Debió
ocurrir al atardecer. Alguien la vio cerca del horizonte, parecía más alta y
más delgada, junto a aquel hombre tendido en el suelo. Nadie lo hubiera
encontrado sino ella. Solía pasear por aquellos parajes en busca de margaritas
amarillas. Sólo tenía ojos para las flores. Estaba en la alameda cuando escuchó
los disparos. El hombre yacía boca arriba, tenía maniatadas las muñecas y no
parecía un soldado. Vestía una vieja camisa blanca remangada hasta los codos.
Los ojos abiertos e inmóviles.
¿Quién
era aquel hombre? Debió ocurrir al atardecer. Le había visto una sola vez en su
vida, ahora lo recuerda, fue a la hora de la siesta, tendido bajo un árbol, en
un campo de trigo y amapolas. Los campos estaban silenciosos, nadie había por
allí, se escuchaba tan sólo el sonido de los pájaros. Inmóvil y asustada dejó
caer las flores de la mano. Suele vestir de negro pero nadie conoce que se le
haya muerto alguien.
Pero
como aun es tiempo de silencio, Ojos de uva, los locos y los viejos nada saben,
nada sabemos, sino aquello que nos contaron de niños; como si aquellos niños de
entonces no hubiéramos visto ni oído.
Tú
y yo sabemos, que desde los albores de la humanidad se mostró la discordia
primitiva y desnuda, cubierta de pieles de animales, agazapada tras el fuerte
brazo del varón. Aquella ruda y violenta mano traía como trofeo una tibia
humana, y con ella, el recuerdo grabado en la retina del golpe asestado.
Poseídos por ella, lucharon los feroces guerreros y los héroes también.
¿Cuándo
descubrió la humanidad el sufrimiento, la sangre caliente, la lagrima salada,
la aguja del dolor tensando la sien? ¿La causa del dolor quién la origina?.
Sufrimos
cuando se nos niega, cuando se nos somete, cuando se nos priva del alimento y
el natural cobijo, del derecho a vivir dignamente,
del libre albedrío y la autodeterminación.
Las
guerras, Ojos de uva, las han hecho y las harán siempre los Caines; solo que
ahora son más extravagantes y retorcidos que entonces en el arte y ejecución de
tan deleznable ejercicio. Los señores de la guerra, los estrategas del poder no
luchan cuerpo a cuerpo porque carecen de valor. Les basta tan sólo con trazar
las coordenadas precisas para ejecutar su maléfico plan. No importa el lugar,
cualquier punto de la tierra les sirve. Juntar coordenadas, elegir objetivo y
el estallido se sella con sangre inocente. Miles de habitantes huyendo, aviones
de combate, refugios, rezos, llantos, alaridos, metralla, llamas, armas
químicas y tiempo; es cuanto necesitan. Objetivo cumplido: escombros,
supervivientes, cadáveres, estadísticas, balances, velas en recuerdo de los
caídos, amargas conmemoraciones, sirenas lejanas, callejones sin salida, la
madre con el hijo muerto en los brazos y el dolor insoportable.
Tras
la muerte ¿Qué les queda a los inocentes, a los exiliados, a los pacíficos, a
los huérfanos? Un camino de penuria servil a una sociedad que les dio la
espalda; abocados a arrastrar el conflicto atávico que debió tener su origen en
las zonas más desconocidas y enrevesadas de la angustia.
Pero
ellos, los hombres grises, los que creen que el mundo les pertenece, olvidan
que no podrán evitar que el hombre se detenga, que repare en sí mismo y se dé
cuenta de la maravillosa criatura que es.
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