Cuando uno ve ya tan cerca
el final, al menos el fin de ese estado, que no sabemos si último o intermedio,
llamado vida, es cuando inconscientemente hacemos balance que lo que fue,
seguramente buscando la sensación de haber tenido una existencia feliz, es
cuando la nostalgia nos acerca los versos del poeta Manrique, aquellos que
concluían que “a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”, es lo que
los psicólogos, capaces definir diagnóstico a todo, llaman “retornar al
«paraíso perdido» de la infancia”, pero no todas las generaciones en todos los
lugares han tenido «paraíso perdido», ni tan siquiera han tenido infancia.
Mi generación en mi lugar,
salvo salpicaduras dispersas, no tuvo infancia, las desavenencias de los
mayores nos la hurtaron, por eso lo primero que asalta a mi mente, al
retrotraer el compendio de la vida, es la mañana de juegos en las eras de Santa
Ana, que quedó rota volviendo a la normalidad del día a día de niñez amputada,
cuando aparecieron los «stukas» por encima del horizonte-coraza de cerros,
convirtiendo las chimeneas de las cuevas en blancos fantasmas erguidos, para
ametrallar a unos niños que perseguían una pelota hecha de trapos. Todos
acabamos cuerpo a tierra y, tras las dos oleadas de las escuadrillas, tan sólo
la mitad pudimos erigirnos en pie, la otra quedó en despojos, que designamos
cadáveres, de lo que eran proyectos de vida intensa. En aquel momento, y aún
ahora, me asaltó el pensamiento la perversa incógnita del porqué del ataque a
unos niños indefensos, luchando contra la adversidad de un mundo de fuego,
destrucción, hambre y miedo, ¿qué pensaron aquellos pilotos?, ¿qué estúpido
odio les removía a convertir en objetivo militar a unos niños desamparados y
sufridos evadiendo la cruel realidad? No lo sé, pero he terminado concluyendo
que el odio arrastra incluso a los cachorros del enemigo, que pueden ser los
futuros soldados que empuñen las armas contra sus aparatos, aunque lo que
realmente pienso como más consecuente, si bien no es una alternativa, sino un
complemento a mi anterior conclusión, es que de lo se intenta es sembrar el
miedo, y con él la desesperación, en la inocente retaguardia civil, dejar a las
viudas cada vez más desoladas, dando sepelio ahora a sus hijos, el miedo es una
arma mortífera, un arma psicológica perfecta y terrible, el miedo a perder cada
vez más motivos por lo que vivir, a no saber, o sí saber, si ya merece la pena
seguir en el estado de la vida, dejar descoyuntadas y apartadas las vanas ilusiones
y esperanza de victoria con las que arrancan los inicios de cada conflicto.
Conflicto, sí, conflicto, no me pidáis que use la palabra, no me dejéis usarla,
porque entonces todo yo sería ella misma, entonces embadurnaría el horror tanto
mis recuerdos como mi devenir, por eso excusadme por dejarla ahí, enclavada en
un rincón oscuro, perdida, olvidada.
Mi niñez cambió un veintidós
de julio, cuando la Guardia Civil, tras una vana intentona de tomar el pueblo,
se encerró en su cuartel, tras el fracaso del acceso a enlazar con sus fuerzas
por parte de sus correligionarios de la capital, que fueron sorprendidos y
hubieron de huir, dejando atrás los cuerpos yertos de sus compañeros, con el
rabo entre las piernas por donde volvieron. El asalto fue terrible, los
disparos de los milicianos no cesaban de impactar sobre el viejo palacete y
sobre algún descuidado que dejaba asomarse más de lo conveniente. Mi madre
estaba enloquecida, yo estaba enloquecido, mis hermanos estábamos enloquecidos
porque mi padre se hallaba preso dentro de aquella jaula monstruosa,
resistiendo tenaz para nada, porque es seguro que sabían que resistir devenía
imposible, pero no sé por qué estúpido resorte resistían aun siendo conscientes
de que no sólo se arrastraban ellos al abismo, sino también a sus familias
resguardadas dentro. El capitán quiso hacer chantaje con los detenidos dentro,
pero ello no hizo más que elevar ostensiblemente la furia y el resentimiento de
los asaltantes, que gritaban con orgullo soflamas en pro de la libertad y del
régimen democrático republicano. Todo acabó tan mal como era de prever, ya que
aparecieron dinamiteros de las minas cercanas y fuerzas de Infantería de Marina
acantonadas en el puerto de salida natural al mar de la comarca distante en
cien kilómetros. Los barrenos y el asalto final de las tropas expertas cubrieron
de matanza y muerte a los asediados, mientras eran liberados los detenidos, que
apenas habían sufrido menoscabo. Tras abrazar a mi padre, mi familia se
convirtió en un torbellino de alegría. Alegría desaforada que embriagó a las
milicias y al pueblo desbordados, inmersos en una lujuria de victoria que nos
arrastró a todos en descalabro directo hasta el caos.
Comenzaron a arder algunas
iglesias, los juzgados, los registros, lo que los más ilustrados en las ideas
revolucionarias llamaban el «aparato represor del estado». Y los niños nos
unimos en procesión inmersos en el epicentro de aquel torbellino de revolución,
de libertad que no era consciente de su libertinaje. Los mayores pasaron por
las armas a los santos de la fachada de la catedral, dejando las vetustas
estatuas de mármol blanco reductas a pequeñas lajas blancas, luego entraron
dentro decapitando santos y aniquilando en un apártame esas pajas a las
estatuillas de madera del coro, después abrieron capillas, la sacristía, las
criptas y alguien empezó a desarticular el órgano barroco, los tubos metálicos
y rítmicos dejaron resonar una armonía improvisada al rebotar contra el suelo,
minutos antes habían detenido al obispo, además del resentimiento hacia la
religión, que había sido hasta entonces una cápsula aprisionante para las
mentes, para los actos de la cotidiana cercenados por una moral farisea y para
el destino de sus estómagos, toda vez que era el mayor terrateniente de la
comarca, habían hallado una radio clandestina en el suntuoso Palacio Episcopal.
El obispo, vejado, fue llevado a lo que quedaba de los juzgados e introducido
en la cárcel municipal. Luego se apilaron en el exterior los restos, a veces
momias, de obispos, canónigos y frailes. Cuando colocaron en fila en la Plaza
de la República los cadáveres de los niños muertos tras el ataque inmisericorde
de los «stukas», un simbólico paralelismo enlazó en mi mente ambas imágenes, si
bien aquellas criaturas rebosaban vida instantes antes de que los vampiros de
la muerte sobrevolaran las eras, y los otros muertos estaban mondos y
descarnados desde hacía siglos. Y con casullas, mitras obispales y haciendo
sonar los tubos como pitos del órgano, una sacrílega procesión infantil, de la
que yo formé parte, recorrió las calles del centro del pueblo.
A partir de ahí, tras
aquella eclosión de alegría y fiesta, apareció la rutina del miedo y la muerte
circundando sobre nuestras cabezas. Mi padre en el frente, mi madre y yo, era
el hermano mayor, sacando adelante a la familia como podíamos, quedando
atrapado aquel “paraíso perdido de la infancia” entre trabajo incesante, miedo,
sacrificio y penurias, que sólo se abrían a lo que debían ser diversiones
infantiles, cuando las eras se convertían tanto en estadio olímpico como en
campo de batalla de guerrillas pueriles, aunque luego acabaran convirtiéndose
en una trampa terrible para ejercicio de destreza de la puntería de los
aviadores enemigos. Los mismos que dejaban que llegara la noche para destruir
los sueños en pesadillas de insomnio con sus bombardeos indiscriminados. Noches
sin aire, apiladas las personas bajo túneles cargados de sudor, mala
respiración y miedo, precedidas de los estridentes sonidos de las sirenas y
consumadas a ritmo de explosiones, temblores y polvo mugroso que caía del
techo. Noches de miedo, días con miedo e infancia degollada, todo en nombre de
una libertad o de un orden, que sólo conseguía que ambos desaparecieran entre
el miedo y la falta de capacidad de serenar los pensamientos.
Zanjas y fusilamientos,
cadáveres insepultos, juicios sumarísimos, algunos postmortem, y así fue pasado
por los fusiles el obispo en un páramo desértico con olor a mar, también un
alcalde de legislaturas anteriores, que ya había cambiado de chaqueta y
principios varias veces, desde el conservadurismo monárquico al centrismo
radical y republicano, fuente de corruptelas y aliado de cualquier postor, al
que los que quisieron abrirle causa de mártir inventaron la farsa de que fue
enterrado aún con vida. Farsas y verdades de inmolaciones que se cruzaban de un
lado al otro del frente, que sólo hacían increpar el odio de los guerreros y el
terror de los civiles pacientes. La idea de caer en manos de unos u otros era
un jinete apocalíptico terrible y bermejo que guadaña en ristre recorría las
trincheras que servían de frontera y zigzagueante se introducía más allá de los
frentes para advertir de la pesadilla venidera, por encima de la presente, a
gentes, buenas gentes de uno y otro lado, aunque si alguien era capaz de
encarnar al rojo caballero era un general borracho y mal hablado que increpaba
a los suyos a causar los mayores estragos en la población civil enemiga a
través de las ondas, que recorrían los mismos aires que los «stukas», de una
emisora de radio que emitía desde la orilla del Guadalquivir, un Betis de
sangre sin olor a azahar y con aroma putrefacto a muerte.
Tres años nos duró la
condena al desasosiego para turbarse en horror palpable, en primavera de nuevas
ejecuciones sumarísimas y, las más veces, arbitrarias, sin mayores causas que
resolver cuitas pendientes que provenían de antes del estallido de morteros,
bombas, tanquetas y fusiles. La contienda había terminado, no, no voy a
expresar la palabra que esperáis por mucho que os empeñéis en que lo haga, la
contienda por un parte lacónico y mal redactado había tocado a su fin, pero no
era en absoluto cierto, seguía, peor que nunca seguía, y ahora seguía sin
esperanza de ver el fin, por todo estaba a merced de la voluntad, tan sólo
regulada por sí misma, de los vencedores en los campos de batalla y en las
oficinas del nuevo orden, de la noche a la mañana en todos los rincones del
país brotaron vencedores que sólo empuñaban las armas ahora contra un enemigo
indefenso y, en la mayoría de las ocasiones, ficticio. Surgieron campos de
confinamiento de prisioneros por doquier, en los que los presos en muchas
ocasiones no llegaban a sobrevivir para el momento del cacareado juicio
imparcial, mi padre fue internado en uno de ellos y condenado pasó por muchos
más, aunque su estancia destrozó más nuestra existencia que la suya, que estaba
marcada por una condición innata de superviviente, también surgieron batallones
de soldados trabajadores que se componían en su mayor parte de soldados del
bando perdedor, en su mayor parte sin ideología, que el destino había hecho que
su quinta cayera reclutada del otro lado, para cuya condena no hubo sentencia y
se convirtieron en esclavos, palabra nunca pronunciada porque un siglo antes se
hubo abolido la esclavitud, pero estos soldados trabajadores no eran más que
eso.
Mi madre y yo debimos
seguir con la tarea de ser el sostén del resto de la familia y, para cuando mi
padre regresó, porque ya lo he dicho era de voluntad férrea, ¿dónde había
quedado atrapada mi niñez? Tres años de milicia, siete de condena cumplida de
los veinte sentenciados, son diez años, ¡diez años!, ¿dónde quedaba para entonces
mi niñez? Por eso, ahora que se agotan mis días, sólo acierto a recapitular que
mi «paraíso perdido» son estos años de vejez sosegada, ya sin lucha por
sobrevivir y hacer sobrevivir a otros: hermanos, hijos… El más mínimo atisbo de
sentir aquella sensación de miedo, dolor, penuria insalvables me aterra, me
hace hundirme en un pozo en el que no cabe la nostalgia, sino el sufrimiento
sin capacidad de percibir su final. A este libro le quedan pocas páginas, pero
han de ser tranquilas, no me importan los finales felices, tan sólo la paz
sosegada, y si alguna vez me falta ésta, sé que no me faltarán arrestos para
dictaminar yo mismo mi propia sentencia, porque si he de perder mi paraíso seré
yo el que decida el momento. Todo lo demás sobra. Mi vida, como la de casi toda
mi generación, ha estado marcada por esa palabra que vuelvo a pediros que no me
hagáis pronunciar, por eso aunque dejen de rugir los fusiles o los obuses, las
cicatrices se mantienen perennes e imborrables en todos los que hemos padecido el
innombrable sustantivo, lo peor es que son heridas a medio cicatrizar en el
alma, de las nunca cauterizan y de cuando en cuando supuran, por ello volver a
renovar sentimientos padecidos en aquel trance me hace definitiva mi decisión de terminar de sellar una paz
conmigo mismo que de otro modo no alcanzaré, una paz sellada con el definitivo
e inquebrantable final, sin partes militares de lenguaje cuartelero. No os
cuento más, por eso os escribo, para que sepáis, si alguna vez ocurre el
destino que os anuncio, cuáles han sido los únicos y verdaderos motivos.
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