Hola, Juan:
Hoy llegó tu carta. La firmaba un abogado de Guadix, pero
la voz que sonaba entre sus frases era la tuya, como el eco hueco que queda en
una casa vacía. Dices que lo vendamos todo. Que cada cual coja su parte. Pero
el tiempo no se pesa, Juan. Y hay cosas que no entran en escrituras ni en
notarios.
Está bien. Que se reparta la finca, los corrales, el
tractor, incluso las paratas de la rambla si hace falta. Pero hay algo que no
firmaré. Que no pondré a la venta: el huerto me lo quedo yo.
Nuestro primer huerto. El que levantamos con las manos
cuando no teníamos más que un burro prestado y la ilusión tan encendida que
hasta las piedras de la vega parecían más blandas. Aquel rincón junto a la
acequia de la Fuente Grande, donde pusimos tomates
rosados de Guadix, pimientos de Freila,
berenjenas de Benalúa, ajos morados de Purullena, habas de Jerez del Marquesado y hasta una mata de hierbabuena del cortijo de Paulenca, que tú dijiste que
daba buen olor a la casa.
Empezamos sin nada, Juan. Dormíamos sobre mantas en la
caseta del pozo, y calentábamos la cena en una lumbre de sarmientos. Pero la
tierra nos quiso. Poco a poco fuimos comprando más: un trozo en el barranco de
Alquife, otro cerca del camino viejo de Cogollos, donde pusimos almendros, cerezos de Ferreira y algún olivo de Marchal que aún aguanta. El dinero empezó a
entrar. Y contigo, la prisa.
Ya no labrabas como antes. Ya no te agachabas a mirar si
la tierra estaba húmeda. Empezaste a contratar jornaleros. A hablar de
rendimiento, de producción, de parcelas como si fueran acciones en bolsa.
Dejaste la faja de trabajo por la americana limpia. El sombrero de esparto por
el móvil.
Y las reuniones, Juan… Esas eternas reuniones en la
ciudad. Noches enteras en Granada. Reuniones con traje y copa, decías. Pero yo
te notaba ausente. Mirabas el móvil como quien se asoma a otra vida. A veces
sonreías a la pantalla como no me sonreías a mí desde hacía tiempo. Una noche,
mientras tú estabas "en negocios", yo regaba el huerto bajo la luna.
El agua bajaba lenta por las hileras de melones y sandías de Belerda,
y el aire olía a tomillo, mejorana y tierra mojada.
Y fue ahí, entre la sombra de los ciruelos, donde lo entendí todo: ya no te
interesaba lo que crecía aquí. Ni las matas, ni yo.
Después vinieron las indirectas. Que me arreglara más,
que saliera con las otras, que fuera al teatro o que viajara. Me escuchabas
como si yo hablara en otro idioma. Yo hablaba de la flor del almendro en Los Balcones, del primer brote de
acelga, de las cerezas que ya cuelgan en la
Sierra de Baza como rubíes. Y tú me hablabas de inversiones, de
pisos en Granada, de una cena con no sé quién en un restaurante con manteles
almidonados.
Y sí, Juan. Noté su perfume en tu ropa. Sus risas en tu
forma de mirar. Era joven, se notaba. Moderna. De esas que no saben lo que es
clarear patatas al amanecer, pero saben muy bien cómo posar en una terraza. Tú
la mirabas como quien mira el futuro con gafas nuevas, y a mí, como quien
recuerda un paisaje ya visto demasiadas veces.
Y así fue como el amor se nos secó, como se secan las
hortalizas mal regadas: primero por dentro.
Pero yo seguí con el huerto. Lo cuidé como se cuidan las
cosas que no se pueden explicar: con cariño, con rutina, con verdad. Lo sembré
cada año aunque tú ya no preguntaras si había salido el primer tomate. Yo lo
sabía todo: cuándo florecían los calabacines, cuándo la tierra pedía descanso.
Y en ese saber me hice fuerte.
Ahora me dices que me reinvente. Que viaje. Pero ¿qué más
vida quiero que esta? La que huele a pan de horno de leña de Alcudia,
a roscos de Loja que trae la vecina los domingos,
a albahaca fresca y café con leche en taza de barro.
La que suena a trino de pardales y no a claxon de ciudad. Aquí tengo mi mundo:
la siesta bajo la parra, los nietos correteando entre las matas de berenjena negra de Darro, las vecinas que vienen a coser
al fresco y contar historias de antes. Esto no lo cambio por luces ni por
vuelos.
No te guardo rencor. Te quise en los días de barro y en
los de abundancia. Te quise cuando solo tenías tierra bajo las uñas y sueños en
los ojos. Y hasta cuando empezaste a mirar lejos, a pensar en otras pieles, en
otros caminos. Pero ya no. Ahora quiero quedarme con lo que no me falló: el
huerto.
Quédate tú con las corbatas, los negocios, los pisos que
ni pisas. Quédate con las sonrisas nuevas, con las palabras limpias que no han
pasado frío ni calor. Quédate con tu mundo de cristales y pantallas.
Yo me quedo con la tierra. Con las manos sucias. Con los
surcos torcidos. Con la vida que da lo que siembras. Me quedo con la hierba fresca, el agua del pozo blanco,
el árbol que da sombra. Me quedo con el huerto que fue raíz cuando todo empezó.
Y si un día, por casualidad
o nostalgia pasas cerca de esta casa y te llega el olor a tomate asado con orégano de la Sierra de Gor, quizás te visite una
duda breve, como un suspiro: ¿Y si la
felicidad no estaba en volver a empezar, sino en haber sabido quedarse?
Rocío
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