La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 13 de agosto de 2025

La tierra que canta en los surcos, por José Carlos Vara Mata.

 


Dicen que la tierra tiene memoria, que guarda en su piel de terrones los pasos de quienes la amaron. En el altiplano del sudeste español, donde el viento silba entre los almendros como un anciano que recuerda, vivía Carmen, una mujer de manos duras y voz de brisa. Era hija de pastores y nieta de labradores; su sangre olía a hinojo, a tomillo seco y a tierra mojada.

Cada mañana, al clarear el cielo, bajaba al bancal con su azada al hombro. No usaba reloj: medía el tiempo por el canto de las perdices y la inclinación de las sombras. El mundo comenzaba para ella en la acequia vieja y terminaba en la era, donde trillaba el trigo con los ojos cerrados, como si danzara con los fantasmas de sus muertos.

El campo era su casa, su oficio, su credo. En sus surcos no solo nacían lechugas y habas, sino también recuerdos. Carmen hablaba con las plantas como quien conversa con un hijo. Les pedía perdón al arrancarlas. Les agradecía por brotar. Les cantaba coplas que su abuela aprendió de otra abuela, cuando los burros tiraban de las norias y las manos eran más fuertes que las máquinas.

—Tierra buena, si te cuidan, das vida. Si te hieren, das silencio.

Eso le decía al niño que cada sábado bajaba del pueblo para ayudarla: Miguel, un chiquillo de ciudad que vino a vivir con su madre tras el divorcio. Tenía diez años y ojos inquietos. Al principio, se aburría. No entendía el sentido de regar a mano, de quitar las piedras una a una, de mirar si había hormigas rojas en los albaricoques.

—¿Por qué no usas cosas modernas, Carmen? —le preguntó una vez.

Ella no contestó. Lo llevó al pie de la loma, donde las chumberas marcaban la frontera entre el campo viejo y los invernaderos del otro valle. Desde allí se veían los plásticos extendidos como una herida blanca. Un mar sin olor, sin canto, sin tierra.

—Porque no quiero que mis nietos coman silencio.

Miguel no entendió. Pero algo se le quedó prendido en el pecho. Como el aroma del azafrán cuando se muele. Como la voz de su padre, que aún le llegaba a veces en sueños.

Esa primavera, llovió poco. El cielo parecía haberse olvidado de la comarca, como un dios viejo que no reconoce sus templos. Las fuentes menguaban y la acequia llevaba apenas un hilo de agua. Carmen se levantaba aún más temprano, caminaba hasta la rambla seca y escarbaba en busca de humedad.

—¿Para qué lo haces si no crece nada? —dijo Miguel.

—Para que la tierra no se sienta sola.

Fue ese día cuando él la vio llorar. No era un llanto sonoro. Era un manar lento, como la resina que sangra del pino cuando lo hiere el sol. Carmen lloraba por la tierra, por los álamos que ya no daban sombra, por el aire que olía a polvo y no a pan. Lloraba por el futuro que no llegaba.

—Todo está cambiando, Miguel. Pero el corazón de la tierra late todavía. Si aprendemos a escucharlo, nos salva.

Pasaron los meses. El niño ya no preguntaba tanto. Empezó a sembrar en silencio, a recoger la hierba para el compost, a anotar en un cuaderno los días en que florecía cada planta. A veces, Carmen le enseñaba a distinguir las huellas: la de la gineta, la del zorro, la de la liebre. Cada uno dejaba su firma en la madrugada.

En julio, cuando la sequía era un cuchillo, llegó la tormenta. Vino como un rugido, como si el cielo se abriera en furia. Granizó con saña. El huerto de Carmen quedó arrasado. Las tomateras, quebradas. Las almendras, verdes aún, machacadas en el suelo.

Los vecinos bajaron al día siguiente. Ofrecieron ayuda, consuelo, gestos. Carmen los agradeció, pero no dijo palabra. Se sentó en la tierra y recogió, uno a uno, los restos del daño. Miguel también bajó, con la mochila al hombro.

—¿Y ahora? —preguntó con la voz hecha grieta.

Carmen lo miró. Sonrió por primera vez en semanas.

—Ahora sembramos otra vez. Siempre se vuelve a sembrar.

Y así lo hicieron. Con la paciencia de los que creen. Con la esperanza de los que saben que la tierra no traiciona, solo espera. Plantaron calabazas, cebollas moradas, un nogal. Dejaron un rincón para las flores silvestres. Otro para las abejas. El bancal, poco a poco, volvió a cantar.

Cuando llegó septiembre, Carmen ya no podía con la azada. La edad, el calor, las noches en vela. Pero seguía yendo al campo, sentada en su silla de esparto. Miguel lo hacía todo. Lo hacía como ella le enseñó: sin prisa, sin ruido, con respeto.

Un día, le mostró el cuaderno: había escrito un cuento. Un relato sobre una mujer que cuidaba la tierra como a una hija. Lo presentó a un certamen de la escuela. Ganó. El premio era un árbol: un olivo centenario, que Miguel plantó junto al pozo.

—Este árbol vivirá más que nosotros. Pero sabrá que lo quisimos.

Carmen murió en otoño, cuando las hojas del almendro caían como cartas de despedida. Miguel la enterró en el cementerio pequeño, junto al camino. Puso una lápida sencilla: Aquí reposa la que hablaba con la tierra.

Hoy, años después, Miguel sigue cuidando ese bancal. Lo ha convertido en un jardín comestible, en un refugio para pájaros, en una escuela donde los niños aprenden lo que no enseñan los libros. A veces, en las tardes de viento, jura escuchar la voz de Carmen en los surcos. Dice que la tierra canta. Que aún late.

Y que, si se le habla con ternura, responde.

martes, 12 de agosto de 2025

Raices de paja, por Jacobo Vieites Sánchez

 


Siempre he estado aquí. En este rincón de tierra entre almendros y olivos, con la sierra de Baza al fondo y Guadix no muy lejos, recortada en el horizonte. He visto más amaneceres, más lunas llenas y más tormentas de lo que puedo recordar. Y aunque el cuerpo se me dobla y cruje con los años y el sol me agrieta la piel, sigo en pie, mirando la tierra como quien contempla algo sagrado.

Aquí aprendí que el campo posee su propio ritmo, que cada estación tiene su voz y su pausa. El invierno es de silencio y espera; la primavera, de brotes nuevos y esperanza; el verano, de fuego y siega; el otoño, de recogida y despedidas. No hace falta hablar mucho cuando uno vive en mitad de la belleza del campo: a veces basta con observar. Yo observo. Siempre lo he hecho. Como si no fuese capaz de hacer otra cosa.

Conozco cada curva del horizonte, cada raíz que asoma entre la tierra, cada pájaro que se atreve a probar el fruto aún verde. También conozco a los hombres y mujeres que han pasado por este lugar. Antes eran más. Se escuchaban risas infantiles, se oía el incesante traqueteo de los remolques, las canciones de las abuelas mientras se ponía el sol. Pero ahora somos menos. El pueblo mengua. Y los que quedamos ya no somos tan jóvenes.

El que fue mi compañero toda la vida ya no tiene la fuerza de antes. Lo noto en su espalda curvada, en el modo en que se arrodilla para arrancar las malas hierbas y en sus sonidos al levantarse. A veces se sienta a mi lado, como si fuéramos iguales, y habla conmigo como si yo también envejeciera.

—Nos quedamos solos, viejo —me dijo un día, mirando al cielo azul.

Y yo lo miré, como siempre. En silencio. Sin moverme.

Cuando me creó, ni él ni yo imaginábamos que yo duraría tanto. Me vistió con una camisa de cuadros que fue suya, un sombrero de paja y unos pantalones repletos de remiendos. Me colocó entre los surcos de la finca como quien clava una bandera. Me solía llamar “compañero”, aunque nunca tuve nombre real. Pero sí tuve compañía. Su compañía.

He visto a su mujer traerle la comida en las infinitas jornadas de trabajo, a sus hijos correr entre los almendros. He visto crecer a esos niños y he visto cómo se marchaban a buscar vida en otra parte. Y mientras nosotros dos unidos a este campo, como si con el tiempo hubiéramos echado raíces en él.

Hasta que un día lo vi venir acompañado. A pesar de los años, reconocí la cara a su lado, al fin y al cabo lo había visto crecer frente a mí. Su hijo Juan era ya todo un hombre, había vuelto a casa, a continuar la tradición de su familia. No sabía si él se acordaba de mí, pero me hizo ilusión verlo de vuelta en su hogar. Tras ellos un niño, pequeño, rubio, de ojos brillantes corría de un lado para otro sin parar. Parecía querer descubrir cada rincón de un mundo que le parecía nuevo. Mi anciano compañero sonreía, contestando a cada una de las preguntas del muchacho, explicándole los secretos de cada árbol y cada fruto. El niño reía, tocaba la tierra con las manos, perseguía las mariposas. De repente, el sol parecía brillar más.

Y entonces, un par de días después, ocurrió.

—Abuelo, quiero hacer uno como ese —dijo señalándome con el dedo—. Un espantapájaros niño.

No supe si sonreír. No tengo boca. Pero mi pecho latió como si de repente tuviera un corazón en él.

Y así lo hicieron. Con una camiseta a rayas que le quedaba pequeña y una visera roja. Lo pusieron a mi lado, algo torcido, como si el viento lo hubiese empujado. Tenía los brazos extendidos, y dos botones amarillos por ojos que reflejaban el brillo del atardecer.

Desde ese día ya nunca estuve solo.

Ahora, cuando amanece, siento que algo nuevo ha florecido. El viejo me mira distinto, con otra luz en los ojos. A veces me sigue hablando y me pregunta qué tal con mi “nieto”, como si los espantapájaros también tuviéramos alma. El niño corre entre los dos, nos cambia los sombreros, nos decora con flores y nos pone nombres nuevos cada semana.

He aprendido que la vida es como sembrar: a veces las semillas brotan donde menos lo esperas.

Quizá aún haya tiempo para que vuelva la risa a los campos. Para que alguien, dentro de muchos años, con su hijo de la mano, mire a este pequeño espantapájaros y diga: “Aquí empezó todo de nuevo”.

Mientras, yo seguiré en mi sitio. Viendo pasar las estaciones. Mirando el campo. Y cuando el viento sople fuerte desde la sierra, me aseguraré de que la visera del pequeño no salga volando. Porque eso es lo que hacemos los abuelos: cuidar, enseñar y al igual que el campo… resistir.

 

El viaje del héroe rural, por Francisca Pérez Ramírez.


 


Ha llegado el momento. Una mañana, mientras el rocío aún se aferra a la hierba y el sol apenas asoma por las cumbres, sientes la llamada. No es un sonido, sino una inquietud que te roe por dentro, una necesidad imperiosa de contar una historia. El olor a tierra mojada, el canto de los pájaros que te despierta cada amanecer, el murmullo del arroyo que serpentea entre los olivos… Todo te empuja hacia ella. Sabes que tu vida en el mundo rural, tu conexión íntima con la naturaleza que te rodea, tiene un relato esperando ser desenterrado.

 Esta es la llamada a la aventura: el V Certamen de Relato Corto "El Sombrero de Tres Picos" te espera, y sabes, en lo más hondo de tu ser, que debes responder.

 La primera reacción es, quizás, la duda. ¿Yo? ¿Escribir? Puede que pienses que tus manos están más habituadas a la azada que a la pluma, que tus historias son para el calor de la lumbre y no para el papel impreso. Esta es la negativa a la llamada, el miedo a lo desconocido, a salir de tu zona de confort. Pero la semilla ya está plantada. La visión de un relato que entrelace la fuerza de la tierra con la magia de las palabras es demasiado poderosa para ignorarla.

 Entonces, un día, mientras trabajas plácidamente la tierra, aparece tu mentor. Quizás sea la abuela sabia, que siempre te ha contado cuentos junto a la chimenea, o el viejo pastor que conoce cada secreto de la sierra y te ha enseñado a leer las nubes. Puede que sea un libro olvidado en un rincón de la casa, una colección de relatos de tu propia tierra que te inspira y te muestra el camino. Este mentor no te da las respuestas, pero te proporciona la ayuda sobrenatural: te anima, te convence de que la historia que llevas dentro merece ser contada. Te recuerda la riqueza de los productos de nuestra tierra, no solo como alimento, sino como inspiración: el dulzor de la miel que te conecta con el trabajo incansable de las abejas, el aroma del aceite de oliva virgen que evoca siglos de tradición, la solidez del pan de pueblo que habla de manos sabias y paciencia.

 Tomas la decisión. Recoges tus herramientas de labranza y, por un momento, las cambias por una libreta y un bolígrafo. El umbral se presenta ante ti: un folio en blanco, una pantalla en blanco. Este es el cruce del primer umbral, el momento en que te comprometes con la aventura. No hay vuelta atrás. Las palabras empiezan a fluir, torpes al principio, pero cada vez con más ritmo. Empiezas a observar tu entorno con ojos nuevos, con la mirada del escritor: el matiz del verde de los campos tras la lluvia, la textura rugosa de la corteza de un viejo algarrobo, el eco de las campanas de la iglesia en el valle. Cada detalle se convierte en un posible hilo para tu relato.

 Una vez que cruzas el umbral, el mundo se abre de par en par, y con él, las pruebas y los aliados. Te enfrentarás a la página en blanco que parece reírse de ti, a la frase que no encaja, a la duda de si lo que escribes tiene sentido. Estas son tus pruebas, aliados y enemigos. Pero, también conocerás a otros que comparten tu pasión, quizás en un taller de escritura local o a través de foros en línea. Descubrirás la camaradería de quienes, como tú, se atreven a crear. Tus propios recuerdos, tus vivencias en el campo, los personajes que has conocido a lo largo de tu vida —el curtido agricultor, la anciana que hila historias con cada puntada, el niño que persigue mariposas en los campos de amapolas— se convierten en tus aliados, fuentes inagotables de inspiración. La esencia de los productos de nuestra tierra se integra en tu narrativa: el vino que se bebe en las fiestas populares, el queso que se cura en la frescura de la cueva, la almendra tostada que cruje bajo los dientes. Cada uno de ellos teje una capa más profunda en tu historia.

 Llega un momento de crisis, de enfrentamiento directo con el miedo más grande: el de no ser capaz. Este es el acercamiento a la caverna más profunda, la hora más oscura antes del amanecer. Dudarás de ti, de tu talento, de la pertinencia de tu relato. Es en este punto cuando la conexión con la tierra se vuelve más fuerte. Sal al campo, siente la brisa en tu rostro, escucha el silencio roto solo por los sonidos de la vida salvaje. Permítete respirar y conectar con la fuente original de tu inspiración. Recuerda por qué empezaste: por la belleza de tu tierra, por la autenticidad de sus gentes, por el sabor inconfundible de sus productos.

 De esa conexión renace la fuerza. Las palabras vuelven a brotar, con más fuerza, con más verdad. Has superado el bloqueo, la autocensura. Tu relato adquiere una forma definitiva, pulida, viva. Has transformado la esencia de tu experiencia rural en una obra de arte. La sabiduría de tus mayores, el ciclo de las estaciones, la dureza y la recompensa del trabajo en el campo, todo se fusiona en un relato vibrante que honra tus raíces.

  Emerges transformado. La historia está completa. Has dado forma a lo inefable, has plasmado en palabras la riqueza de tu entorno. Esta es la recompensa: tu relato terminado, el manuscrito que sostiene en tus manos, la satisfacción de haber creado algo desde lo más profundo de tu ser. No es solo un texto; es un pedazo de ti, de tu tierra, de tu gente. Es el testimonio de la belleza de lo rural, de la autenticidad de sus tradiciones, del sabor genuino de sus productos.

 La vuelta con el elixir implica enviar tu relato al V Certamen de Relato Corto "El Sombrero de Tres Picos". Has logrado transformar tu experiencia personal en inspiración para otros.

Fanega de trigo, por José Cobo de la Cruz



 

Por lo que oí y mi larga experiencia sé que la trilla es la faena suprema de la cosecha. Es el arte de separar el grano de la paja. Hoy cumplí mi destino en esta labor ancestral. Lo hice bien. Estoy contento, aunque el cansancio y el dolor me acompañen. Soy duro, pero vulnerable. Las callosidades talladas por el empedrado me protegen como si fueran una coraza.     

El tío Frasco, mi amo, sonríe complacido al contemplar las espigas y los tallos de trigo candeal deshechos con precisión: el grano liberado de su cárcel dorada por un lado; la paja menuda, por el otro. Dejé en su punto la parva para  aventar y concluir con el cribado.

Soy un trillo. Me llaman « El Abuelo», porque fue él quien me dio la vida, quien me forjó con maña y sabiduría. Soy un tesoro, una reliquia que guarda la historia de la saga familiar.

Estoy envejecido. Pertenezco a una especie única de pino silvestre, el más duro de la sierra. El abuelo me compró tras la saca para la faja del cortafuegos de una umbría de las estribaciones del Picón de Jerez. Sin embargo, a pesar de mis grietas y astillados, soy todavía una herramienta imprescindible.

Al final de la trilla, mi amo Frasquito —así lo llama su mujer María la “Cuetera”; su padre era pirotécnico —me cuida con delicadeza. Pule mis desgarros, lima los desgastes de los roces que la era empedrada imprime en mi cuerpo. Luego, como una caricia amarga, me unta con un líquido aceitoso y fétido que sella mi superficie veteada. Cuando seca el mejunje, mi amo me besa como si fuera digno de su estima, y me siento querido y valioso. Se aleja con los ojos humedecidos y murmura sollozando: « Eres el  trillo del Abuelo ».

 María la Cuetera maneja el cedazo grande de la criba  con habilidad, separa el trigo de la paja. El calor abrasador le sofoca. Lo confirma su pañuelo empapado de sudor, pero persevera rezando  jaculatorias marianas —las que le enseñó su tía abuela —, y, a su  manera, aleja el sentimiento de debilidad y derrota.

— ¿Cuánto tiempo más soportaras este ritmo, este destino sin fin?

Ella lanza un suspiro contenido; no quiere alarmar a Frasquito ni despertar a su hija. Sufre en silencio la ausencia de Carmela.  Mira al cielo cegador como lanzando una plegaria al viento del sur. 

—Lo hago por ellos dos. No tengo otra opción. Don José, el cura del pueblo, dice que me estoy ganando el cielo, y eso es mucho. El trabajo me libera si lo hago por amor.

El tío Frasco barre la era con furia, empuñando una escoba hecha por él mismo con ramas de mimbre y retama del monte, atada en el extremo con una trenza de esparto curado. Cada barrido es enérgico, rabioso como si buscara arrancar sangre entre los resquicios de los cantos rodados. Sé que piensa en ella, en los rumores de la gente. ¿Por qué no les escribe?

—Frasco, odias esto, ¿verdad? La fatiga grita en tu respiración, tu corazón late demasiado deprisa. Amenaza con saltar.

—Sí, trillo  “El Abuelo”, lo siento en el alma. Cada día me pesa más. El mundo me  enterrará sin que me dé cuenta. Pero no puedo ceder. Mi niña debe ir a la universidad. Eso depende de mí sudor. Este año la cosecha es buena. El trigo sube. El cielo está despejado y no habrá tormenta de verano.

 El destino familiar los marcó con la pobreza, pero no están dispuesto a perder la batalla en su lucha por un mañana mejor. El sufrimiento y la esperanza  templaron sus corazón de acero Nada los detendrá. Ni a ellos, ni a mí.

Me suelen arrinconar en la cuadra  hasta el año siguiente. Yo tampoco me detendré en la próxima cosecha. O, quizás..., ¿se irán a la ciudad por los estudios de Encarnita? Ese pensamiento, atrapado de repente, remueve mis fibras sensibles de madera de pino silvestre endurecida por el frio de la sierra.

Encarnita duerme sobre mi regazo acogedor de pino bueno,  de espalda al sol, debajo de la acacia de la era, con la cabeza apoyada sobre unas gavillas de trigo que hacen las veces de almohada. Está agotada y duerme tranquila. Su madre la mira de vez en cuando. Yo exhalo vapores invisibles para ahuyentar las moscas y mosquitos de su cara. Los tengo a raya. El viento, mi fiel amigo, me ayuda en el propósito.

Encarnita, ahora que me escuchas… no puedes quedarte atrapada en esta tierra árida. Serías una semilla sin germinar. Sigue el consejo de tu padre. La universidad es alegría y la juventud promesa de triunfo.

—Sí, trillo “El Abuelo”…, me gustaría ser médica. Doña Trinidad dice que sirvo para los estudios. Pero me gusta el bosque y la naturaleza, los amigos del cole y el pueblo. Y mamá quiere que sea monja. Sólo nos costaría una fanega de trigo como dote para entrar en el convento. Además, debo cuidar a papá que trabaja demasiado y siempre lo veo triste. No lo sé, ya veré más adelante.

El tiempo transcurre como el trigo que se desgrana: grano a grano, cosecha a cosecha. Hace años que comparto silencio y destino con la oscuridad de la cuadra. Soy prisionero del tiempo, del eco de los  recuerdos y del polvo de la era. Siento cómo la carcoma roe mi alma noble de pino silvestre, la misma que un día mimaron las manos fuertes y tiernas del abuelo; sin embargo, me consuela la idea que algo de mí vivirá en ellos.

 

Desde mi cautiverio escucho la noticia que trajo un paisano que llegó de Barcelona. «Vi a Encarnita del brazo de su hermana Carmela, iban muy arregladas, caminaban por la Avenida del Paralelo. Paco el «Perlas» les esperaba en la puerta de “El Molino”».

 

Quizás…Encarnita ya no recuerde siquiera que fui su cuna y que, con mí nana de silencio perfumado, ahuyentaba moscas y mosquitos de su cara.

Mermelada con letras, por Alba Escudero Hernández.

 


Entre mis manos aquella tarde encontré un alhaja. A simple vista parecía algo viejo que tirar entre todo el escombro que estábamos sacando para arreglar la cueva, pero el brillo de mis ojos demostró a todos los que estaban alrededor de mí que, lo que allí yacía, enterrado en tierra, tenía una gran historia.

Lo cogí con delicadeza, con la premura de un niño inocente, con la audacia de un zorro y con la ilusión de un corazón latente. Con suavidad, le retiré la arcillosa tierra que tenía por todos lados, con mucho tacto le soplé para ir dejando vislumbrar de qué se trataba. Ante la atenta mirada de todos, dejé sonar una carcajada, porque mi tesoro encontrado no era otro que mi cuento favorito, el de las tardes de verano al pie del melocotonero, el de las noches de velada a la luz del candil, el que me enseñó a creer en las aventuras entre letras, el que diseñó parte de lo que hoy soy y el que dejó marcado en mí una huella imborrable.

Cuando lo sostuve temblorosa entre mis manos, con más claridad al haber limpiado un poco aquel sublime objeto, salí de la cueva, me senté en el poyete de madera que había debajo de la vieja acacia que una vez sembró mi bisabuelo y dejé volar mi corazón hasta aquellos días de verano, donde los ojos grandes de mi diminuta cara se me abrían cada vez que pasaba una de las delicadas páginas del cuento.

No sólo fue mi sorpresa encontrar este tesoro literario que tanto significó para mí, sino que, pasando página a página, observando la nada y a la vez el todo de lo que me aportaba, encontré una demacrada hojita de cuadros doblada que, sin pensarlo, dejando mi aventura reposando en mis rodillas, me atreví a cogerla. La abrí con sumo cuidado, a pesar de los dedos sudorosos que tenía por la tensión que mi cuerpo irradiaba ante aquel descubrimiento. Al desplegarla por completo, no pude evitar llorar porque ante mí encontré dibujada la etiqueta de la mermelada de melocotón de mi abuela, que con tanto cariño creé para darle nombre al que de verdad sigue siendo un legado de vida. 

Entre lágrimas reía al ver la desdibujada letra, con ápices irregulares, en mayúscula la palabra mermelada, melocotón con tono burlón y abuela con una línea delicada que acababa en corazón.

Ahora sí, cerré los ojos, apretando aquella hoja casi visible entre mi pecho y me transporté a aquella tarde donde aprendí a hacer la mermelada más rica que he probado. Recuerdo, como con delicadeza, mientras yo leía mi cuento, en la puerta de la cueva, todos pelaban el melocotón que habían cogido por la mañana porque no se podía vender, eran tan irregulares que a mí me parecían muy graciosos. Las conversaciones eran igual que ellos, tan diferentes, que mi aventura en la lectura pasaba a un segundo plano y me sentaba en el suelo como los indios, con mis manos entre los mofletes a observarlos.

Una vez pelados y cortados en pequeños trocitos, de los cuáles algunos yo deleitaba, los lavaban y dejaban hervir en una gran olla que mi abuela tenía y que a mí un poco de miedo me daba. Veía como se acercaban a echarle azúcar, a moverlo y a vigilarlo. Mientras tanto, me llamaban para ponerme un enorme mandil y me daban la mano hasta un enorme barreño lleno de espuma para lavar los tarros que con tanto esmero habían podido guardar a lo largo del año.

Allí, impregnados de un olor dulce que ya anunciaba el meloso manjar que se estaba preparando, me describían con mucho cariño la receta que se estaba cocinando y me recordaban que pasasen los años que pasasen, aunque algunas cosechas fueran duras y otras no tanto, no perdiera la esencia de aquel regalo que nos daba el cultivo del campo.

Yo escuchaba atentamente, mientras jugaba con la espuma, fregaba las tapas de aquellos tarros que, más tarde, serían los portadores de una delicia al paladar. Mientras tanto, mi desventurada imaginación irradió aquel lugar y sin dar explicaciones, me sequé las manos en el mandil y salí corriendo al mueble de la entradita, cogí un trocito de hoja de la libreta de cuadros que allí tenían para apuntar los teléfonos de la familia y un bolígrafo azul. Dibujé el tarro que fregaba y puse con mi mejor caligrafía el título que hoy me da vida: Mermelada de melocotón de la abuela.

Cuando lo terminé, volví corriendo hasta donde se encontraba mi padre  y mi abuela y se lo enseñé, con una desencadenada explicación, tropezándose letras con letras pero con tal brillo, que mi padre cogió aquella especial etiqueta, la sostuvo unos instantes entre sus recias manos, se la pasó a mi abuela, mientras me dejaba con ella, para  volver más tarde al lugar con un poco de pegamento y así pegarla en uno de los tarros de aquella rica mermelada que esa tarde se coció y que quedó grabada para siempre.

Me animaron a realizar más, para decorar lo que más nos gustaba echar en las tostadas del pan del horno del pueblo, recién hecho, tostado en el fuego, con mantequilla de la leche de las cabras que por aquel entonces tenían y con un lago de color naranja que regaba la tostada y que daba una explosión de sabor a melocotón.

Una de esas etiquetas tuve que utilizar para marcar la página donde me quedé leyendo o quizás, sabía que el recuerdo debía ser imborrable, heredero de un tesoro y que debía ser encontrado para poder mantener vivo al fuego este manjar.

Sin pensarlo, abriendo de nuevo los ojos, me levanté del poyete, me sequé las lágrimas que aún mantenía entre mis mejillas, dejé oculta de nuevo la etiqueta entre las páginas del cuento y busqué la mirada de mi padre para invitarle a bajar a por unos melocotones y enseñar la receta a las nuevas generaciones.

La semilla de Aurelia, por Manuel Recuero Gutiérrez.

 


Aurelia nunca quiso marcharse. Ni cuando sus hijos se fueron a la ciudad, ni cuando el médico le dijo que aquel invierno no sería fácil para los pulmones, ni cuando le ofrecieron vender la finca para hacer un camping rural. “Esta tierra me ha dado todo”, decía. “Yo sólo intento devolverle un poco”.

En su cortijo, escondido entre Fonelas y Belerda, Aurelia vivía tranquila. Tenía almendros, unas parras que daban sombra al verano y un huerto que cuidaba como quien riega los recuerdos. Por las mañanas, hablaba con las gallinas y horneaba pan, sin prisa, como enseñaron los de antes.

Cuando tenía tiempo, que era casi siempre, preparaba tarros de mermelada de higo, bizcochos de sémola con anís, y un aceite con laurel que curaba hasta las penas.

La gente la conocía de la feria comarcal. Siempre tenía el puesto más bonito: mantel bordado, flores frescas y un cuenco con almendras garrapiñadas para quien pasara. No vendía mucho, pero tampoco le importaba.

—Yo no vendo. Yo comparto —decía.

Un día, sin avisar, dejó de ir.

Fue Marta, una joven de Guadix que gestionaba una iniciativa de productos locales, quien subió a verla. La encontró bien, pero más delgada. Le había fallado una pierna y no podía andar bien. Aurelia le sonrió desde el porche:

—La tierra no necesita correr. Yo tampoco.

Pasaron la tarde hablando. Marta le preguntó por recetas, por plantas, por cómo distinguir un buen aceite sólo por el olor.

 

Antes de irse, Aurelia le entregó una pequeña bolsa de tela.

—Toma. Son semillas de tomate de colgar. De las de antes. Si las plantas con luna creciente, y las riegas cantando, dan frutos dulces hasta en noviembre. Pero ojo: si las plantas con prisa, se amargan.

Marta rió. Pero las sembró.

Ese verano fue el más seco en años. A muchos no les cuajó la cosecha. Pero en el pequeño bancal de Marta, en la huerta comunitaria que acababan de arrancar en Guadix, los tomates crecieron como si supieran que estaban en peligro de extinción. Rojos, firmes, dulces como cerezas.

Algunos se rieron: “Milagro de Aurelia”, decían. Pero otros empezaron a preguntar. ¿Qué más sabía aquella mujer? ¿Qué otras semillas tenía guardadas?

Marta volvió a visitarla. Esta vez no pidió permiso. Trajo una cesta con sus tomates, pan de horno de Darro y queso de cabra curado de Albuñán. Comieron juntas bajo la parra. Aurelia, emocionada, le confesó que guardaba un arcón con más de cincuenta variedades de semillas de la comarca. Judías pintas, garbanzos de secano, trigo recio, calabaza blanca, incluso lentejas que ya nadie cultivaba.

—Todo esto es Guadix —le dijo—. Pero la tierra sin gente que la quiera no da nada.

Así nació el proyecto “Semillas con nombre”. Marta lo lanzó con ayuda del ayuntamiento y los agricultores de la zona. El objetivo era sencillo: recuperar las variedades tradicionales de la comarca, cuidarlas y compartirlas. Cada sobre de semillas llevaba no solo el nombre de la planta, sino también el de la persona que la había cuidado. “Tomate Aurelia”, “Garbanzos de Paco el de Hernán-Valle”, “Calabaza Lola de Exfiliana”.

Se ofrecían en ferias, colegios, talleres. La gente volvió a sembrar. En terrazas, en huertos, en campos abandonados. Y con cada planta, se recuperaba una historia.

En un año, Guadix Natural dejó de ser solo una marca. Se convirtió en una red de personas que cultivaban memoria. Panaderos que volvían a usar trigo viejo. Queseros que apostaban por leche de cabra payoya. Agricultores que dejaban descansar la tierra como les enseñaron sus abuelos.

Y Aurelia, desde su porche, lo veía todo con ojos tranquilos.

—Ahora sí me puedo ir tranquila —le dijo a Marta una tarde de abril—. Ya he sembrado bastante.

Pero no se fue.

Cada semana, algún niño subía a visitarla con una planta en la mano. Querían saber si la hoja estaba bien, si la flor era buena, si aquello que crecían sabía cómo tenía que saber.

Aurelia miraba, olía, a veces daba un mordisco. Y luego decía:

—Bien hecho. Pero riega con alegría. Si lo haces triste, la tierra lo nota.

Hoy, en cada mercado de la comarca, hay productos con etiquetas que dicen:

“Semilla con nombre. Crecida en Guadix con memoria y cariño.”

Hay gente que viene desde lejos sólo para probar esos tomates, esas mermeladas, ese aceite que no se parece a ningún otro.

Pero los que viven aquí, los que caminan entre los secaderos, las vegas y los almendros, saben que no es sólo el sabor. Es algo más. Es el respeto. La paciencia. El saber que esta tierra no es nuestra, pero nosotros sí somos suyos.

Y si alguna vez pasas por una finca pequeña entre Fonelas y Belerda, y ves a una mujer mayor sentada bajo una parra, no dudes en saludar.

Aurelia quizá no oiga bien. Pero la tierra sí.

El mago de Guadix, por Gloria Arís Díaz.

 


La tarde caía como un manto de azabache sobre los páramos de Guadix, tiñendo las cuevas y barrancos de tonos morados y anaranjados. En medio de ese paisaje lunar, un hombre caminaba con paso tranquilo, su silueta alta y delgada recortada contra el cielo. Llevaba un sombrero de tres picos calado hasta las cejas, del que asomaban mechones de pelo tan blancos como la nieve recién caída. Era el Mago Elías, y su presencia, aunque discreta, era tan intrínseca al valle como el discurrir del río Alhama.

Elías no era un mago de trucos de salón ni de ilusiones baratas. Su magia era la de la tierra, la del agua y la del viento. La gente de Guadix, apegada a sus costumbres y a su mundo rural, lo conocía y lo respetaba. Sabían que, si la sequía apretaba, Elías encontraba el manantial oculto; si las plagas amenazaban las cosechas, susurros ancestrales aliviaban la tierra.

Hoy, sin embargo, el semblante de Elías no mostraba su habitual serenidad. El medio ambiente de Guadix, tan bello y frágil, estaba sufriendo. Las acequias, antaño repletas, ahora apenas murmuraban un hilillo de agua. Los campos, antes verdes y exuberantes de agricultura, se resquebrajaban bajo un sol inclemente. La modernidad, con sus monocultivos intensivos y su sed insaciable, había llegado al valle, prometiendo prosperidad a corto plazo a costa de la sostenibilidad.

La tierra no olvida solía decir Elías a los jóvenes agricultores, aquellos que, seducidos por la promesa de cosechas rápidas, habían abandonado los métodos tradicionales. Exige respeto, atención y paciencia". Pero sus palabras, a menudo, caían en saco roto, ahogadas por el zumbido de los tractores y el tintineo de las monedas.

Se detuvo Elías junto a un viejo olivo centenario, cuyas raíces retorcidas parecían contar historias de siglos. Puso su mano rugosa sobre el tronco nudoso y cerró los ojos. Sintió la sed de la madera, la debilidad de las hojas, la desesperación que emanaba de la tierra reseca. No era solo la falta de lluvia; era la desconexión, la pérdida de la armonía.

Una tarde, mientras el cielo amenazaba tormenta, pero se resistía a soltar una sola gota, Elías convocó a los agricultores más ancianos de la comarca. Se reunieron en la pequeña ermita del pueblo, sus rostros curtidos por el sol y la preocupación.

La solución no está en más pozos ni en más químicos les dijo Elías con voz queda, pero firme. Está en nosotros mismos, en cómo tratamos a nuestra madre, la tierra."

Los ancianos asintieron. Ellos recordaban los tiempos en que las cosechas eran diversas, los suelos ricos y las acequias fluían con alegría. Recordaban la rotación de cultivos, el respeto por el ciclo natural, la sabiduría transmitida de generación en generación.

El Mago Elías desató un antiguo pergamino de su morral, que desplegó con cuidado. Estaba lleno de símbolos y dibujos incomprensibles para la mayoría, pero que los ancianos reconocieron como conocimiento ancestral. Hablaba de la siembra de variedades autóctonas, de la importancia de la biodiversidad, de la gestión comunitaria del agua, de la restauración de los márgenes de los ríos y de la reforestación con árboles nativos.

Debemos volver a mirar a la tierra con otros ojos explicó Elías. No como una máquina de producir, sino como un ser vivo que nos sustenta. Y debemos recordar que cada acción que tomamos tiene una repercusión en todo el ecosistema.

Al principio, hubo escepticismo. Algunos jóvenes se burlaron, llamándolo "el viejo de las supersticiones". Pero la sequía persistía, y las cosechas seguían languideciendo. Poco a poco, la desesperación fue cediendo el paso a la curiosidad.

Uno de los primeros en probar fue Miguel, un joven agricultor que había heredado de su abuelo unas pocas hectáreas. Decidió seguir los consejos de Elías: diversificó sus cultivos, introdujo leguminosas para enriquecer el suelo, y, sobre todo, dejó de usar pesticidas agresivos. Al principio, fue lento, los rendimientos no eran los que esperaba. Pero Elías lo visitaba a menudo, no con palabras de aliento, sino con pequeños gestos: un ungüento para las plantas, un consejo sobre el riego.

Con el tiempo, el suelo de Miguel comenzó a recuperarse. Las abejas regresaron a sus campos, los pájaros anidaban en los árboles que había plantado. Sus cosechas, aunque no tan masivas como las de sus vecinos, eran de una calidad excepcional y, lo más importante, eran sostenibles.

La noticia corrió como un reguero de pólvora por Guadix. Otros agricultores, viendo los resultados de Miguel, comenzaron a imitarlo. Lentamente, pero con paso firme, el paisaje rural de Guadix empezó a cambiar. Las acequias se limpiaron, se plantaron árboles autóctonos en los lindes de los campos, y la diversidad de cultivos regresó.

Un año después, la lluvia regresó con fuerza. No fue una tormenta devastadora, sino una lluvia suave y constante, que empapó la tierra sedienta. La gente de Guadix salió a celebrar, no solo la lluvia, sino la renovación de la esperanza.

El Mago Elías, con su sombrero de tres picos y su sonrisa enigmática, observaba desde la distancia. Sabía que el camino era largo y que los desafíos continuarían. Pero también sabía que la magia de la tierra, esa que la agricultura ancestral y el mundo rural habían custodiado durante siglos, había vuelto a despertar en el corazón de Guadix. Y esa, pensó, era la magia más poderosa de todas.

El huerto me lo quedo yo, de Teresa Buzo Salas


 


Hola, Juan:

Hoy llegó tu carta. La firmaba un abogado de Guadix, pero la voz que sonaba entre sus frases era la tuya, como el eco hueco que queda en una casa vacía. Dices que lo vendamos todo. Que cada cual coja su parte. Pero el tiempo no se pesa, Juan. Y hay cosas que no entran en escrituras ni en notarios.

Está bien. Que se reparta la finca, los corrales, el tractor, incluso las paratas de la rambla si hace falta. Pero hay algo que no firmaré. Que no pondré a la venta: el huerto me lo quedo yo.

Nuestro primer huerto. El que levantamos con las manos cuando no teníamos más que un burro prestado y la ilusión tan encendida que hasta las piedras de la vega parecían más blandas. Aquel rincón junto a la acequia de la Fuente Grande, donde pusimos tomates rosados de Guadix, pimientos de Freila, berenjenas de Benalúa, ajos morados de Purullena, habas de Jerez del Marquesado y hasta una mata de hierbabuena del cortijo de Paulenca, que tú dijiste que daba buen olor a la casa.

Empezamos sin nada, Juan. Dormíamos sobre mantas en la caseta del pozo, y calentábamos la cena en una lumbre de sarmientos. Pero la tierra nos quiso. Poco a poco fuimos comprando más: un trozo en el barranco de Alquife, otro cerca del camino viejo de Cogollos, donde pusimos almendros, cerezos de Ferreira y algún olivo de Marchal que aún aguanta. El dinero empezó a entrar. Y contigo, la prisa.

Ya no labrabas como antes. Ya no te agachabas a mirar si la tierra estaba húmeda. Empezaste a contratar jornaleros. A hablar de rendimiento, de producción, de parcelas como si fueran acciones en bolsa. Dejaste la faja de trabajo por la americana limpia. El sombrero de esparto por el móvil.

Y las reuniones, Juan… Esas eternas reuniones en la ciudad. Noches enteras en Granada. Reuniones con traje y copa, decías. Pero yo te notaba ausente. Mirabas el móvil como quien se asoma a otra vida. A veces sonreías a la pantalla como no me sonreías a mí desde hacía tiempo. Una noche, mientras tú estabas "en negocios", yo regaba el huerto bajo la luna. El agua bajaba lenta por las hileras de melones y sandías de Belerda, y el aire olía a tomillo, mejorana y tierra mojada. Y fue ahí, entre la sombra de los ciruelos, donde lo entendí todo: ya no te interesaba lo que crecía aquí. Ni las matas, ni yo.

Después vinieron las indirectas. Que me arreglara más, que saliera con las otras, que fuera al teatro o que viajara. Me escuchabas como si yo hablara en otro idioma. Yo hablaba de la flor del almendro en Los Balcones, del primer brote de acelga, de las cerezas que ya cuelgan en la Sierra de Baza como rubíes. Y tú me hablabas de inversiones, de pisos en Granada, de una cena con no sé quién en un restaurante con manteles almidonados.

Y sí, Juan. Noté su perfume en tu ropa. Sus risas en tu forma de mirar. Era joven, se notaba. Moderna. De esas que no saben lo que es clarear patatas al amanecer, pero saben muy bien cómo posar en una terraza. Tú la mirabas como quien mira el futuro con gafas nuevas, y a mí, como quien recuerda un paisaje ya visto demasiadas veces.

Y así fue como el amor se nos secó, como se secan las hortalizas mal regadas: primero por dentro.

Pero yo seguí con el huerto. Lo cuidé como se cuidan las cosas que no se pueden explicar: con cariño, con rutina, con verdad. Lo sembré cada año aunque tú ya no preguntaras si había salido el primer tomate. Yo lo sabía todo: cuándo florecían los calabacines, cuándo la tierra pedía descanso. Y en ese saber me hice fuerte.

Ahora me dices que me reinvente. Que viaje. Pero ¿qué más vida quiero que esta? La que huele a pan de horno de leña de Alcudia, a roscos de Loja que trae la vecina los domingos, a albahaca fresca y café con leche en taza de barro. La que suena a trino de pardales y no a claxon de ciudad. Aquí tengo mi mundo: la siesta bajo la parra, los nietos correteando entre las matas de berenjena negra de Darro, las vecinas que vienen a coser al fresco y contar historias de antes. Esto no lo cambio por luces ni por vuelos.

No te guardo rencor. Te quise en los días de barro y en los de abundancia. Te quise cuando solo tenías tierra bajo las uñas y sueños en los ojos. Y hasta cuando empezaste a mirar lejos, a pensar en otras pieles, en otros caminos. Pero ya no. Ahora quiero quedarme con lo que no me falló: el huerto.

Quédate tú con las corbatas, los negocios, los pisos que ni pisas. Quédate con las sonrisas nuevas, con las palabras limpias que no han pasado frío ni calor. Quédate con tu mundo de cristales y pantallas.

Yo me quedo con la tierra. Con las manos sucias. Con los surcos torcidos. Con la vida que da lo que siembras. Me quedo con la hierba fresca, el agua del pozo blanco, el árbol que da sombra. Me quedo con el huerto que fue raíz cuando todo empezó.

Y si un día, por casualidad o nostalgia pasas cerca de esta casa y te llega el olor a tomate asado con orégano de la Sierra de Gor, quizás te visite una duda breve, como un suspiro: ¿Y si la felicidad no estaba en volver a empezar, sino en haber sabido quedarse?

Firmaremos lo que haya que firmar. Cada cual con su mitad.
Pero el huerto… Eso me lo quedo yo.

Rocío

Lo que te toca, Rafael Porcel Porcel (Segundo Premio).


 


Tras la tristeza inicial, los bonitos reencuentros y dejar algo la vida pasar,

aquí vuelvo, junto al río y la montaña, lejos de donde vivo, pero en casa.

Fue hace un tiempo, cuando recibí una llamada,

en mi trabajo, en la capital, y la vida se quedó en pausa.

Él, —siempre fuerte, siempre constante—,

el que parecía que iba a ser eterno, al final, no lo fue.

Y aquí estoy de nuevo, pero con un sabor distinto en la boca.

El amargor de los primeros días de duelo,

se ha convertido en apacible nostalgia, que endulza los malos tragos,

con el recuerdo tranquilo y sereno de los buenos momentos pasados.

Se fue cuando se tenía que ir, y en vida hizo lo que tenía que hacer,

o bueno, no todo, pues aquí estoy,

frente a lo único que no dejó bien atado.

Mi campo. Mis raíces. Esto es lo que me ha tocado.

Rodeada de un desierto, entre cerros de esparto y arena,

donde poco nace y la tierra se desprecia.

Sin embargo, —me han dicho—, que también se codicia,

pues el agua, ese bien tan preciado, riega el esplendor de ahora: mis fanegas.

De aquí, mis vecinos dicen que salían los mejores melocotones de la comarca,

sandías grandes como carretas, y tomates, tomates rojos de sabor inmejorable.

Y además, hay una cueva, al fondo, usada como abrigo en la labranza,

como almacén de útiles varios, donde jugaba a esconderme entre aperos y cántaros.

Pero desde hace un año, todo está yermo, vacío,

y nada llena el hueco que él ha dejado.

Cientos de chopos se arriman a los dos costados, parcelas enteras,

las más fértiles, las más enteras, ahora dispuestas en pasarelas,

al gusto de una industria maderera, que sin ser la peor de las que hubiera,

a mí, verlo todo así, me apena.

La cueva, al verla de cerca, me acongoja con su oscuridad.

Ahora me amenaza, más como un agujero en la tierra,

como si a devorar me fuera, pues en realidad no se trató con todo el cuidado que mereciera.

Cuando yo le preguntaba, siempre me decía,

—Algún día, cuando hubiera, cuando los sueños en certezas se convirtieran,

esta tierra brillaría entre la maleza. La cueva será un palacete, haremos una gran fiesta para celebrar entre los amiguetes, y tus hijos y nietos tendrán un lugar del que enorgullecerse.

Me paro, junto a la acequia me siento.

Sobre el único árbol que queda en pie.

Un sauce enorme, de ramas frondosas, cuyas hojas caen lenta e incansablemente,

y que parece llorar la pérdida del que tuvo su cuidado.

Mi mente necesita orden y sosiego,

observar de fuera adentro, para poder decidir.

Pensar, en si resistir o dejar morir,

a esta tierra, labrada por generaciones,

si dejarla a merced de una industria sin cariño ni cuidado,

sin quererla como la quisieron los que antaño aquí se sentaron.

—O cambiar yo—. volver del presente al pasado,

que la nostalgia se convierta en nuevos recuerdos creados.

Mi corazón quiere, mi cerebro me dice no se puede.

Mi vida está en otro lado,

¿cómo voy a volver, si ni siquiera sé utilizar un simple arado?

¿Cuántas vueltas tengo que dar para mantener vivo un legado?

Si en realidad, Él me ha abandonado.

Y aunque haya visitado mil veces este lugar como fiel peregrino,

ahora me siento perdido.

Porque aquí, no era un dónde, era un quién,

y cuando él se ha ido,

entiendo que no amaba tanto el lugar, sino su presencia.

Y de pronto, un pajarillo se posa sobre mi hombro.

Me pía, parece que entiende mi lamento,

yo desde lo más profundo de mi alma, parece que también lo entiendo,

hasta que se va, dejándome un tanto contrariado.

Alzo la vista, y no veo el nido sobre el árbol,

me esfuerzo en seguirlo, hasta que en el interior de la cueva,

encuentro el ponedero de barro.

Ahí están, las jóvenes golondrinas, que como yo,

a pesar de irse, volvieron cada año,

que desde niño, me siguieron con su canto.

En realidad, no quisiera dejar de escucharlo,

pues ellas, el sauce, la propia tierra, también merecen ser amados,

no perecen, aunque el humano se haya marchado,

queda belleza y alma en este campo.

Ahora entiendo lo que él veía. Ahora comprendo lo que me decía,

que no necesitaba grandes lujos ni vivir entre riqueza,

que este era su bien más preciado.

La paz que siento, el tiempo detenido en un anhelo,

el trabajo con las manos que no deja tiempo para el lamento,

quizás es lo que necesito para salir del mundo que no da descanso.

Puede, que poco a poco y con esfuerzo, logre cumplir un sueño.

El suyo, —pero admito—, voy haciendo mío.

Pues como esas golondrinas, que cada año vuelven,

a mí me gustaría seguir regresando,

y como ellas, tener mi refugio de barro.

Espero poder, y que no me equivoque,

tomar la decisión acertada, antes de recibir un último estoque,

y no abandonar a la tierra que mi corazón lleva,

pues es mucho más, que polvo y arena.