Tras
la tristeza inicial, los bonitos reencuentros y dejar algo la vida pasar,
aquí
vuelvo, junto al río y la montaña, lejos de donde vivo, pero en casa.
Fue
hace un tiempo, cuando recibí una llamada,
en
mi trabajo, en la capital, y la vida se quedó en pausa.
Él,
—siempre fuerte, siempre constante—,
el
que parecía que iba a ser eterno, al final, no lo fue.
Y
aquí estoy de nuevo, pero con un sabor distinto en la boca.
El
amargor de los primeros días de duelo,
se
ha convertido en apacible nostalgia, que endulza los malos tragos,
con
el recuerdo tranquilo y sereno de los buenos momentos pasados.
Se
fue cuando se tenía que ir, y en vida hizo lo que tenía que hacer,
o
bueno, no todo, pues aquí estoy,
frente
a lo único que no dejó bien atado.
Mi
campo. Mis raíces. Esto es lo que me ha tocado.
Rodeada
de un desierto, entre cerros de esparto y arena,
donde
poco nace y la tierra se desprecia.
Sin
embargo, —me han dicho—, que también se codicia,
pues
el agua, ese bien tan preciado, riega el esplendor de ahora: mis fanegas.
De
aquí, mis vecinos dicen que salían los mejores melocotones de la comarca,
sandías
grandes como carretas, y tomates, tomates rojos de sabor inmejorable.
Y
además, hay una cueva, al fondo, usada como abrigo en la labranza,
como
almacén de útiles varios, donde jugaba a esconderme entre aperos y cántaros.
Pero
desde hace un año, todo está yermo, vacío,
y
nada llena el hueco que él ha dejado.
Cientos
de chopos se arriman a los dos costados, parcelas enteras,
las
más fértiles, las más enteras, ahora dispuestas en pasarelas,
al
gusto de una industria maderera, que sin ser la peor de las que hubiera,
a
mí, verlo todo así, me apena.
La
cueva, al verla de cerca, me acongoja con su oscuridad.
Ahora
me amenaza, más como un agujero en la tierra,
como
si a devorar me fuera, pues en realidad no se trató con todo el cuidado que
mereciera.
Cuando
yo le preguntaba, siempre me decía,
—Algún
día, cuando hubiera, cuando los sueños en certezas se convirtieran,
esta
tierra brillaría entre la maleza. La cueva será un palacete, haremos una gran
fiesta para celebrar entre los amiguetes, y tus hijos y nietos tendrán un lugar
del que enorgullecerse.
Me
paro, junto a la acequia me siento.
Sobre
el único árbol que queda en pie.
Un
sauce enorme, de ramas frondosas, cuyas hojas caen lenta e incansablemente,
y
que parece llorar la pérdida del que tuvo su cuidado.
Mi
mente necesita orden y sosiego,
observar
de fuera adentro, para poder decidir.
Pensar,
en si resistir o dejar morir,
a
esta tierra, labrada por generaciones,
si
dejarla a merced de una industria sin cariño ni cuidado,
sin
quererla como la quisieron los que antaño aquí se sentaron.
—O
cambiar yo—. volver del presente al pasado,
que
la nostalgia se convierta en nuevos recuerdos creados.
Mi
corazón quiere, mi cerebro me dice no se puede.
Mi
vida está en otro lado,
¿cómo
voy a volver, si ni siquiera sé utilizar un simple arado?
¿Cuántas
vueltas tengo que dar para mantener vivo un legado?
Si
en realidad, Él me ha abandonado.
Y
aunque haya visitado mil veces este lugar como fiel peregrino,
ahora
me siento perdido.
Porque
aquí, no era un dónde, era un quién,
y
cuando él se ha ido,
entiendo
que no amaba tanto el lugar, sino su presencia.
Y
de pronto, un pajarillo se posa sobre mi hombro.
Me
pía, parece que entiende mi lamento,
yo
desde lo más profundo de mi alma, parece que también lo entiendo,
hasta
que se va, dejándome un tanto contrariado.
Alzo
la vista, y no veo el nido sobre el árbol,
me
esfuerzo en seguirlo, hasta que en el interior de la cueva,
encuentro
el ponedero de barro.
Ahí
están, las jóvenes golondrinas, que como yo,
a
pesar de irse, volvieron cada año,
que
desde niño, me siguieron con su canto.
En
realidad, no quisiera dejar de escucharlo,
pues
ellas, el sauce, la propia tierra, también merecen ser amados,
no
perecen, aunque el humano se haya marchado,
queda
belleza y alma en este campo.
Ahora
entiendo lo que él veía. Ahora comprendo lo que me decía,
que
no necesitaba grandes lujos ni vivir entre riqueza,
que
este era su bien más preciado.
La
paz que siento, el tiempo detenido en un anhelo,
el
trabajo con las manos que no deja tiempo para el lamento,
quizás
es lo que necesito para salir del mundo que no da descanso.
Puede,
que poco a poco y con esfuerzo, logre cumplir un sueño.
El
suyo, —pero admito—, voy haciendo mío.
Pues
como esas golondrinas, que cada año vuelven,
a
mí me gustaría seguir regresando,
y
como ellas, tener mi refugio de barro.
Espero
poder, y que no me equivoque,
tomar
la decisión acertada, antes de recibir un último estoque,
y
no abandonar a la tierra que mi corazón lleva,
pues
es mucho más, que polvo y arena.
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