Los
primeros poemas, doblados debajo de la almohada y del frío invierno, secan la
humedad de su angustia generalmente en el fondo de los bolsillos, entre el
pliegue de pañuelos y pastillas de jabón, entre tomos de enciclopedias que ya
nadie lee. Como las primeras poluciones nocturnas callan su escozor, limpian su
rastro de miedo y vergüenza, sin pedir consejo a nadie, sin destinatario ni
espejo que compartir. Esperan ser encontrados cuando el tiempo ya haya dictado
sentencia sobre tus experiencias y el álbum de fotos te evoque el tacto sedoso
de la barriga de aquel cachorro.
Recuerdo que mi primer poema fue sin rimas ni palabras;
la imagen de un beso junto al secreto de sangre escondido en la roca y la
sombra de aquel tilo. Dos cuerpos entregados a una causa, dos bocas en busca de
la humedad de la inexperiencia, un papel escrito en rojo con aquella caligrafía
redonda que ya no volverá.
Es
por esa y por otras muchas imágenes, que durante estos años todo un campo santo
de poemas descansa en mi habitación, convocando a la resurrección del tercer
día, aguardando la reconciliación entre mis actos y mis palabras, entre la
víspera de un día de fiesta y mis recuerdos durante el desamor. Son poemas
todavía sin dirección, vivos desde su letargo, un poco desconchados pero que
vuelven a respirar de nuevo al ser leídos y a recuperar sus rasgos al ser
recitados.
Por tanto, “Cementerio de poemas” sería un buen
nombre para aquella maleta vieja que guardo debajo de la cama y que solo se
cartea con la corriente que empuja a las pelusas de apatía. Dentro, en la
maleta, entre corchos de botellas de vino, entradas de conciertos y restos de
pulseras, anidan como pollitos a la espera del calor de la madre, docenas de
papeles con poemas de versos libres que me llevan a viejos celos, a mudanzas de
discos de Joe Jackson, a mis charlas con Lorca en la huerta de San Vicente. Son
poemas que ya no sentirán la lluvia, que no alimentarán ya a nadie y que
aprendieron de memoria los labios para los que fueron creados, que no esperan
nada, en todo caso renacer la próxima vez que alguien abra la maleta en busca
de rosas secas.
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