La negrura se ha posado en el alféizar como un ave de mal
fario. El ventanuco es ahora un telón denso de tinieblas. Mientras friegas los
cacharros, sucios tras la cena, vuelves a sentir la angustia serpeando en el
estómago. No es la muerte —tan cercana— lo que oprime tu garganta; es la
incertidumbre, la alerta permanente
que te acosa sin descanso, las dudas que se enroscan en tu mente cual culebras,
la alarma ante los ruidos imprevistos en la noche.
Los pocos viejos que aún quedan en el pueblo dicen que
uno se acaba acostumbrando a vivir así, con el miedo siempre a cuestas. Pero tú
sabes que eso no es cierto. Que el eco de las bombas y los tiros que el cierzo
arrastra hacia los valles, cada vez más próximo, se abatirá sin remisión sobre
el hogar. Eso, te dices a ti misma, es lo peor. Saberse con las horas contadas
y no poder —o no querer— escapar.
Desde la muerte de tu madre y la huída de Miguel, tu hermano,
sólo hay sitio para estar junto a tu padre, ya anciano, con las fuerzas muy
menguadas para echarte siquiera una mano.
Esta maldita guerra echó por tierra tu futuro matrimonio con
Daniel, el herrero. Lo supiste tan pronto se oyó el revuelo, y aquel miliciano,
tan joven y ya roto para siempre, te dio las pertenencias del que iba a ser tu
esposo, sus cartas renegridas por el humo. Otros, en cambio, escaparon monte
arriba, y allí siguen, viviendo como lobos en covachas, furtivos del pasado,
salvajes animales, acaso más libres…
Ladran los perros al vientre hinchado de la noche,
lastimeros, cómplices del miedo de sus dueños, tan ajados como ellos. Un ruido
de pasos en el huerto te ha parado el corazón: «¡Ya están ahí!», te dices, mas
la voz no te sale, ahogada por el pálpito del pecho. Instintivamente agarras la
escopeta de tu padre y, reteniendo el aire en los pulmones, apuntas al vacío
del corral.
—¡Juana, soy yo, Miguel! —susurra un ser entre las
sombras.
Aferrando aún más el arma, tu pulso desbocado, extraes de
la mesilla una vieja linterna. El haz alumbra un rostro hirsuto, un presente
doloroso y un misterio inescrutable en el pasado, resumido en la maleta del
soldado desertor.
—¡¡Miguel!!
Os fundís en un abrazo fuerte, hondo, detenido en la
vorágine del tiempo. Las lágrimas te impiden hablar. Tu padre, aunque algo
sordo, acude al oír la campanilla de la puerta. «¿Qué pasa Juana…?»… La
sorpresa deja mudo al viejo Cayo. Al punto, Miguel se lanza en brazos de su
padre. La escena se repite, casi idéntica.
No puedes pegar ojo. Arrimas la oreja a la puerta del
cuarto de tu hermano, tantos años clausurado. Miguel tampoco duerme: a través
del silencio y las paredes, escuchas un extraño trajinar de cachivaches. Dudas
si volver a la cama, si entrar, si preguntar. «Mejor mañana», te convences sólo
a medias.
«¿Qué has traído en la maleta? ¿Tienes ropa que lavar?»
Tu hermano no ha querido responder a tus preguntas. Ha
esperado que tu padre se acabara el cuenco de pan migado en leche y, azada en
mano, enfilara el senderillo hacia la huerta. Ya solos, ha llegado su
advertencia:
—No entres en mi cuarto, Juana, te lo pido por favor; es
peligroso.
Miguel, enjuto y lívido, es una sombra del que fue y, sin
embargo, exhibe una templanza que te asombra e intimida. Luego, su mirada
atravesada por el dolor se dulcifica. Reflexivo y enigmático, agrega:
—No temas, Juana. Yo os protegeré. Nada os pasará a ti y
a padre. Pero has de prometerme que esta noche, oigas lo que oigas, no saldrás
de casa —hunde sus ojos verde musgo en tu mirada; es como asomarse a un
precipicio.
Evocas con tristeza el día de su marcha, las peleas con
tu padre, la tozuda insistencia del maestro: «El chico vale, Cayo, déjalo
marchar», el duelo de tu madre con su huída; Miguel, el joven entusiasta de la
Ciencia constreñido entre el ganado, aquel militar cazador que un día arribó al
pueblo, la charla fortuita con tu hermano, la luz al final del túnel, el júbilo
de ver cumplido un sueño…
Aún conservas sus cartas clandestinas, aquéllas que
llegaron al principio.
Luego el silencio más inquieto. Llegó la guerra, los
meses de contienda, la duda y el martirio…
Un estruendo te ha arrancado bruscamente del recuerdo.
Los milicianos están al otro lado del río. Te estremeces. Conduces a tu padre a
la bodega, a fin de protegerlo del ataque. Te falta el aliento.
—¡¡Miguel!!
La puerta de su cuarto está cerrada. Dentro, un chirriar
metálico.
—¡No entres Juana, por el amor de Dios! ¡Vuelve a la
bodega y quédate con padre! ¡Yo los detendré, confía en mí!...
«¡Dios del Cielo, se ha vuelto loco!»
Ahora las ráfagas percuten en las casas. Estruendo de los
muros de la iglesia contra el lecho embarrizado. El pueblo está tomado. No
puedes soportar más la tensión.
—¡¡Miguel, por el amor de Dios, baja con nosotros!!
—¡¡Aléjate!!
Al otro lado, puebla la alcoba un chisporroteo de
artilugio, de radio mal sintonizada, de colmena. Echas a correr, mas la puerta
se abre a tu espalda; sin poder evitarlo, giras el cuello…
Lo que ves te deja sin aliento. Miguel sale al pasillo y
se desliza como un ánima. Aferra entre sus manos un artefacto con clavijas, botones
y una antena desplegada. A semejanza de abejones, un enjambre de himenópteros
bruñidos mariposea en torno a su figura. Más atrás, como legiones vomitadas
desde el cuarto, revolotean más y más insectos.
Las bombas restallaban sobre el valle y alejaban todo atisbo
de susurros animales en los bosques; aquí y allá, bramaba el eco del infierno,
el discurso de la pólvora, la arenga monocorde en la metralla.
Te escondiste en el rellano y, gracias a Dios, él no pudo
verte. O acaso le cegaba el odio al enemigo. En medio de la noche y el horror,
Miguel salió al camino salpicado por el barro y por las balas. Anduvo
desarmado, a excepción de aquel transmisor portátil y la nube de criaturas
voladoras, hasta el vetusto cartelón que anuncia el pueblo. Allí se detuvo.
Estabas lejos, y la luna apenas ponía luz a la tragedia. Mas las llamas de un
incendio recortaron la silueta de tu hermano alzando el artefacto. Luego, como
si la Madre Naturaleza llamara a sus criaturas a la lucha, los insectos se
lanzaron sobre el vasto regimiento que anegaba la vaguada.
La fría amanecida arrojó un alud de muertos sobre el
valle, milicianos enemigos perforados de aguijones, infestando las montañas con
hedor corrupto a muerte.
Miguel dejó una nota en su mesita. Tal como vino, se fue.
Como un fantasma, como una aparición silente y misteriosa. Él y su maleta de
artilugios se esfumaron, acaso para siempre.
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