaron recogiendo los escombros del sarao, terminando la noche entre justificaciones, preguntas, lágrimas y un abrazo final, si no de comprensión, al menos, de apoyo.

*          *          *

Pese a que las jóvenes se habían escrito casi a diario durante el año que había pasado desde aquella fiesta, llevaban varios meses sin verse. Exultante por la visita de Sonia, Elisa no hizo comentarios sobre la incongruencia del atavío que esta había elegido para caminar por la finca (pantalón bombacho blanco, botas militares negras y un minúsculo top de crochet), más apropiado para un festival veraniego que para recolectar fruta.

Mientras recorrían aquel laberinto fragante, fue presentando a su amiga a los jornaleros con los que se encontraron, intercalando curiosidades sobre el cuidado del melocotonero y del funcionamiento de la cooperativa de la que era la socia más joven con explicaciones sobre cómo compaginaba su labor en ella (publicidad y redes sociales, junto a tareas puramente agrícolas que le resultaban inesperadamente gratificantes) con dos días de teletrabajo en el despacho de arquitectura del que no había querido desvincularse.

Al volver de la finca, se sentaron en el porche de la cueva donde ahora vivía Elisa y siguieron charlando frente a una cerveza helada mientras caía el crepúsculo lánguidamente. De repente, Elisa desapareció en los vericuetos de la cueva, regresando con un boceto que colocó con mimo sobre la mesa. Era un melocotón dibujado con tinta negra, delimitado por una línea doble que empezaba y terminaba en su parte superior, engarzando el extremo inicial con el final en una especie de v, como si lo estuviera mordiendo.

-          Mira el logotipo que he diseñado para la cooperativa, Sonia. Es un melocotón, pero también es un uróboro. ¿Sabías que son dos símbolos de inmortalidad? Quería unirlos, pero sin que el uróboro fuera una serpiente. Podría parecer un gusano, y no queremos que se nos asocie con fruta podrida… ¿Te gusta?

Sonia miró al horizonte, donde se vislumbraba, incendiada por el ocaso, una de las hazas que había sido de los abuelos de Elisa y que algún día sería de sus hijos, si los tenía. Por primera vez, entendió completamente el viraje que había emprendido. El melocotón, el oróboro, alegorías de inmortalidad. También lo era, comprendió, el campo, que le había dado el sentimiento de arraigo y pertenencia que ahora la iluminaba. Miró con orgullo a su amiga, y asintió con la cabeza.

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