La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 12 de agosto de 2025

Lo que te toca, Rafael Porcel Porcel (Segundo Premio).


 


Tras la tristeza inicial, los bonitos reencuentros y dejar algo la vida pasar,

aquí vuelvo, junto al río y la montaña, lejos de donde vivo, pero en casa.

Fue hace un tiempo, cuando recibí una llamada,

en mi trabajo, en la capital, y la vida se quedó en pausa.

Él, —siempre fuerte, siempre constante—,

el que parecía que iba a ser eterno, al final, no lo fue.

Y aquí estoy de nuevo, pero con un sabor distinto en la boca.

El amargor de los primeros días de duelo,

se ha convertido en apacible nostalgia, que endulza los malos tragos,

con el recuerdo tranquilo y sereno de los buenos momentos pasados.

Se fue cuando se tenía que ir, y en vida hizo lo que tenía que hacer,

o bueno, no todo, pues aquí estoy,

frente a lo único que no dejó bien atado.

Mi campo. Mis raíces. Esto es lo que me ha tocado.

Rodeada de un desierto, entre cerros de esparto y arena,

donde poco nace y la tierra se desprecia.

Sin embargo, —me han dicho—, que también se codicia,

pues el agua, ese bien tan preciado, riega el esplendor de ahora: mis fanegas.

De aquí, mis vecinos dicen que salían los mejores melocotones de la comarca,

sandías grandes como carretas, y tomates, tomates rojos de sabor inmejorable.

Y además, hay una cueva, al fondo, usada como abrigo en la labranza,

como almacén de útiles varios, donde jugaba a esconderme entre aperos y cántaros.

Pero desde hace un año, todo está yermo, vacío,

y nada llena el hueco que él ha dejado.

Cientos de chopos se arriman a los dos costados, parcelas enteras,

las más fértiles, las más enteras, ahora dispuestas en pasarelas,

al gusto de una industria maderera, que sin ser la peor de las que hubiera,

a mí, verlo todo así, me apena.

La cueva, al verla de cerca, me acongoja con su oscuridad.

Ahora me amenaza, más como un agujero en la tierra,

como si a devorar me fuera, pues en realidad no se trató con todo el cuidado que mereciera.

Cuando yo le preguntaba, siempre me decía,

—Algún día, cuando hubiera, cuando los sueños en certezas se convirtieran,

esta tierra brillaría entre la maleza. La cueva será un palacete, haremos una gran fiesta para celebrar entre los amiguetes, y tus hijos y nietos tendrán un lugar del que enorgullecerse.

Me paro, junto a la acequia me siento.

Sobre el único árbol que queda en pie.

Un sauce enorme, de ramas frondosas, cuyas hojas caen lenta e incansablemente,

y que parece llorar la pérdida del que tuvo su cuidado.

Mi mente necesita orden y sosiego,

observar de fuera adentro, para poder decidir.

Pensar, en si resistir o dejar morir,

a esta tierra, labrada por generaciones,

si dejarla a merced de una industria sin cariño ni cuidado,

sin quererla como la quisieron los que antaño aquí se sentaron.

—O cambiar yo—. volver del presente al pasado,

que la nostalgia se convierta en nuevos recuerdos creados.

Mi corazón quiere, mi cerebro me dice no se puede.

Mi vida está en otro lado,

¿cómo voy a volver, si ni siquiera sé utilizar un simple arado?

¿Cuántas vueltas tengo que dar para mantener vivo un legado?

Si en realidad, Él me ha abandonado.

Y aunque haya visitado mil veces este lugar como fiel peregrino,

ahora me siento perdido.

Porque aquí, no era un dónde, era un quién,

y cuando él se ha ido,

entiendo que no amaba tanto el lugar, sino su presencia.

Y de pronto, un pajarillo se posa sobre mi hombro.

Me pía, parece que entiende mi lamento,

yo desde lo más profundo de mi alma, parece que también lo entiendo,

hasta que se va, dejándome un tanto contrariado.

Alzo la vista, y no veo el nido sobre el árbol,

me esfuerzo en seguirlo, hasta que en el interior de la cueva,

encuentro el ponedero de barro.

Ahí están, las jóvenes golondrinas, que como yo,

a pesar de irse, volvieron cada año,

que desde niño, me siguieron con su canto.

En realidad, no quisiera dejar de escucharlo,

pues ellas, el sauce, la propia tierra, también merecen ser amados,

no perecen, aunque el humano se haya marchado,

queda belleza y alma en este campo.

Ahora entiendo lo que él veía. Ahora comprendo lo que me decía,

que no necesitaba grandes lujos ni vivir entre riqueza,

que este era su bien más preciado.

La paz que siento, el tiempo detenido en un anhelo,

el trabajo con las manos que no deja tiempo para el lamento,

quizás es lo que necesito para salir del mundo que no da descanso.

Puede, que poco a poco y con esfuerzo, logre cumplir un sueño.

El suyo, —pero admito—, voy haciendo mío.

Pues como esas golondrinas, que cada año vuelven,

a mí me gustaría seguir regresando,

y como ellas, tener mi refugio de barro.

Espero poder, y que no me equivoque,

tomar la decisión acertada, antes de recibir un último estoque,

y no abandonar a la tierra que mi corazón lleva,

pues es mucho más, que polvo y arena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario