Dicen que la tierra tiene memoria, que guarda en su piel de
terrones los pasos de quienes la amaron. En el altiplano del sudeste español,
donde el viento silba entre los almendros como un anciano que recuerda, vivía Carmen,
una mujer de manos duras y voz de brisa. Era hija de pastores y nieta de
labradores; su sangre olía a hinojo, a tomillo seco y a tierra mojada.
Cada mañana, al clarear el cielo, bajaba al bancal con su azada al
hombro. No usaba reloj: medía el tiempo por el canto de las perdices y la
inclinación de las sombras. El mundo comenzaba para ella en la acequia vieja y
terminaba en la era, donde trillaba el trigo con los ojos cerrados, como si
danzara con los fantasmas de sus muertos.
El campo era su casa, su oficio, su credo. En sus surcos no solo
nacían lechugas y habas, sino también recuerdos. Carmen hablaba con las plantas
como quien conversa con un hijo. Les pedía perdón al arrancarlas. Les agradecía
por brotar. Les cantaba coplas que su abuela aprendió de otra abuela, cuando
los burros tiraban de las norias y las manos eran más fuertes que las máquinas.
—Tierra buena, si te cuidan, das vida. Si te hieren, das silencio.
Eso le decía al niño que cada sábado bajaba del pueblo para
ayudarla: Miguel, un chiquillo de ciudad que vino a vivir con su madre tras el
divorcio. Tenía diez años y ojos inquietos. Al principio, se aburría. No
entendía el sentido de regar a mano, de quitar las piedras una a una, de mirar
si había hormigas rojas en los albaricoques.
—¿Por qué no usas cosas modernas, Carmen? —le preguntó una vez.
Ella no contestó. Lo llevó al pie de la loma, donde las chumberas
marcaban la frontera entre el campo viejo y los invernaderos del otro valle.
Desde allí se veían los plásticos extendidos como una herida blanca. Un mar sin
olor, sin canto, sin tierra.
—Porque no quiero que mis nietos coman silencio.
Miguel no entendió. Pero algo se le quedó prendido en el pecho.
Como el aroma del azafrán cuando se muele. Como la voz de su padre, que aún le
llegaba a veces en sueños.
Esa primavera, llovió poco. El cielo parecía haberse olvidado de
la comarca, como un dios viejo que no reconoce sus templos. Las fuentes
menguaban y la acequia llevaba apenas un hilo de agua. Carmen se levantaba aún
más temprano, caminaba hasta la rambla seca y escarbaba en busca de humedad.
—¿Para qué lo haces si no crece nada? —dijo Miguel.
—Para que la tierra no se sienta sola.
Fue ese día cuando él la vio llorar. No era un llanto sonoro. Era
un manar lento, como la resina que sangra del pino cuando lo hiere el sol.
Carmen lloraba por la tierra, por los álamos que ya no daban sombra, por el
aire que olía a polvo y no a pan. Lloraba por el futuro que no llegaba.
—Todo está cambiando, Miguel. Pero el corazón de la tierra late
todavía. Si aprendemos a escucharlo, nos salva.
Pasaron los meses. El niño ya no preguntaba tanto. Empezó a
sembrar en silencio, a recoger la hierba para el compost, a anotar en un
cuaderno los días en que florecía cada planta. A veces, Carmen le enseñaba a
distinguir las huellas: la de la gineta, la del zorro, la de la liebre. Cada
uno dejaba su firma en la madrugada.
En julio, cuando la sequía era un cuchillo, llegó la tormenta.
Vino como un rugido, como si el cielo se abriera en furia. Granizó con saña. El
huerto de Carmen quedó arrasado. Las tomateras, quebradas. Las almendras,
verdes aún, machacadas en el suelo.
Los vecinos bajaron al día siguiente. Ofrecieron ayuda, consuelo,
gestos. Carmen los agradeció, pero no dijo palabra. Se sentó en la tierra y
recogió, uno a uno, los restos del daño. Miguel también bajó, con la mochila al
hombro.
—¿Y ahora? —preguntó con la voz hecha grieta.
Carmen lo miró. Sonrió por primera vez en semanas.
—Ahora sembramos otra vez. Siempre se vuelve a sembrar.
Y así lo hicieron. Con la paciencia de los que creen. Con la
esperanza de los que saben que la tierra no traiciona, solo espera. Plantaron
calabazas, cebollas moradas, un nogal. Dejaron un rincón para las flores
silvestres. Otro para las abejas. El bancal, poco a poco, volvió a cantar.
Cuando llegó septiembre, Carmen ya no podía con la azada. La edad,
el calor, las noches en vela. Pero seguía yendo al campo, sentada en su silla
de esparto. Miguel lo hacía todo. Lo hacía como ella le enseñó: sin prisa, sin
ruido, con respeto.
Un día, le mostró el cuaderno: había escrito un cuento. Un relato
sobre una mujer que cuidaba la tierra como a una hija. Lo presentó a un
certamen de la escuela. Ganó. El premio era un árbol: un olivo centenario, que
Miguel plantó junto al pozo.
—Este árbol vivirá más que nosotros. Pero sabrá que lo quisimos.
Carmen murió en otoño, cuando las hojas del almendro caían como
cartas de despedida. Miguel la enterró en el cementerio pequeño, junto al
camino. Puso una lápida sencilla: Aquí reposa la que hablaba con la
tierra.
Hoy, años después, Miguel sigue cuidando ese bancal. Lo ha
convertido en un jardín comestible, en un refugio para pájaros, en una escuela
donde los niños aprenden lo que no enseñan los libros. A veces, en las tardes
de viento, jura escuchar la voz de Carmen en los surcos. Dice que la tierra
canta. Que aún late.
Y que, si se le habla con ternura, responde.