Entre
mis manos aquella tarde encontré un alhaja. A simple vista parecía algo viejo
que tirar entre todo el escombro que estábamos sacando para arreglar la cueva,
pero el brillo de mis ojos demostró a todos los que estaban alrededor de mí
que, lo que allí yacía, enterrado en tierra, tenía una gran historia.
Lo
cogí con delicadeza, con la premura de un niño inocente, con la audacia de un
zorro y con la ilusión de un corazón latente. Con suavidad, le retiré la
arcillosa tierra que tenía por todos lados, con mucho tacto le soplé para ir
dejando vislumbrar de qué se trataba. Ante la atenta mirada de todos, dejé
sonar una carcajada, porque mi tesoro encontrado no era otro que mi cuento
favorito, el de las tardes de verano al pie del melocotonero, el de las noches
de velada a la luz del candil, el que me enseñó a creer en las aventuras entre
letras, el que diseñó parte de lo que hoy soy y el que dejó marcado en mí una
huella imborrable.
Cuando
lo sostuve temblorosa entre mis manos, con más claridad al haber limpiado un
poco aquel sublime objeto, salí de la cueva, me senté en el poyete de madera
que había debajo de la vieja acacia que una vez sembró mi bisabuelo y dejé
volar mi corazón hasta aquellos días de verano, donde los ojos grandes de mi
diminuta cara se me abrían cada vez que pasaba una de las delicadas páginas del
cuento.
No
sólo fue mi sorpresa encontrar este tesoro literario que tanto significó para
mí, sino que, pasando página a página, observando la nada y a la vez el todo de
lo que me aportaba, encontré una demacrada hojita de cuadros doblada que, sin
pensarlo, dejando mi aventura reposando en mis rodillas, me atreví a cogerla.
La abrí con sumo cuidado, a pesar de los dedos sudorosos que tenía por la
tensión que mi cuerpo irradiaba ante aquel descubrimiento. Al desplegarla por
completo, no pude evitar llorar porque ante mí encontré dibujada la etiqueta de
la mermelada de melocotón de mi abuela, que con tanto cariño creé para darle
nombre al que de verdad sigue siendo un legado de vida.
Entre
lágrimas reía al ver la desdibujada letra, con ápices irregulares, en mayúscula
la palabra mermelada, melocotón con tono burlón y abuela con una línea delicada
que acababa en corazón.
Ahora
sí, cerré los ojos, apretando aquella hoja casi visible entre mi pecho y me
transporté a aquella tarde donde aprendí a hacer la mermelada más rica que he
probado. Recuerdo, como con delicadeza, mientras yo leía mi cuento, en la
puerta de la cueva, todos pelaban el melocotón que habían cogido por la mañana
porque no se podía vender, eran tan irregulares que a mí me parecían muy
graciosos. Las conversaciones eran igual que ellos, tan diferentes, que mi
aventura en la lectura pasaba a un segundo plano y me sentaba en el suelo como
los indios, con mis manos entre los mofletes a observarlos.
Una
vez pelados y cortados en pequeños trocitos, de los cuáles algunos yo deleitaba,
los lavaban y dejaban hervir en una gran olla que mi abuela tenía y que a mí un
poco de miedo me daba. Veía como se acercaban a echarle azúcar, a moverlo y a
vigilarlo. Mientras tanto, me llamaban para ponerme un enorme mandil y me daban
la mano hasta un enorme barreño lleno de espuma para lavar los tarros que con
tanto esmero habían podido guardar a lo largo del año.
Allí,
impregnados de un olor dulce que ya anunciaba el meloso manjar que se estaba
preparando, me describían con mucho cariño la receta que se estaba cocinando y
me recordaban que pasasen los años que pasasen, aunque algunas
cosechas fueran duras y otras no tanto, no perdiera la esencia de aquel regalo
que nos daba el cultivo del campo.
Yo
escuchaba atentamente, mientras jugaba con la espuma, fregaba las tapas de
aquellos tarros que, más tarde, serían los portadores de una delicia al
paladar. Mientras tanto, mi desventurada imaginación irradió aquel lugar y sin
dar explicaciones, me sequé las manos en el mandil y salí corriendo al mueble
de la entradita, cogí un trocito de hoja de la libreta de cuadros que allí
tenían para apuntar los teléfonos de la familia y un bolígrafo azul. Dibujé el
tarro que fregaba y puse con mi mejor caligrafía el título que hoy me da vida:
Mermelada de melocotón de la abuela.
Cuando
lo terminé, volví corriendo hasta donde se encontraba mi padre y mi abuela y se lo enseñé, con una desencadenada
explicación, tropezándose letras con letras pero con tal brillo, que mi padre
cogió aquella especial etiqueta, la sostuvo unos instantes entre sus recias
manos, se la pasó a mi abuela, mientras me dejaba con ella, para volver más tarde al lugar con un poco de
pegamento y así pegarla en uno de los tarros de aquella rica mermelada que esa
tarde se coció y que quedó grabada para siempre.
Me
animaron a realizar más, para decorar lo que más nos gustaba echar en las
tostadas del pan del horno del pueblo, recién hecho, tostado en el fuego, con
mantequilla de la leche de las cabras que por aquel entonces tenían y con un
lago de color naranja que regaba la tostada y que daba una explosión de sabor a
melocotón.
Una
de esas etiquetas tuve que utilizar para marcar la página donde me quedé
leyendo o quizás, sabía que el recuerdo debía ser imborrable, heredero de un
tesoro y que debía ser encontrado para poder mantener vivo al fuego este manjar.
Sin
pensarlo, abriendo de nuevo los ojos, me levanté del poyete, me sequé las
lágrimas que aún mantenía entre mis mejillas, dejé oculta de nuevo la etiqueta
entre las páginas del cuento y busqué la mirada de mi padre para invitarle a
bajar a por unos melocotones y enseñar la receta a las nuevas generaciones.
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