La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de enero de 2018

Después de Reyes, de María Elena Leyva Miranda.



Entorné los ojos
y vi con más fuerza
que quería soñar
sí, soñar despierta.

Bajé a un lindo valle
y vi muchos niños
estaban jugando
a orillas de un río. 

Los veía felices
y no tenían nada,
pero sus sonrisas
lucían en su cara.

El agua y el sol
los acompañaban
y árboles cercanos
qué su sombra daban.

Después me fui a un parque
de una gran ciudad,
también había niños
con bicis, con motos eléctricas
y no sé qué más. ...

Pero sus caritas
las veía tristes,
no se conformaban
¡Aún querían más!

Tanto consumismo
nos vuelve egoístas
y también, con menos
¡hay felicidad!.


ENTORNÉ LOS OJOS, por Alicia María Expósito.




Entorné los ojos
para parar el mundo
y así poder llorar
tanta tristeza.

Oculté los espejos, 
los libros, las palabras.
Me escondí de los besos,
de los abrazos rotos...
Yo no sé en qué suspiro
cambié mi primavera
por escarcha

¿Dónde quedó el olvido,
única salvación de la memoria?.
El alma no se duerme
y el corazón se rompe
cada día.

Entorné los ojos
para buscar recuerdos,
imágenes que sanan
heridas y lamentos. 

Bajo mis pies cansados
el inmenso rugido
de la tierra.
Fuera del tiempo
apenas queda nada.
Si acaso el eco sordo
de pasos que se alejan.

Entorné los ojos
para parar el mundo
y no enfrentar la muerte.
Y no es sino la muerte
quien me cura la vida

con recuerdos prestados.

FIN DE TRAYECTO, por F. Javier Franco.




Entorné los ojos.

Fue entonces que al fin comprendí, en aquel preciso momento, que tanto buscar la luz puede llevar a la ceguera.

LEVANTAR UN MUERTO, por María Pizarro.


Entorné los ojos.
Se observa sigiloso,
 se acecha,
al jugador en retirada.
Se espera,
con paciencia
depredadora,
la recompensa.
Basta que la máquina se atragante.
Basta luego una moneda.
Cuando uno abandona,
 al siguiente
le escupe el artefacto
 sus desechos,
y corren por el cajetín con estruendo
las monedas que le sobran.
La recompensa
es tuya, me has levantado un muerto,
se dicen entre ellos jugadores,
cuando alguno, resignado
se aleja de la presa malherida.

Otras, empieza una pelea.

EL SENTIDO DE LA VIDA, por Esneyder Álvarez.




Entorné los ojos para concentrarme 
en la imagen más fascinante de mi vida…
tu rostro,
ojos azules como el cielo,
labios rojos y suaves como los pétalos de las rosas,
voz tan dulce  con el canto del ruiseñor,
piel canela perfectamente bronceada.

Sin duda esa  imagen lleno mi corazón de pasión,
la imagen de la mujer que cambio mi vida,
que enseñó a ver las figuras de las nubes,
de su mano entendí que la soledad era solo  ficción,
con su ternura me demostró que el amor es más que un sentimiento,
es el sentido de la vida.


DELIRIO INSOMNE, por Dori Hernández Montalbán.



Entorné los ojos mil veces, me acostumbré al vuelo de los párpados hasta que me atrapó la noche en su oscura duermevela. Ella traía consigo al hombre-luna, altísimo y con la cabeza girando en luna menguante, escrutando el cielo subido a la concha de un caracol gigante. Yo persistía en el inútil empeño de dormir, tal vez soñar. Sorprendí al coleccionista de planetas ensartándolos como cuentas de cristal, en el cableado eléctrico. El viento soplaba sin descanso. La veleta giraba, giraba, volaba el viento los campanarios. Después, el silencio total magnificó el quejido de la hoja seca al desprenderse del tallo. Escuché el rugido de la pantera devoradora de sueños. Aparecieron los peces azules nadando en la pecera gigante del escaparate.

Entorné los ojos como aquel que se rinde en el fragor de la batalla, aun sabiendo que la guerra no termina cuando acaba. Claudicaba. Pedía una tregua al desaliento, porque en el fondo sabía que no había posibilidad de hallar la felicidad si no era dentro de uno mismo. Pero tenía que seguir en la cama; la cama era ahora un cálido nido, un vientre de agua. Entorné los ojos para encontrar cobijo allí, en mi casita de una sola teja al calor del fuego primitivo, alimentándome del tierno musgo del invierno, fiel y libre como la loba. Este es mi cuerpo, pensé, aquí habito, las palabras están en mi cabeza y el sentimiento..., ¿el sentimiento? ¿Dónde está el sentimiento? Intenté dibujar mi rostro con los ojos cerrados pero ¿en qué penumbra oculta de la especie se halla el sentimiento? Construí, entonces, mi cuerpo con pulidas piedras de la playa, una sobre otra hasta ponerlo en pié, frágil comenzó a caminar con miedo a desmoronarse.

lunes, 8 de enero de 2018

EN TORNO A LA VIDA, por Pedro Pastor Sánchez.




I
Entorné los ojos por primera vez para descubrir que el océano cálido que me albergaba se había esfumado. En su lugar, la hostilidad de un frío fulgor y bruñidas superficies. Mi atadura vital fue truncada sin pedir permiso, primera cicatriz de las muchas que siguieron. De entre los broncos ecos, un sonido reconocible pronunciaba de forma reiterativa fonemas familiares. ¿Será ese mi nombre? Desiderio. El aliento de mi madre susurraba tiernas palabras, mientras sus inmensos ojos me alumbraban. Única recompensa para tan trágica transición, sangre, dolor y un incierto futuro por delante. En mi nuevo hogar me esperaba un padre pegado a un vaso de aguardiente, ausente a tiempo parcial, una hermana que me miraba con recelo y un perro que, de cuando en cuando, olisqueaba mis pañales, para a continuación restregar su contaminado hocico contra la cara de mi deudo.
Mis primeros pasos fueron erráticos pero tempranos, fruto del ansia por conocer el vasto mundo que me rodeaba. Cuando dominé aquel pasillo sombrío, el siguiente desafío fue comprobar si podía vencer yo solito a la imponente escalera. Casi me rompo la crisma aquel día. Cada escalón que golpeaba mi cuerpecito fue como una pequeña lección para mí: “paso a paso, Desiderio”. Así empezó mi ansia exploratoria.
II
Entorné los ojos esperando que sus púberes labios mojaran los míos con el rocío de sus seis primaveras. Craso error. Cuando los volví a abrir, sólo llegué a vislumbrar el vuelo de su falda doblando la esquina del callejón. No importaba, le daría otra oportunidad, era normal sentir vergüenza ante sentimientos tan nuevos, tan tempranos. Me giraba cada dos por tres en el pupitre con cualquier vaga excusa, solicitando una goma de borrar, un sacapuntas, acaso una regla con que trazar rectilíneas infinitas, como el amor que le profesaba. El aula se antojaba hostil, aquello era repetitivo, un sinsentido, un insulto a mi incipiente inteligencia infantil. Quizá por eso buscaba refugio en mi corazón y no en mi mente.
Amparo. Parecía un nombre perfecto para dar cobijo a mis necesidades básicas. «El niño come poco», decían las vecinas. ¿Qué sabían ellas de las verdaderas necesidades de un infante enamorado? Fue a Santiago, sentado a mi lado año tras año, podría decirse que mi único gran amigo de infancia, al que confesé estos sentimientos tan profundos. Un arranque de rabia me obligó a dejar aquel colegio. Pero nunca soporté la traición. Una cosa es hacerse la interesante y no dar su brazo a torcer, a pesar de hacerme ojitos durante el recreo, y otra cosa es besuquear al baboso de Santiago sólo por ofrecerle un bocado de su asqueroso bocadillo de mortadela. Maldito enano. La pedrada la tenía más que merecida.
III
Entorné los ojos para concentrarme, una vez más, en las preguntas del examen. Tenía que obtener una buena nota para no bajar la media que tanto trabajo me había costado mantener en el último trimestre. Las fórmulas parecían revelar sus intrincados secretos entre los vericuetos de mis neuronas. Un esfuerzo más y tendría acceso a una buena universidad. Otra vez las hormonas en forma de voluptuosas caderas se cruzaron en mi camino. ¿Pero cómo osar rechazar la compañía de aquella diosa griega? Helena. Era pronunciar su nombre y sentir una catarsis gonadal. Cerramos un trato, supuestamente beneficioso para ambos. Yo le ayudaría con la física y las matemáticas y ella sería mi cicerone en los eventos extra-académicos, estaba claro que las habilidades sociales no eran mi fuerte.
Nuestros encuentros para estudiar se convirtieron en auténticas torturas chinas, en gran parte porque era difícil resistir la tentación de no mirar aquellos pechos bajo blusas tan escuetas. Los fines de semana fueron subiendo en intensidad a medida que mi anfitriona de fiestas juveniles progresaba en su ingesta etílica. Hasta que una noche, en una típica fase de exaltación de la amistad, la cosa se nos fue de las manos y terminamos la madrugada envueltos en la misma sábana. Para mí supuso mi primer polvo y también mi primer suspenso. Seguro que para ella, todo lo contrario, una muesca más en su culata y un aprobado que hubiera conseguido igualmente arrimando su ascua a otra sardina (léase tutor).


IV
Entorné los ojos y al volver a abrirlos pude ver a través de la escotilla un nuevo amanecer. Los humanos no somos conscientes de lo pequeños que somos hasta que no nos vemos desde cierta distancia. Fronteras, razas, religiones, todo lo que aparentemente nos separa, se desvanece cuando puedes tener el privilegio de experimentar la visión de esta  gran masa de agua y roca que surca el espacio a velocidad inverosímil. “Desideral”. Así me bautizaron mis compañeros rusos del programa espacial cuando comencé mis primeros entrenamientos: piscina, simulador y luego ingravidez en aviones a gran altura. Atrás quedaron las clases de física, un amargo divorcio (mucho tuvieron que ver mis largas ausencias) y la muerte de mis padres en trágico accidente. Un largo periplo para cumplir un sueño. Mi pertinaz pesimismo me hacía preguntarme, suspendido en el espacio, qué sería de mí una vez pusiera de nuevo mis pies sobre la superficie terrestre. No ya en cuestiones meramente crematísticas, tenía una cátedra y podría complementarlo con conferencias sobre mi experiencia espacial, sino más bien el rumbo que tomaría mi vida en el plano sentimental, llegada ya la madurez.
Mis cuitas pronto se resolvieron. Quiso el azar que volviera a mi ciudad natal como parte de un equipo de expertos en misiones espaciales. Tras finalizar la charla, una mujer se aproximó para saludarme.
      ―No has cambiado nada, Desi― me dijo en tono informal. Al principio me costó reconocerla. Sus profundos ojos negros y su mueca peculiar me dieron la pista. ―¡Amparo!―grité, y le endiñé dos efusivos besos en la mejilla. Tras unas palabras recordando a antiguos compañeros y profesores, intercambiamos teléfonos con la firme promesa de mantener el contacto. No tardé ni veinticuatro horas en llamarla. Tras un largo café, me confesó que su matrimonio con Santiago (sí, el mismo Santiago) hacía aguas desde hacía tiempo, que su vida había girado completamente alrededor de su marido y sus hijos, y que ahora que habían abandonado el nido, se sentía vacía y algo perdida. Ni que decir tiene que acabamos en una habitación de hotel, dando rienda suelta a nuestras bajas pasiones. El paso del tiempo y los avatares de la vida alteran de tal forma nuestra percepción del mundo y de nuestros propios pensamientos que yacer con Amparo me produjo sentimientos encontrados. Placer, sí, pero no pasión, y una profunda melancolía por haber olvidado lo que llegué a sentir por ella una vez. Al día siguiente, abandoné la ciudad, con la firme convicción de no volver en una buena temporada. No sin antes tomarme un tiempo para, a través de algunos contactos que mantenía con antiguos compañeros, localizar a Santiago. Le llamé, me identifiqué y le dije sin tapujos: ―Me acabo de follar a tu mujer―. Habían pasado cuarenta años, sí, pero aquella pedrada que cambió mi vida me supo a poco. Ahora ya estábamos en paz.