Como
era habitual, habían dejado la preparación de la sangría para última hora. Así,
si algún invitado llegaba con puntualidad a la fiesta, las solía ayudar en su elaboración
o, al menos, en su cata preliminar.
Elisa
había pelado varios melocotones comprados, junto otras bebidas y vituallas, en
un supermercado virtual que suplía la escasez de comercios en el barrio céntrico
donde vivían. Sin hacer uso de una tabla de cortar, los partía en cuadraditos
de regularidad pasmosa, mientras Sonia, con una concentración que le daba aires
de bruja urdiendo un conjuro, mezclaba vino, ron y limonada en un humilde (pero
enorme) cubo de plástico azul.
Cuando
faltaba el último cuarto de melocotón por trocear, Elisa olvidó su
meticulosidad y, desprendiendo la carne del hueso, se metió el resto de la
fruta en la boca y la saboreó con los ojos cerrados.
Sonia,
que acababa de terminar su poción mágica para animar fiestas, miró a su
compañera de piso con extrañeza primero, después con sorna.
-
¿Momento magdalena con el melocotón, Eli?
Avergonzada
por haber sido sorprendida en su fruición, Elisa respondió con una firmeza un
tanto desmedida a la inocua broma de su compañera de piso.
-
Qué sabrás tú lo que es un melocotón, Sonia. Creéme:
esta cosa insípida, dura y sin una pizca de olor, desde luego que no lo es.
Sonia,
sorprendida por la severidad de Elisa, hizo ademán de cambiar de tema –quizás
señalar que sus invitados ya llegaban tarde, o sugerir que la fiesta era un
buen momento para lanzarse, por fin, con Julio-, pero su amiga se le adelantó.
-
Hablando de melocotones, Sonia, quería
contarte algo en lo que estoy pensando desde hace algún tiempo…
Y
entonces lo soltó, con la firmeza que le daban sus frecuentes prácticas
mentales, pero también trasluciendo inquietud en aquel ensayo general de la
gran función que pronto representaría ante sus (previsiblemente) atónitos y
decepcionados padres.
El
pueblo donde estos aún vivían había sido próspero, si no rico, en los años que
antecedieron a la construcción de la autovía que, si bien lo conectó con la
capital, también lo dejó desangrándose, seccionado en dos por una carretera
nacional por la que ya casi nadie pasaba, salpicada de puestos coagulados de
cacharros de cerámica sin comprar, que fueron cerrando en los siguientes años.
También por aquel entonces, el orgullo de su pequeña y fértil vega, el glorioso
melocotón aromático y tardío que había dado renombre al pueblo, murió de éxito
cuando, ante su paulatina demanda, se intentó hacer pasar por autóctonos otros
melocotones foráneos de mejor aspecto, pero escaso sabor y perfume, destrozando
así la fama en menos tiempo del que había costado edificarla.
Elisa,
nacida poco después de esas últimas glorias, siempre había sentido premura por
no dejarse atrapar por aquella decadencia. Ya veinteañera, arquitecta y
cosmopolita, volvía al pueblo, del que también sus amigos del instituto habían
huido para ubicarse en la ciudad, sólo lo imprescindible. Por ello, a Sonia le
sorprendió la decisión que iba a tomar -que ya había tomado- y que, en casi
diez años de amistad, jamás hubiera esperado, pese a que desde hacía algún
tiempo la notaba pensativa, insatisfecha.
Seguía
Elisa hablando cuando llegó el primer invitado: Julio, con una camisa blanca que
le hacía parecer aún más guapo y resplandeciente, pero al que las jóvenes, con
el eco del discurso aún retumbando entre las paredes, prestaron escasa atención.
La
fiesta, largamente planeada, fue un pequeño fracaso. Los invitados, percibiendo
un enrarecimiento entre las anfitrionas, se marcharon temprano con la excusa de
continuar en un pub cercano. Elisa y Sonia se quedaron recogiendo los escombros
del sarao, terminando la noche entre justificaciones, preguntas, lágrimas y un
abrazo final, si no de comprensión, al menos, de apoyo.
* * *
Pese
a que las jóvenes se habían escrito casi a diario durante el año que había
pasado desde aquella fiesta, llevaban varios meses sin verse. Exultante por la
visita de Sonia, Elisa no hizo comentarios sobre la incongruencia del atavío
que esta había elegido para caminar por la finca (pantalón bombacho blanco, botas
militares negras y un minúsculo top de crochet), más apropiado para un festival
veraniego que para recolectar fruta.
Mientras
recorrían aquel laberinto fragante, fue presentando a su amiga a los jornaleros
con los que se encontraron, intercalando curiosidades sobre el cuidado del
melocotonero y del funcionamiento de la cooperativa de la que era la socia más
joven con explicaciones sobre cómo compaginaba su labor en ella (publicidad y
redes sociales, junto a tareas puramente agrícolas que le resultaban inesperadamente
gratificantes) con dos días de teletrabajo en el despacho de arquitectura del
que no había querido desvincularse.
Al
volver de la finca, se sentaron en el porche de la cueva donde ahora vivía
Elisa y siguieron charlando frente a una cerveza helada mientras caía el
crepúsculo lánguidamente. De repente, Elisa desapareció en los vericuetos de la
cueva, regresando con un boceto que colocó con mimo sobre la mesa. Era un
melocotón dibujado con tinta negra, delimitado por una línea doble que empezaba
y terminaba en su parte superior, engarzando el extremo inicial con el final en
una especie de v, como si lo estuviera mordiendo.
-
Mira el logotipo que he diseñado para la
cooperativa, Sonia. Es un melocotón, pero también es un uróboro. ¿Sabías que
son dos símbolos de inmortalidad? Quería unirlos, pero sin que el uróboro fuera
una serpiente. Podría parecer un gusano, y no queremos que se nos asocie con
fruta podrida… ¿Te gusta?
Sonia
miró al horizonte, donde se vislumbraba, incendiada por el ocaso, una de las hazas
que había sido de los abuelos de Elisa y que algún día sería de sus hijos, si
los tenía. Por primera vez, entendió completamente el viraje que había emprendido.
El melocotón, el oróboro, alegorías de inmortalidad. También lo era,
comprendió, el campo, que le había dado el sentimiento de arraigo y pertenencia
que ahora la iluminaba. Miró con orgullo a su amiga, y asintió con la cabeza.
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