La tarde caía como un manto de
azabache sobre los páramos de Guadix, tiñendo las cuevas y barrancos de tonos
morados y anaranjados. En medio de ese paisaje lunar, un hombre caminaba con
paso tranquilo, su silueta alta y delgada recortada contra el cielo. Llevaba un
sombrero de tres picos calado
hasta las cejas, del que asomaban mechones de pelo tan blancos como la nieve
recién caída. Era el Mago Elías,
y su presencia, aunque discreta, era tan intrínseca al valle como el discurrir
del río Alhama.
Elías no era un mago de trucos de
salón ni de ilusiones baratas. Su magia era la de la tierra, la del agua
y la del viento. La gente de
Guadix, apegada a sus costumbres y a su mundo
rural, lo conocía y lo respetaba. Sabían que, si la sequía apretaba,
Elías encontraba el manantial oculto; si las plagas amenazaban las cosechas,
susurros ancestrales aliviaban la tierra.
Hoy, sin embargo, el semblante de
Elías no mostraba su habitual serenidad. El medio ambiente de Guadix, tan bello y frágil, estaba sufriendo.
Las acequias, antaño repletas, ahora apenas murmuraban un hilillo de agua. Los
campos, antes verdes y exuberantes de agricultura,
se resquebrajaban bajo un sol inclemente. La modernidad, con sus monocultivos
intensivos y su sed insaciable, había llegado al valle, prometiendo prosperidad
a corto plazo a costa de la sostenibilidad.
—La tierra no olvida —solía decir Elías a los jóvenes agricultores, aquellos
que, seducidos por la promesa de cosechas rápidas, habían abandonado los
métodos tradicionales.— Exige respeto,
atención y paciencia". Pero sus palabras, a menudo, caían en saco roto,
ahogadas por el zumbido de los tractores y el tintineo de las monedas.
Se detuvo Elías junto a un viejo
olivo centenario, cuyas raíces retorcidas parecían contar historias de siglos.
Puso su mano rugosa sobre el tronco nudoso y cerró los ojos. Sintió la sed de
la madera, la debilidad de las hojas, la desesperación que emanaba de la tierra
reseca. No era solo la falta de lluvia; era la desconexión, la pérdida de la armonía.
Una tarde, mientras el cielo
amenazaba tormenta, pero se resistía a soltar una sola gota, Elías convocó a
los agricultores más ancianos de la comarca. Se reunieron en la pequeña ermita
del pueblo, sus rostros curtidos por el sol y la preocupación.
—La solución no está en más pozos ni en más químicos— les dijo Elías
con voz queda, pero firme.— Está en nosotros
mismos, en cómo tratamos a nuestra madre, la tierra."
Los ancianos asintieron. Ellos
recordaban los tiempos en que las cosechas eran diversas, los suelos ricos y
las acequias fluían con alegría. Recordaban la rotación de cultivos, el respeto
por el ciclo natural, la sabiduría transmitida de generación en generación.
El Mago Elías desató un antiguo
pergamino de su morral, que desplegó con cuidado. Estaba lleno de símbolos y
dibujos incomprensibles para la mayoría, pero que los ancianos reconocieron
como conocimiento ancestral.
Hablaba de la siembra de variedades autóctonas, de la importancia de la
biodiversidad, de la gestión comunitaria del agua, de la restauración de los
márgenes de los ríos y de la reforestación con árboles nativos.
—Debemos volver a mirar a la tierra con otros ojos —explicó Elías.— No como una
máquina de producir, sino como un ser vivo que nos sustenta. Y debemos recordar
que cada acción que tomamos tiene una repercusión en todo el ecosistema.
Al principio, hubo escepticismo.
Algunos jóvenes se burlaron, llamándolo "el viejo de las
supersticiones". Pero la sequía persistía, y las cosechas seguían
languideciendo. Poco a poco, la desesperación fue cediendo el paso a la
curiosidad.
Uno de los primeros en probar fue
Miguel, un joven agricultor que había heredado de su abuelo unas pocas
hectáreas. Decidió seguir los consejos de Elías: diversificó sus cultivos,
introdujo leguminosas para enriquecer el suelo, y, sobre todo, dejó de usar
pesticidas agresivos. Al principio, fue lento, los rendimientos no eran los que
esperaba. Pero Elías lo visitaba a menudo, no con palabras de aliento, sino con
pequeños gestos: un ungüento para las plantas, un consejo sobre el riego.
Con el tiempo, el suelo de Miguel
comenzó a recuperarse. Las abejas regresaron a sus campos, los pájaros anidaban
en los árboles que había plantado. Sus cosechas, aunque no tan masivas como las
de sus vecinos, eran de una calidad excepcional y, lo más importante, eran sostenibles.
La noticia corrió como un reguero de
pólvora por Guadix. Otros agricultores, viendo los resultados de Miguel,
comenzaron a imitarlo. Lentamente, pero con paso firme, el paisaje rural de Guadix empezó a
cambiar. Las acequias se limpiaron, se plantaron árboles autóctonos en los
lindes de los campos, y la diversidad de cultivos regresó.
Un año después, la lluvia regresó
con fuerza. No fue una tormenta devastadora, sino una lluvia suave y constante,
que empapó la tierra sedienta. La gente de Guadix salió a celebrar, no solo la
lluvia, sino la renovación de la esperanza.
El Mago Elías, con su sombrero de
tres picos y su sonrisa enigmática, observaba desde la distancia. Sabía que el
camino era largo y que los desafíos continuarían. Pero también sabía que la magia de la tierra, esa que la agricultura ancestral y el mundo rural habían custodiado durante
siglos, había vuelto a despertar en el corazón de Guadix. Y esa, pensó, era la
magia más poderosa de todas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario