Entorné los ojos mil veces, me acostumbré al vuelo de los párpados hasta
que me atrapó la noche en su oscura duermevela. Ella traía consigo al
hombre-luna, altísimo y con la cabeza girando en luna menguante, escrutando el
cielo subido a la concha de un caracol gigante. Yo persistía en el inútil empeño
de dormir, tal vez soñar. Sorprendí
al coleccionista de planetas ensartándolos como cuentas de cristal, en el
cableado eléctrico. El viento soplaba sin descanso. La veleta giraba, giraba,
volaba el viento los campanarios. Después, el silencio total magnificó el
quejido de la hoja seca al desprenderse del tallo. Escuché el rugido de la
pantera devoradora de sueños. Aparecieron los peces azules nadando en la pecera
gigante del escaparate.
Entorné los ojos como aquel que se rinde en el fragor de la batalla, aun
sabiendo que la guerra no termina cuando
acaba. Claudicaba. Pedía una tregua al desaliento, porque en el fondo sabía
que no había posibilidad de hallar la felicidad si no era dentro de uno mismo.
Pero tenía que seguir en la cama; la cama era ahora un cálido nido, un vientre
de agua. Entorné los ojos para encontrar cobijo allí, en mi casita de una sola
teja al calor del fuego primitivo, alimentándome del tierno musgo del invierno,
fiel y libre como la loba. Este es mi cuerpo, pensé, aquí habito, las palabras
están en mi cabeza y el sentimiento..., ¿el sentimiento? ¿Dónde está el
sentimiento? Intenté dibujar mi rostro con los ojos cerrados pero ¿en qué
penumbra oculta de la especie se halla el sentimiento? Construí, entonces, mi
cuerpo con pulidas piedras de la playa, una sobre otra hasta ponerlo en pié,
frágil comenzó a caminar con miedo a desmoronarse.
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