La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 12 de agosto de 2025

El mago de Guadix, por Gloria Arís Díaz.

 


La tarde caía como un manto de azabache sobre los páramos de Guadix, tiñendo las cuevas y barrancos de tonos morados y anaranjados. En medio de ese paisaje lunar, un hombre caminaba con paso tranquilo, su silueta alta y delgada recortada contra el cielo. Llevaba un sombrero de tres picos calado hasta las cejas, del que asomaban mechones de pelo tan blancos como la nieve recién caída. Era el Mago Elías, y su presencia, aunque discreta, era tan intrínseca al valle como el discurrir del río Alhama.

Elías no era un mago de trucos de salón ni de ilusiones baratas. Su magia era la de la tierra, la del agua y la del viento. La gente de Guadix, apegada a sus costumbres y a su mundo rural, lo conocía y lo respetaba. Sabían que, si la sequía apretaba, Elías encontraba el manantial oculto; si las plagas amenazaban las cosechas, susurros ancestrales aliviaban la tierra.

Hoy, sin embargo, el semblante de Elías no mostraba su habitual serenidad. El medio ambiente de Guadix, tan bello y frágil, estaba sufriendo. Las acequias, antaño repletas, ahora apenas murmuraban un hilillo de agua. Los campos, antes verdes y exuberantes de agricultura, se resquebrajaban bajo un sol inclemente. La modernidad, con sus monocultivos intensivos y su sed insaciable, había llegado al valle, prometiendo prosperidad a corto plazo a costa de la sostenibilidad.

La tierra no olvida solía decir Elías a los jóvenes agricultores, aquellos que, seducidos por la promesa de cosechas rápidas, habían abandonado los métodos tradicionales. Exige respeto, atención y paciencia". Pero sus palabras, a menudo, caían en saco roto, ahogadas por el zumbido de los tractores y el tintineo de las monedas.

Se detuvo Elías junto a un viejo olivo centenario, cuyas raíces retorcidas parecían contar historias de siglos. Puso su mano rugosa sobre el tronco nudoso y cerró los ojos. Sintió la sed de la madera, la debilidad de las hojas, la desesperación que emanaba de la tierra reseca. No era solo la falta de lluvia; era la desconexión, la pérdida de la armonía.

Una tarde, mientras el cielo amenazaba tormenta, pero se resistía a soltar una sola gota, Elías convocó a los agricultores más ancianos de la comarca. Se reunieron en la pequeña ermita del pueblo, sus rostros curtidos por el sol y la preocupación.

La solución no está en más pozos ni en más químicos les dijo Elías con voz queda, pero firme. Está en nosotros mismos, en cómo tratamos a nuestra madre, la tierra."

Los ancianos asintieron. Ellos recordaban los tiempos en que las cosechas eran diversas, los suelos ricos y las acequias fluían con alegría. Recordaban la rotación de cultivos, el respeto por el ciclo natural, la sabiduría transmitida de generación en generación.

El Mago Elías desató un antiguo pergamino de su morral, que desplegó con cuidado. Estaba lleno de símbolos y dibujos incomprensibles para la mayoría, pero que los ancianos reconocieron como conocimiento ancestral. Hablaba de la siembra de variedades autóctonas, de la importancia de la biodiversidad, de la gestión comunitaria del agua, de la restauración de los márgenes de los ríos y de la reforestación con árboles nativos.

Debemos volver a mirar a la tierra con otros ojos explicó Elías. No como una máquina de producir, sino como un ser vivo que nos sustenta. Y debemos recordar que cada acción que tomamos tiene una repercusión en todo el ecosistema.

Al principio, hubo escepticismo. Algunos jóvenes se burlaron, llamándolo "el viejo de las supersticiones". Pero la sequía persistía, y las cosechas seguían languideciendo. Poco a poco, la desesperación fue cediendo el paso a la curiosidad.

Uno de los primeros en probar fue Miguel, un joven agricultor que había heredado de su abuelo unas pocas hectáreas. Decidió seguir los consejos de Elías: diversificó sus cultivos, introdujo leguminosas para enriquecer el suelo, y, sobre todo, dejó de usar pesticidas agresivos. Al principio, fue lento, los rendimientos no eran los que esperaba. Pero Elías lo visitaba a menudo, no con palabras de aliento, sino con pequeños gestos: un ungüento para las plantas, un consejo sobre el riego.

Con el tiempo, el suelo de Miguel comenzó a recuperarse. Las abejas regresaron a sus campos, los pájaros anidaban en los árboles que había plantado. Sus cosechas, aunque no tan masivas como las de sus vecinos, eran de una calidad excepcional y, lo más importante, eran sostenibles.

La noticia corrió como un reguero de pólvora por Guadix. Otros agricultores, viendo los resultados de Miguel, comenzaron a imitarlo. Lentamente, pero con paso firme, el paisaje rural de Guadix empezó a cambiar. Las acequias se limpiaron, se plantaron árboles autóctonos en los lindes de los campos, y la diversidad de cultivos regresó.

Un año después, la lluvia regresó con fuerza. No fue una tormenta devastadora, sino una lluvia suave y constante, que empapó la tierra sedienta. La gente de Guadix salió a celebrar, no solo la lluvia, sino la renovación de la esperanza.

El Mago Elías, con su sombrero de tres picos y su sonrisa enigmática, observaba desde la distancia. Sabía que el camino era largo y que los desafíos continuarían. Pero también sabía que la magia de la tierra, esa que la agricultura ancestral y el mundo rural habían custodiado durante siglos, había vuelto a despertar en el corazón de Guadix. Y esa, pensó, era la magia más poderosa de todas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario