No es
una frase hecha, ni un slogan afgano. Es el fondo de todas y cada una de las
guerras que ha vivido la Humanidad. Es la justificación de las Naciones para el
restablecimiento de la paz.
Es
curioso, me llama la atención, que “guerra” tenga nombre femenino. Según la
acepción, deberían utilizarse armas como el diálogo, la comprensión, la bondad,
el respeto… todo aquellas virtudes que, desde la lejana mitología hasta la
propia Virgen María, han definido a la mujer. Pero en realidad, es un invento
masculino. No quiero decir con esto que los hombres no tengan las mencionadas
virtudes, pero son más pragmáticos, van al conflicto, y a veces sin entenderlo.
Todos
desearíamos un Mundo sin guerras, pero también deseamos un mundo sin pobreza,
sin delincuencia y sigue siendo una utopía y algo que sólo un milagro podría
resolver. La guerra comienza cuando cada país pone una frontera y defiende sus
costumbres como si fueran mejores que las de los demás. Cuando cierran los ojos
hacia las maravillas de otras culturas y destruyen por el placer de sentirse
poderosos. Es necesario, por tanto, un ejército que controle esos estallidos de
violencia, al igual que son necesarias las cárceles y las sanciones ante
conductas que atenten contra la seguridad y paz de la vida de todas las
personas. También son necesarias las Organizaciones no Gubernamentales y las
ayudas oficiales para que la pobreza sea más llevadera, si es que eso es
posible. Pero todo esto es necesario en un mundo donde la ambición, la codicia,
el deseo de poder, el materialismo insano y la gran falta de empatía priman
sobre otros valores que parecen discursos de orates.
La
guerra de hoy es la guerra de ayer y la de mañana. Mucho se habla de los
posibles ataques nucleares, de ese mito que tanto nos asustó a los que éramos
niños en la guerra fría y pensábamos que cualquier día Estados Unidos o Rusia
pulsarían un botón y ¡PUM!, el mundo destruido con todo su contenido. En
realidad, la guerra sigue siendo un cuerpo a cuerpo, soldados, que en misión de
restablecer la paz pierden la vida. Cifras que no aparecen en los telediarios.
Será para que no nos volvamos buenos. Calladas quedan las medallas, los
homenajes al mérito cuando desciende el féretro del avión y la viuda llora
desconsolada asiendo la manita de sus hijos que nunca volverán a ver al padre.
Es así. No hay más. En España o en cualquier parte del mundo.
Pero
hay más guerras que, en mi humilde opinión, son las causantes, las que provocan
los estallidos kurdos, afganos, en Yemen o en el Líbano. Son las guerras de las
relaciones humanas. No podemos desear un mundo sin guerras si nos molesta que
el vecino tenga una casa mejor que la nuestra; o que nuestra compañera de
trabajo tenga un marido ideal; o que nuestra ex_mujer haya conocido a otro y
rehaga su vida, una vez superado el trauma del maltrato, por eso, aprovechamos
que está sola, le pegamos un tiro y luego nos lo pegamos a nosotros, eso sí, en
el muslo, para justificar una patología psíquica que, encima, nos deje en
libertad. Tampoco podemos desear un mundo sin guerras si entendemos la grata
conversación entre amigos como discusiones encarnizadas que acaban con el
afecto de 10 años compartiendo banca. De igual modo, no acabarán las guerras si
no enseñamos a nuestros hijos a ser respetuosos, honrados, y si lo hacemos, se
convierten en lindos muñequitos de mantequilla que no sabrán defenderse ante
gente sin escrúpulos. Esta es la guerra latente y diaria, la que enfrenta a
parejas, a padres e hijos, a hermanos, a amigos. Si en las pequeñas friegas nos
convertimos en cruzados sin causa, no imaginemos un mundo sin guerra.
Sin
embargo, a mi me ha gustado siempre definirme a mí misma como una mujer
guerrera. Porque lo asocio como sinónimo de luchadora, de no dejar que la
injusticia pase por mi lado sin que yo intervenga, de estar presta a secar una
lágrima de alguien que sufre o a acariciar a un niño que se ha perdido.
Por eso
me hice militar, soy Alférez Reservista del Ejército de Tierra; estoy ahí, como
muchas otras personas, por si en algún lugar nos necesitan, por si tenemos que
poner chalecos fluorescentes a aquellos niños que caminan diariamente y en la
noche seis oscuros kilómetros para ir a la escuela; por si hay que sacarles una
sonrisa porque sus papás murieron; por si hay que llevar vacunas a cualquier
parte de África.
No
entiendo la guerra. Ni las cotidianas ni las otras. Por eso estoy ahí, para que
cada vez los conflictos sean menores, para entender al Ejército como una
Administración más, para sentirme útil si me necesitan. Soy muy mala disparando
y espero no tener que hacerlo nunca aunque sea en legítima defensa.
Dicen
algunos videntes, filósofos como Edgar Tolle, o hasta el tercer secreto de
Fátima, que de aquí a unos años el mundo será ese paraíso; que seremos seres
evolucionados emocional y afectivamente y que no cabrá la maldad entre
nosotros. Que habremos aprendido la lección de no destruir el maravilloso mundo
que tenemos. Un mundo ideal al que están precediendo grandes catástrofes
(terremoto en Nepal, Tsunami en Japón en 2011, Terremoto de Chile y Tsunami en
2010, Terremoto en Haiti en 2010, El avión Airbus A320 de la compañía Germanwings que se
estrelló en los Alpes con 150 ocupantes, el 17 de julio de 2014, cuando el vuelo MH17 de Malaysia Airlines fue derribado por
un misil,… y un largo y desgraciado etcétera). Dicen los escritores, los
filósofos, los que hablan con los ángeles y los que ven más allá, que todo esto
nos hará pensar en todo aquello que amamos y podemos perder. Que estamos a un
paso de esa evolución mental que se dará en 2017, donde hasta seremos capaces
de desarrollar un 88% de nuestro ADN, ¿un mundo perfecto de A. Huxley?¿Una
premonición más para vender viajes de lujo vacacional a marte? ¿O realmente ha
llegado la hora de la verdad, de encontrar sentido a la vida, a nuestra
estancia en este perfecto sistema de árboles, flores y ríos; de animalitos que
son felices en libertad; de amor al prójimo?
Yo sólo sé una
frontera es lo que me separa de un amigo al que quiero porque vive en otro
país, o que tengo que llevar pasaporte según dónde vaya. Sé que me encantan los
taquitos mexicanos del mercado de Coyoacán, el mate, la sabrosa comida
italiana, los almendrados dulces árabes, y esos atardeceres frente al Bósforo,
antes de entrar a Turquía, lo azul y cálido que es el Caribe, lo hermoso que es
ver amanecer frente a la Alhambra o en cualquier punto de nuestra geografía. No
olvidemos nunca que es mucho más fácil crear guerras que restablecer la paz. El
caos y la discordia se siembran en un ratito, pero las reconciliaciones cuestan
toda una vida.
Sólo sé que “guerra” es femenino pero “paz”
también lo es.
Muchas gracias por invitarme a participar en vuestra revista, entre tanta calidad literaria es todo un privilegio, ha quedado genial, la edición muy buena y... jaja, voy a seguir leyendo, que todavía me falta para terminar, un caluroso abrazo a todos
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