La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 12 de agosto de 2025

Mermelada con letras, por Alba Escudero Hernández.

 


Entre mis manos aquella tarde encontré un alhaja. A simple vista parecía algo viejo que tirar entre todo el escombro que estábamos sacando para arreglar la cueva, pero el brillo de mis ojos demostró a todos los que estaban alrededor de mí que, lo que allí yacía, enterrado en tierra, tenía una gran historia.

Lo cogí con delicadeza, con la premura de un niño inocente, con la audacia de un zorro y con la ilusión de un corazón latente. Con suavidad, le retiré la arcillosa tierra que tenía por todos lados, con mucho tacto le soplé para ir dejando vislumbrar de qué se trataba. Ante la atenta mirada de todos, dejé sonar una carcajada, porque mi tesoro encontrado no era otro que mi cuento favorito, el de las tardes de verano al pie del melocotonero, el de las noches de velada a la luz del candil, el que me enseñó a creer en las aventuras entre letras, el que diseñó parte de lo que hoy soy y el que dejó marcado en mí una huella imborrable.

Cuando lo sostuve temblorosa entre mis manos, con más claridad al haber limpiado un poco aquel sublime objeto, salí de la cueva, me senté en el poyete de madera que había debajo de la vieja acacia que una vez sembró mi bisabuelo y dejé volar mi corazón hasta aquellos días de verano, donde los ojos grandes de mi diminuta cara se me abrían cada vez que pasaba una de las delicadas páginas del cuento.

No sólo fue mi sorpresa encontrar este tesoro literario que tanto significó para mí, sino que, pasando página a página, observando la nada y a la vez el todo de lo que me aportaba, encontré una demacrada hojita de cuadros doblada que, sin pensarlo, dejando mi aventura reposando en mis rodillas, me atreví a cogerla. La abrí con sumo cuidado, a pesar de los dedos sudorosos que tenía por la tensión que mi cuerpo irradiaba ante aquel descubrimiento. Al desplegarla por completo, no pude evitar llorar porque ante mí encontré dibujada la etiqueta de la mermelada de melocotón de mi abuela, que con tanto cariño creé para darle nombre al que de verdad sigue siendo un legado de vida. 

Entre lágrimas reía al ver la desdibujada letra, con ápices irregulares, en mayúscula la palabra mermelada, melocotón con tono burlón y abuela con una línea delicada que acababa en corazón.

Ahora sí, cerré los ojos, apretando aquella hoja casi visible entre mi pecho y me transporté a aquella tarde donde aprendí a hacer la mermelada más rica que he probado. Recuerdo, como con delicadeza, mientras yo leía mi cuento, en la puerta de la cueva, todos pelaban el melocotón que habían cogido por la mañana porque no se podía vender, eran tan irregulares que a mí me parecían muy graciosos. Las conversaciones eran igual que ellos, tan diferentes, que mi aventura en la lectura pasaba a un segundo plano y me sentaba en el suelo como los indios, con mis manos entre los mofletes a observarlos.

Una vez pelados y cortados en pequeños trocitos, de los cuáles algunos yo deleitaba, los lavaban y dejaban hervir en una gran olla que mi abuela tenía y que a mí un poco de miedo me daba. Veía como se acercaban a echarle azúcar, a moverlo y a vigilarlo. Mientras tanto, me llamaban para ponerme un enorme mandil y me daban la mano hasta un enorme barreño lleno de espuma para lavar los tarros que con tanto esmero habían podido guardar a lo largo del año.

Allí, impregnados de un olor dulce que ya anunciaba el meloso manjar que se estaba preparando, me describían con mucho cariño la receta que se estaba cocinando y me recordaban que pasasen los años que pasasen, aunque algunas cosechas fueran duras y otras no tanto, no perdiera la esencia de aquel regalo que nos daba el cultivo del campo.

Yo escuchaba atentamente, mientras jugaba con la espuma, fregaba las tapas de aquellos tarros que, más tarde, serían los portadores de una delicia al paladar. Mientras tanto, mi desventurada imaginación irradió aquel lugar y sin dar explicaciones, me sequé las manos en el mandil y salí corriendo al mueble de la entradita, cogí un trocito de hoja de la libreta de cuadros que allí tenían para apuntar los teléfonos de la familia y un bolígrafo azul. Dibujé el tarro que fregaba y puse con mi mejor caligrafía el título que hoy me da vida: Mermelada de melocotón de la abuela.

Cuando lo terminé, volví corriendo hasta donde se encontraba mi padre  y mi abuela y se lo enseñé, con una desencadenada explicación, tropezándose letras con letras pero con tal brillo, que mi padre cogió aquella especial etiqueta, la sostuvo unos instantes entre sus recias manos, se la pasó a mi abuela, mientras me dejaba con ella, para  volver más tarde al lugar con un poco de pegamento y así pegarla en uno de los tarros de aquella rica mermelada que esa tarde se coció y que quedó grabada para siempre.

Me animaron a realizar más, para decorar lo que más nos gustaba echar en las tostadas del pan del horno del pueblo, recién hecho, tostado en el fuego, con mantequilla de la leche de las cabras que por aquel entonces tenían y con un lago de color naranja que regaba la tostada y que daba una explosión de sabor a melocotón.

Una de esas etiquetas tuve que utilizar para marcar la página donde me quedé leyendo o quizás, sabía que el recuerdo debía ser imborrable, heredero de un tesoro y que debía ser encontrado para poder mantener vivo al fuego este manjar.

Sin pensarlo, abriendo de nuevo los ojos, me levanté del poyete, me sequé las lágrimas que aún mantenía entre mis mejillas, dejé oculta de nuevo la etiqueta entre las páginas del cuento y busqué la mirada de mi padre para invitarle a bajar a por unos melocotones y enseñar la receta a las nuevas generaciones.

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