La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

lunes, 8 de enero de 2018

EN TORNO A LA VIDA, por Pedro Pastor Sánchez.




I
Entorné los ojos por primera vez para descubrir que el océano cálido que me albergaba se había esfumado. En su lugar, la hostilidad de un frío fulgor y bruñidas superficies. Mi atadura vital fue truncada sin pedir permiso, primera cicatriz de las muchas que siguieron. De entre los broncos ecos, un sonido reconocible pronunciaba de forma reiterativa fonemas familiares. ¿Será ese mi nombre? Desiderio. El aliento de mi madre susurraba tiernas palabras, mientras sus inmensos ojos me alumbraban. Única recompensa para tan trágica transición, sangre, dolor y un incierto futuro por delante. En mi nuevo hogar me esperaba un padre pegado a un vaso de aguardiente, ausente a tiempo parcial, una hermana que me miraba con recelo y un perro que, de cuando en cuando, olisqueaba mis pañales, para a continuación restregar su contaminado hocico contra la cara de mi deudo.
Mis primeros pasos fueron erráticos pero tempranos, fruto del ansia por conocer el vasto mundo que me rodeaba. Cuando dominé aquel pasillo sombrío, el siguiente desafío fue comprobar si podía vencer yo solito a la imponente escalera. Casi me rompo la crisma aquel día. Cada escalón que golpeaba mi cuerpecito fue como una pequeña lección para mí: “paso a paso, Desiderio”. Así empezó mi ansia exploratoria.
II
Entorné los ojos esperando que sus púberes labios mojaran los míos con el rocío de sus seis primaveras. Craso error. Cuando los volví a abrir, sólo llegué a vislumbrar el vuelo de su falda doblando la esquina del callejón. No importaba, le daría otra oportunidad, era normal sentir vergüenza ante sentimientos tan nuevos, tan tempranos. Me giraba cada dos por tres en el pupitre con cualquier vaga excusa, solicitando una goma de borrar, un sacapuntas, acaso una regla con que trazar rectilíneas infinitas, como el amor que le profesaba. El aula se antojaba hostil, aquello era repetitivo, un sinsentido, un insulto a mi incipiente inteligencia infantil. Quizá por eso buscaba refugio en mi corazón y no en mi mente.
Amparo. Parecía un nombre perfecto para dar cobijo a mis necesidades básicas. «El niño come poco», decían las vecinas. ¿Qué sabían ellas de las verdaderas necesidades de un infante enamorado? Fue a Santiago, sentado a mi lado año tras año, podría decirse que mi único gran amigo de infancia, al que confesé estos sentimientos tan profundos. Un arranque de rabia me obligó a dejar aquel colegio. Pero nunca soporté la traición. Una cosa es hacerse la interesante y no dar su brazo a torcer, a pesar de hacerme ojitos durante el recreo, y otra cosa es besuquear al baboso de Santiago sólo por ofrecerle un bocado de su asqueroso bocadillo de mortadela. Maldito enano. La pedrada la tenía más que merecida.
III
Entorné los ojos para concentrarme, una vez más, en las preguntas del examen. Tenía que obtener una buena nota para no bajar la media que tanto trabajo me había costado mantener en el último trimestre. Las fórmulas parecían revelar sus intrincados secretos entre los vericuetos de mis neuronas. Un esfuerzo más y tendría acceso a una buena universidad. Otra vez las hormonas en forma de voluptuosas caderas se cruzaron en mi camino. ¿Pero cómo osar rechazar la compañía de aquella diosa griega? Helena. Era pronunciar su nombre y sentir una catarsis gonadal. Cerramos un trato, supuestamente beneficioso para ambos. Yo le ayudaría con la física y las matemáticas y ella sería mi cicerone en los eventos extra-académicos, estaba claro que las habilidades sociales no eran mi fuerte.
Nuestros encuentros para estudiar se convirtieron en auténticas torturas chinas, en gran parte porque era difícil resistir la tentación de no mirar aquellos pechos bajo blusas tan escuetas. Los fines de semana fueron subiendo en intensidad a medida que mi anfitriona de fiestas juveniles progresaba en su ingesta etílica. Hasta que una noche, en una típica fase de exaltación de la amistad, la cosa se nos fue de las manos y terminamos la madrugada envueltos en la misma sábana. Para mí supuso mi primer polvo y también mi primer suspenso. Seguro que para ella, todo lo contrario, una muesca más en su culata y un aprobado que hubiera conseguido igualmente arrimando su ascua a otra sardina (léase tutor).


IV
Entorné los ojos y al volver a abrirlos pude ver a través de la escotilla un nuevo amanecer. Los humanos no somos conscientes de lo pequeños que somos hasta que no nos vemos desde cierta distancia. Fronteras, razas, religiones, todo lo que aparentemente nos separa, se desvanece cuando puedes tener el privilegio de experimentar la visión de esta  gran masa de agua y roca que surca el espacio a velocidad inverosímil. “Desideral”. Así me bautizaron mis compañeros rusos del programa espacial cuando comencé mis primeros entrenamientos: piscina, simulador y luego ingravidez en aviones a gran altura. Atrás quedaron las clases de física, un amargo divorcio (mucho tuvieron que ver mis largas ausencias) y la muerte de mis padres en trágico accidente. Un largo periplo para cumplir un sueño. Mi pertinaz pesimismo me hacía preguntarme, suspendido en el espacio, qué sería de mí una vez pusiera de nuevo mis pies sobre la superficie terrestre. No ya en cuestiones meramente crematísticas, tenía una cátedra y podría complementarlo con conferencias sobre mi experiencia espacial, sino más bien el rumbo que tomaría mi vida en el plano sentimental, llegada ya la madurez.
Mis cuitas pronto se resolvieron. Quiso el azar que volviera a mi ciudad natal como parte de un equipo de expertos en misiones espaciales. Tras finalizar la charla, una mujer se aproximó para saludarme.
      ―No has cambiado nada, Desi― me dijo en tono informal. Al principio me costó reconocerla. Sus profundos ojos negros y su mueca peculiar me dieron la pista. ―¡Amparo!―grité, y le endiñé dos efusivos besos en la mejilla. Tras unas palabras recordando a antiguos compañeros y profesores, intercambiamos teléfonos con la firme promesa de mantener el contacto. No tardé ni veinticuatro horas en llamarla. Tras un largo café, me confesó que su matrimonio con Santiago (sí, el mismo Santiago) hacía aguas desde hacía tiempo, que su vida había girado completamente alrededor de su marido y sus hijos, y que ahora que habían abandonado el nido, se sentía vacía y algo perdida. Ni que decir tiene que acabamos en una habitación de hotel, dando rienda suelta a nuestras bajas pasiones. El paso del tiempo y los avatares de la vida alteran de tal forma nuestra percepción del mundo y de nuestros propios pensamientos que yacer con Amparo me produjo sentimientos encontrados. Placer, sí, pero no pasión, y una profunda melancolía por haber olvidado lo que llegué a sentir por ella una vez. Al día siguiente, abandoné la ciudad, con la firme convicción de no volver en una buena temporada. No sin antes tomarme un tiempo para, a través de algunos contactos que mantenía con antiguos compañeros, localizar a Santiago. Le llamé, me identifiqué y le dije sin tapujos: ―Me acabo de follar a tu mujer―. Habían pasado cuarenta años, sí, pero aquella pedrada que cambió mi vida me supo a poco. Ahora ya estábamos en paz.

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