ESCAPAR, por Isabel Pérez Aranda




Tuve miedo de caer en
el aura de calma que lo invadía todo.

Miedo de perturbar el canto de cigarra,
de perder de vista este mar de almas caminantes,
e incitar a que todo discurriera a destiempo,
de salir sin encontrar al creador de los olvidos.

Tuve miedo de caer y no saber atrapar los matices verdaderos.

Y todo por anticipar cambios que siembren la idea,
que inconclusa,
se  filtrara dentro y culmina fuera.

Ese propósito ensordecedor por el que estar.

UN NUEVO AMANECER, por Marisol Ruiz Tomás


           

          

            Tuve miedo de caer en las tinieblas que se esconden en la oscuridad otra vez, pensaba la luna mientras dormía. Ese lugar donde sólo ves tu dolor, donde no existe nada más y ya nada importa, y lo único que deseas es no volver a despertar. El cielo se había nublado tan rápido que apenas pudo darse cuenta de que ya se estaba dirigiendo hacia ese abismo.
            Pero cuando estaba abriendo los ojos y perdiendo el miedo, entre aquellas nubes negras pudo ver un poco de luz, y su instinto impulsivo le hizo girar hacia ella ignorando el destino que marcaría el rumbo de su elección. De repente, el cielo se cerró por completo, y la explosión de un rayo cayó, que con la fuerza de su temblor la empujó al lado más doloroso de ella que a veces, le complica tanto estar donde siempre. Acomplejada por su oscuridad, y las gotas de esa lluvia tan fría, le hicieron sentir más sola que nunca, envuelta en el centro de aquella de tormenta. Pero la luna, con todas sus fuerzas, pidió ayuda al viento para que alejara de allí aquella catástrofe que no quería sentir, negándose a que todo tomase de nuevo ese tono gris, donde no puede ver los colores de la vida y lo bonito que puede ser estar donde está, deseando experimentar de nuevo la libertad que siente cuando existe la paz en lo más profundo de su alma y su corazón late fuerte porque se siente a salvo.
            En esos momentos tenebrosos que acompañaban aquella noche de frío, hasta la gota más insignificante le pesaba tanto que la inercia le estaba arrastrando hacia ese típico pozo sin fondo donde caer y caer parece no tener fin. Pero no pasa nada, porque ella, la luna, tiene el suficiente coraje para negarse a darle ventaja a la muerte que estaba empeñada en no dejar que su luz brillara como llena que estaba. Cabizbaja, mirando al suelo desde tan lejos, entre las zarzas de las sombras observó que había una pequeña flor de color rojo, igual que el de la sangre de sus lágrimas, mientras iba cayendo en su agujero negro. En esa flor, vio la vida de nuevo, porque solo existía dentro de su corazón. Entonces, miró hacia arriba, y volvió a sonreír, más radiante que ayer. Y volvió a sentir, con más intensidad de la que antes podía. Y el viento, que la vio brillar de nuevo, decidió acompañar su valor y sopló con todas sus fuerzas para poder pelear junto a ella esa batalla a la que vio lidiar con tanto coraje para que no le ganara. Y una vez más, lo consiguió.
- Tuve miedo de caer en las tinieblas que se esconden en las oscuridad otra vez.- Contaba la Luna a Marte. - Pero no. No volveré a ese lugar nunca más. Porque aunque la vida me arrastre hacia sus puertas, ya me sé el camino de vuelta. Ahora en la oscuridad, brillo junto a las estrellas, iluminando esas noches negras y peleando porque no me escondan las tormentas, porque no me siento sola. Así que, si tengo que elegir entre la pena y la verdad, lo que es coherente o lo que no, la tristeza o el valor… Yo, ya he decidido. Me quedo conmigo, así, tal y como soy.
            Y de esa forma la luna consiguió sentirse llena, en esa noche de fantasmas, donde el ruido escalofriante de aquella tormenta, insistía en apagar su luz. Y feliz de ser quien era, dejó paso al sol, y dio lugar a un nuevo amanecer. Y ese día, nació una nueva flor, agarrándose fuertemente a la tierra y alimentándose con el agua de aquella fuerte lluvia que había caído, consiguiendo así resplandecer con sus colores, mas vivos y radiantes, que las del día anterior.

TUVE MIEDO DE CAER EN EL AMOR, por Esneyder Álvarez.





Tuve miedo de caer en el amor,
tuve miedo de sufrir nuevamente
tuve miedo de soñar por un sentimiento que luego se volviera en una pesadilla.,
tuve miedo de no ser correspondido y marcharme al lado de la soledad.

Pero tú:
cogiste mi mano y no la soltaste,
poco a poco sembraste semillas en mi corazón,
acariciaste mi alma y la llenaste de ternura,
lograste renacer la sonrisa en mi vida.

Nos besamos,
nos enamoramos,
nos llenamos vida,
nos acobijamos en el amor.

Tuve miedo de caer en el amor,
pero tú rompiste la barrera,
llenaste el vacío
me diste tu corazón.


TUVE MIEDO DE CAER, por José Luis Centurión




Tuve miedo de caer en tus sueños
y aun así me arrojé entre tus brazos,
Ahora con arrojo me dices
que decidí vivir en el recuerdo,
Cuando el recuerdo es quién vive en mí.

Has tomado tú la decisión...
ésa, la cual yo solo respeté,
Sentí no debía poner resistencia,
Te oías decidida queriendo
todo del revés, hoy desconcertada
tal vez tú pienses en mí, o te encuentres
andando caminos enredada en otros
brazos con frenesí, ¡que así sea!.

No quiero presumir indiferencia,
Tampoco olvido, no entorpecer
tu camino si te ha alcanzado cupido,
Ése es mi propósito más sincero,
Siempre he pretendido ser austero
tratando de dar lo mejor de mí.

Fuiste blanco capullo en mi nube gris
al cual me aferré, aunque hoy siento no ha sido
suficientemente fuerte para ti,
Tuve miedo de caer en tus redes
Y caí, pero no me arrepiento
resultaste mi más bonita historia.


EL LADO TENTADOR, por Pedro Pastor Sánchez.




Tuve miedo de caer en la tentación. Ese brillo, ese tono sonrosado, ese frescor, ¿cómo resistirse? Su mera visión me hacía estremecer, me entraban sudores solo de pensar rozarla con mis labios. El verano, recién estrenado, con el consiguiente aumento de las temperaturas, había contribuido a que mi búsqueda de algo refrescante no fuese una mera anécdota en mi vida. Cuanto más la miraba, más la deseaba. Y sabía que no debía. Tanto tiempo esforzándome, conteniéndome para no sucumbir a los placeres prohibidos…
Mi mujer decía que era por mi bien, que no podía seguir así, no era procedente, iba a acabar con mi salud. ¿Qué diría ahora si me viera asomarme sigiloso a través del cristal? Seguro que me soltaba la perorata de siempre. No, no se lo podía contar, no lo entendería. Es tan inflexible, tan estricta. Pero digo yo que, por una vez, no pasa nada. Es cuestión de ponderar bien las cosas. Decidido: mejor no decirle nada. Pero, ¿y si se entera? ¿Y si alguien le cuenta que me ha visto? ¿Cómo explicarle que he roto mi promesa?
            Tengo que atreverme, es inútil luchar contra esta angustiosa sensación. Esperaré a que termine su conversación con esa señora y entraré. Si sigo dándole vueltas, sé que voy a arrepentirme, que una vez más la conciencia me dictará que sea sensato, que no puedo sacar nada positivo de todo esto, que más pronto que tarde terminaré lamentándolo.
            El corazón se convulsiona desbocado dentro de mi pecho. La sombra de este toldo no consigue aplacar el infierno desatado en mi boca. El umbral se me hace más angosto que de costumbre. Está sola. Es ahora o nunca…
            «Señorita, por favor, una bola grande de helado de frambuesa, por favor».
            A tomar por saco el régimen. Prometo volver andando a casa, para compensar.


TUVE MIEDO DE CAER…, por Josefina Martos Peregrín.




Tuve miedo de caer en el hastío
y cansarme de ver lo nunca visto,
de repetir el sueño que fue hermoso
hasta el aburrimiento
o el rechazo.

Lo peor de la vejez: la no sorpresa,
encajar cada golpe con aplomo,
no cegarse en las luces
ni en las sombras,
soportar las traiciones sin tristeza.

Obligarse al orden por higiene,
y al poner naftalina en los armarios
dar vuelta a los bolsillos del recuerdo,
comprobarlos vacíos,
acribillados de agujeros
por donde el tiempo,
grano a grano, se fugó.


AL FINAL DE TODO, por Eduardo Moreno Alarcón




Tuve miedo de caer en el pánico más atroz, como la niña que un día fui, en otro tiempo diferente. Tanto que no me reconozco en la mirada que devuelven estas fotos amarillas. «Tal vez el viento», me dije. Pero no. No podía ser. Yo misma fui al balcón a comprobarlo. Me supuso un gran esfuerzo, pero lo hice. Nada. Ni un rastro de vida. Vacío absoluto. Me quedé quieta, esperando en el pasillo. No quise moverme. No me atreví. Tal vez los nervios hacían bromas a mi costa. Quizá mi mente zozobraba ya senil. Tanta soledad pesa más que mis muchos años. Antes, al menos, mis piernas respondían. Podía siquiera caminar.
Ahora ya no.
Las horas y los días son eternos, sin otra compañía que yo misma y mi reflejo en el espejo. No hay nadie más. Cada minuto es un terrible consumirse en agonía silenciosa, reloj de arena menguante, hasta que no pueda valerme por mí misma. Sin nadie que me escuche, sin almas que me puedan socorrer.
No logro recordar cómo pasó. Mi memoria es un pantano de lagunas muy brumosas. Conservo algún retal de mi pasado: me acuerdo del sonido de otras voces, del tacto de otras pieles y el sabor de las verduras.
Apelo a la muerte. Pienso a menudo en el suicidio y, sin embargo, me aferro a esta vida solitaria como el último animal de su especie. Pero las fuerzas me abandonan. Ya no me sirve aquel bastón que tallé a mano. Mis huesos se resienten. Y mis nervios. Sobre todo mis nervios.
 Conozco hasta el último sonido de la casa. Este refugio que es mi celda. Fuera no hay nada. Absolutamente nada. Ninguna criatura con vida. Sólo la niebla anaranjada cubre todo en derredor. El mundo, o lo que antaño fue el mundo.
En otras circunstancias, en otro tiempo, habría razones que aclarasen los motivos de este miedo a la locura. Pero ahora no.
Aunque inválida y anciana, sigo cuerda. Acaso es mi condena.
Ignoro por qué sigo con vida. Por qué no fui con los demás. Si alguna vez lo supe lo he olvidado.
Estoy sola. Completamente sola. No sé ni cuánto tiempo ni me importa. Soy la última. Afuera no hay nada salvo niebla y un desierto sepulcral. Ningún signo de flora ni de fauna. Niebla naranja y nada más. Ni plantas ni animales ni personas. Ni bacterias siquiera. No existe nada fuera de estos muros. No hay nadie más.   
Y ahora de nuevo esas llamadas en la puerta.
Estoy sola e impedida. El último ser vivo en el planeta.
Hay alguien dentro de la casa.

TUVE MIEDO, por Consuelo Jimenez.



Tuve miedo de caer en la oquedad de su mirada,
amalgama de olas, sal y espuma,
mar enfermo, 
oasis en una caracola 
dueña del eco inalienable de los instantes.
Tuve miedo de su belleza desvanecida en mis manos,
de crepúsculos y amaneceres vanos,
de nuestra casa estéril, 
de puertas y ventanas, 
de la certeza y el delirio,
de ese nadie en el lugar.
Tuve miedo de mí, inerme guarida sin centinela,
del tragaluz cementado en la médula.
Hoy puse flores frescas en el umbral del frío,
besé la estela del mar que me llama,
aposté por escribir en el pliego garabateado del viento.
Sentir, sentirse.
Escribir.
Espero no haber escrito tonterías.

MOHO, Isabel Rezmo.




Tuve miedo de caer
en el interior de una amapola.
Se creía dueña de mis manos y de mi tacto,
baluarte  eterno que riega las olas,
mientras el  alba,
aturde la armonía.

Tuve miedo de caer en el sopor
de las estrellas.  Cautivan
la desesperación, arropándote
en el interior de un sendero.

Tuve miedo.
¿Quién no lo tiene?
¿Quién no lo abraza?

No inventemos excusas.
Vendrá la desazón a consumirlas.
Vendrán las hojas de papel
a inventar el soporte.

lunes, 4 de noviembre de 2019

TRIBULACIONES, por Tomás Sánchez Rubio.

 

        
Tuve miedo de caer en las mismas tontas excusas en las que caía cada vez que mis padres me pillaban haciendo algo que no debía; como cuando descubrieron que, con tal de librarme del colegio, bebía varios sorbos del vinagre de la despensa algún domingo por la noche, y a escondidas, hasta sentirme realmente fatal, con la palidez de un cadáver y temblores de muerte...  Me pasaba lo mismo cuando llegaba tarde porque me hubiera entretenido más tiempo de la cuenta con la pandilla del barrio. Unas veces me regañaban; en otras ocasiones, su silencio tenso y acusador hacía que me sintiera aún más culpable. Me miraba los zapatos con la cabeza gacha, decía alguna tontería entre dientes, y aguantaba el explícito o implícito chaparrón.
            Sin embargo, esto es distinto...
            Ayer, al hablar con ellos en la distancia, desde mi nuevo piso, como he referido antes, tuve miedo de confesarles la verdad: que no me veo capaz, que esto no es para mí. Casi me puse a llorar de angustia e iba incluso a decirles que hoy me volvía a casa. Que ya me las arreglaría...
            El caso es que en el fondo siempre fui una persona de carácter, decidida. Con frecuencia, me viene a la cabeza el hecho de que, mientras los niños y niñas de mi edad no pagaban el autobús, yo le pedía a mi madre que, aparte del suyo, me comprara un billete para mí. Lo sujetaba con fuerza durante todo el trayecto. Era como si necesitara afirmar mi lugar en el mundo, en la vida. Un día una señora quiso apearme del asiento, y yo, con cara de rabia y a la vez de suficiencia, le mostré la bolita arrugada e irreconocible en que se había convertido el papelito en mi mano. Así pues, ella calló impresionada y no volvió a rezongar ni a molestarme en todo el viaje. Mi madre sonreía sin haber querido intervenir en la escena.
            Lo cierto es que aquí estoy ahora; no hay excusas que valgan. Las almas grandes se envilecen solicitando excesiva indulgencia y condescendencia. Es la fuerza del Destino la que se impone, ante la que ningún ser humano puede doblegarse...
            Efectivamente, ningún libro de autoayuda, personas tóxicas o zonas erróneas podría seguramente servirme en estos momentos. Tampoco las frases lapidarias o las citas imposibles que tanto abundan, pero que nadie en el fondo las pone en práctica- te preparan realmente para situaciones excepcionales como esta. Aquí me encuentro, sin poder dormir, varado como barca en la arena, como alma en el purgatorio de las almas... Qué vida esta. Quién me iba a decir a mí que iba a ser este mi futuro. Y mis padres, encima, orgullosos...
            Se supone que me he estado preparando durante años para esto.
            Decía mi profesor de latín, a quien tanto admiraba, que era la profesión más bonita del mundo, y que yo valía para esta como nadie. ¿Y si fuera verdad?
            En fin, mañana a primera hora me enfrentaré a "ellos"... Comenzaré con mi clase de educación infantil... No hay vuelta atrás. Allá voy.
            Papá, mamá, don Salvador... ¡Por vosotros!

TESTIMONIO, por Pepi Bobis Reinoso




Tuve miedo de caer en aquel agujero acuchillado de agua y fango que tantas veces nos habían anunciado y que ahora se hacía realidad.  Y vino el lobo, feroz y encarcelado en su venganza, rompiendo las paredes que le humillaban.  Mordió, mordió con furia la tierra y la garganta de quienes en su cuento no creían, porque nunca, nunca pasaba nada.

Aquellos vasos elegantes que no se estrenaron jamás.  El libro de Santos de mi abuela.  La foto de bodas de mis padres.  Los juguetes de mis hermanos.  Mis zapatos gorila.  Todo.  Recuerdos y pequeños tesoros sucumbieron a la lengua de barro y agua que, tristemente, anegó nuestras vidas.

Amainó el viento y cayó la noche.  El cielo había contenido su derrame y el agua se cansó de subir peldaños, dejando un escrutador silencio entre miradas a oscuras.  Teníamos los pies secos y estábamos a salvo.  Solo cabía esperar.

Manuel, un bebé de diez meses, lloraba. Tenía hambre y para él no había comida.  Su mamá –nuestra madre– no estaba.  La riada le había impedido llegar hasta donde estaba el resto de la familia.  Un milagro la trajo a eso de media noche sobre una barca con una cruz roja.  Manuel bebió, plácidamente, de la fuente de su mamá, mientras ella, muy callada, se desbordaba en sal.

Pareció que la vida volvía a la normalidad, pero un día se despertó el animal que todos creímos dormido.  Cayó en la cuenta de que tanto no era suficiente, y quiso más; quiso que esta vez, en lugar de agua, recibiéramos desde allá arriba, la muerte en forma de alas.  Y tuve miedo, sí. Tuve miedo de caer en aquella escombrera de fuego y almas petrificadas.

Esa tarde, Caronte remó con furia y volvió a ganar otra batalla…



jueves, 3 de octubre de 2019

PLURAL MAYESTÁTICO, por Carmen Hernández Montalbán.






“Nos” es el título de la novela de Miguel Arnas Coronado. Una obra que trascurre en un momento de nuestra historia decisivo, punto de inflexión de una etapa que se acaba, la dictadura franquista y otro que comienza, la democracia. En este período de transición, un grupo de profesores de instituto debaten y se debaten en el trascurso de los claustros.

A través de un narrador testigo se va devanando la trama, donde las reflexiones, la sucesión de escenas de la vida y conflictos de los personajes van trascurriendo. Una sociedad que eclosiona de una manera violenta, desatada. Unas ansias de libertad que se verán fracasadas en sus expectativas. Ambientes nocturnos trasnochados salpicados de personajes urbanos pintorescos, donde el alcohol y las drogas circulan. Frases cortas y meditaciones atinadas que dejan en el lector  un poso de sensaciones  e impresiones  flotando, como resaca de la densidad y hondura de sus párrafos.

El ambiente de la novela es Barcelona, la Barcelona de la transición. Inserto en ella, el instituto de San Patricio; un centro educativo imaginario en las inmediaciones de un barrio que roza la marginalidad. El escenario es terreno conocido por el autor, pues es en el campo de la educación donde ha transcurrido su periplo profesional.

En el microcosmos del claustro de profesores, estos discuten sobre los métodos a aplicar; procedimientos que obedecen a ideologías y puntos de vista dispares, chocando constantemente con las normas de un sistema educativo fallido que les causa una gran frustración (a unos más que a otros). Claustros interminables donde fermentan los conflictos personales de profesores, padres y alumnos. Ese plural mayestático que debiera infundir unidad, representatividad, respeto, se diluye en irreconciliables individualidades…

“¿Somos niños jugando? es posible. ¿Quiénes somos nosotros? Nos. Cada uno de nosotros sienta cátedra cuando habla: todos tenemos razón, pero la razón reunida equivale a la sinrazón  en absoluto razonable. Confiados en el diálogo, acaba siendo la fuerza la que decide, la fuerza bruta o la de los votos: nadie persuade a nadie, la retórica es pura retórica.”

Leer esta novela es descifrar la genética de la sociedad de nuestros días: un tiempo en el que los plurales mayestáticos no nos representan y las ideologías se disuelven en una realidad compleja, contaminada de intereses. La inercia de un sistema que se resiste a los cambios, aún cuando estos sean de vital importancia.

Miguel Arnás vivió esa parte de la historia de nuestro país, por eso la conoce de primera mano. Jóvenes que tuvieron que abrirse paso ante la represión y la censura en una “Spain is different”, slogan creado para quitar hierro al asunto, porque el asunto tenía hierro y bastante oxidado.

            “Parece que dejamos a la espalda un trauma mayúsculo producto de una adolescencia común bajo la insensatez de un tiempo marcado (…) por una historia embustera y unas canciones ripiosas cantadas bajo la palmeta, por un pánico al pecado que quedó atrás pero dejó mancha. Porque todos tenemos esa edad en la que la infancia y primera adolescencia aún estuvieron marcadas por ello, aunque luego se relajase como todo se relaja en este país para quedar en un discurso vacío, fatuo y aburrido, una represión sindical y política selectiva y una clase dirigente preocupadísima por conseguir, sí, una democratización pero evitando a toda costa caer en el radicalismo.”

¿Es necesario, me pregunto, seguir prolongando la transición?.

SOLEDAD, por F. Javier Franco.




Estaba lloviendo a cántaros. Hacía varios días que no paraba. Soledad se había habituado tanto a la lluvia, que le pareció como una cortina mansa, sólo inquieta por el bambolear del viento que se colara a través de la rendija fina y profunda del horizonte. 
Abrió el libro en soledad, ‘Mazurca para dos muertos’. En la soledad de una tarde más, de otra tarde más. Volvió su mirada hacia el mundo que se mostraba al otro lado de la vidriera, que dejaba penetrar la tímida luz que alumbraba su lectura, y advirtió para sí: “«Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida»… Sí, como esa vida silenciosa que he dejado escapar tras los cristales empapados del ventanal”. 
Como gotas de lluvia sobre la superficie resbaladiza del cristal, se le han ido escurriendo los años, uno tras otro, entre los dedos, y ahora, en plena senectud, en su sempiterno silencio, observa sobre el ventanal chorreado el vago y lento transcurso de su vida como si una de esas modernas y planas pantallas de plasma fuese. Tiene todo el tiempo del mundo, pero sabe que su tiempo es escaso. El tiempo es relativo, tanto como la felicidad, ésa que desde niña ha soñado, más despierta que dormida, y que se disipaba como el agua del cristal en una mañana de sol. 
“Una vida por otra”, no hubo palabras, pero sí una sentencia perenne en la mirada de su padre, que iba minándola como los bacilos un pulmón enfermo, haciendo conciencia de pequeña asesina por provocar su alumbramiento el cadáver de su madre. Y así se condenó a la larga pena del vivir para el padre, y, tras enterrar lo que fue verdugo, veía en el cristal los años huidos que preludiaban un futuro tan vacío como ellos fueron. 
Siguió en silencio, también para sí, y siquiera se dijo adiós cuando pendió su vida, mirada infinita, perdida hacia la lluvia, estaba lloviendo a cántaros, colgada de la viga del salón.

VESTIGIA NULLA RETRORSUM, por Pedro Pastor Sánchez (Ganador)






     Estaba lloviendo a cántaros. No había cenotafio, panteón o mausoleo que se librara del monumental aguacero que caía sobre el camposanto aquella mañana de septiembre. El agua repiqueteaba sobre la pulcra lápida, formando regatos en los cincelados trazos que la surcaban. «Aquí yace Romualdo Castillejo». La piedra esperaba su turno para ser ubicada. El clérigo terminaba el responso. El agua bendita lanzada por el hisopo se mezcló con la lluvia antes de salpicar el ataúd. No así las lágrimas de la viuda, que no estropearon la capa de maquillaje que cubría sus sonrosadas mejillas. Parapetada bajo un poblado caparazón de negros paraguas, cual formación romana en tortuga, los adláteres simplemente esperaban un gesto de la dama para dar por finalizada la farsa. No resonaría ningún panegírico loando al difunto, ningún amplexo reconfortante, ni plañideras, tampoco los vívidos colores de las flores acompañaban al féretro.
            La ataraxia de Herminia solo se quebró, aparentemente, cuando el cura recogió su múrice estola y se aproximó para darle el pésame. Voz quebrada y gimoteo. Puro teatro.
¿Quién era Romualdo Castillejo para que nadie, nadie en absoluto, derramara una lágrima por él, esbozara un simple sollozo compasivo en su funeral?
A unos metros de la escena, un hombre esperaba apoyado en una pala. Su gorra apenas podía evitar que el diluvio formara meandros en su poblada barba. Terminado el acto, se apresuró a recoger con su herramienta una porción del montículo adyacente al hoyo, y lo aproximó a la viuda, como era costumbre antes de proceder a dar sepultura al finado. Instintivamente, dos de los escoltas reaccionaron dando un paso al frente, al tiempo que echaban mano a las armas que portaban bajo sus plomizas gabardinas. Estaban entrenados para repeler cualquier tipo de amenaza. Se dieron cuenta inmediatamente de lo absurdo de su gesto, volviendo a la alineación. Contrariamente a lo que se podía esperar, el hombre no se arredró, y mantuvo la pala con firmeza a la misma altura, ni un solo gasón se derramó. La mujer clavó su pupila en la del desconocido, atónita ante situación tan incómoda. Finalmente, con cierto desdén, asió un puñado de tierra y lo arrojó al vacío, mientras mascullaba: «Púdrete en el infierno».
Amainaba la tormenta cuando el séquito comenzó a alejarse de la tumba, sobre el légamo quedaron sus pisadas. El hombre terminó su tarea cubriendo la caja. Solo el clérigo habría entendido la cita de Horacio que brotó de su boca tras la última palada: «Vestigia nulla retrorsum» («Ni un paso atrás»). Él, y solo él, tenía un conocimiento completo y verídico de cómo fueron los últimos días de Romualdo Castillejo.
Romualdo era un hombre afortunado. Heredero de una de las familias más acaudaladas de la comarca, no se conformó con el floreciente negocio familiar, poco se le hacían las haciendas y tierras cultivadas, que producían elevadas rentas anuales. Cuando cumplió los treinta tomó las riendas del emporio, ante los persistentes problemas de salud de su padre, patriarca y preboste de la comunidad. Su carisma e influencia fueron una larga sombra bajo la que el vástago vivió durante años, su carácter era bastante distinto al de su progenitor. Lo que no conseguía a cambio de favores, finalmente terminaba arrebatándolo por la fuerza. Quiso agrandar su imperio dedicándose también a la exportación, y se rascó el bolsillo, en contra de la opinión de sus asesores, para hacerse con un pequeño aeródromo y una flota de aeroplanos y avionetas. El asunto funcionó. Estaba en la cumbre.
Fue entonces cuando la molicie casi dio al traste con todo. La triste muerte del patriarca fue el detonante. Las fiestas, los viajes y la vida disoluta se hicieron cotidianos, y si no hubiese sido por el apoyo incondicional de Ataulfo, mano derecha de su padre durante décadas, único y fiel factótum, su inmenso castillo de naipes se hubiese derrumbado.
Ya era el hombre más envidiado de aquella parte del Caribe, pero había algo que todavía no había conseguido, el respeto de sus conciudadanos. Cuando conoció a Herminia en un desfile de modelos, creyó que había llegado el momento de sentar cabeza. También para dar el salto a la política. Se casaría y aportaría hijos a la comunidad, y con estas credenciales, filántropo magnate, abnegado esposo, cariñoso padre, se postularía para alcalde de su municipio. Su objetivo, llegar algún día a ser Gobernador del Estado.
Romualdo no había previsto que pretender llegar a determinadas cotas de poder le pondría en el punto de mira de abyectas organizaciones, deseosas de controlar las instituciones para su propio beneficio. Presentar una candidatura independiente era bastante oneroso. Además, enfrentarse al partido oficialista le granjeó no pocas enemistades entre la élite corrupta. Sus mítines eran boicoteados y se encontró con trabas para hacer llegar su mensaje a través de los medios. Apoyos inesperados en forma de donaciones por parte de algunos empresarios le dieron el fuelle y confianza suficientes para continuar su carrera política. Consiguió dar un vuelco a las encuestas. Contra todo pronóstico, se alzó con una aplastante victoria.
El día que recibió el bastón de mando como primer edil de Arcadia, se dio un baño de multitudes. Sus primeras medidas, tal vez algo populistas, al menos facilitaron la vida de los más desfavorecidos. Fue un espejismo. Todos esperaban algo de Romualdo, especialmente aquellos que le dieron su apoyo. Su ambición resultó ser inferior a su ingenuidad, no sabía que el dinero recibido para financiar su campaña procedía de los cárteles. Enseguida, la extorsión le abrió los ojos. Y tuvo que ceder. Se promulgaron edictos que favorecían la especulación urbanística en los barrios periféricos, facilitando así el blanqueo de dinero. Incluso permitió, a regañadientes, que en sus aeroplanos viajara algo más que mercancía: drogas, armas, incluso tráfico de esclavas. Del cénit de popularidad a sus horas más bajas. Vilipendiado por la opinión pública, azotado por la oposición, se libró de más de una moción de censura, en el último momento un voto comprado evitaba la debacle.
Esta espiral continuó durante meses. Bajo amenaza del hampa de liquidar a toda su familia, no podía ni renunciar a su cargo, era un mero títere. En estas circunstancias, decidió proteger a su esposa y parientes más allegados en su finca del promontorio. La relación con Herminia ya estaba bastante deteriorada, la frustrada maternidad y las continuas ausencias hicieron mella. La reclusión perpetua pasó factura a la mujer. Un día, con una maleta como único equipaje, logró eludir a los guardaespaldas y se lanzó en un coche colina abajo, tratando de buscar la ansiada libertad. Tuvo suerte, pese a todo. Lo más fácil hubiese sido matarse al caer por aquel abrupto precipicio. Pero sobrevivió. Fractura craneal y alguna que otra costilla. Lo que ya estaba roto era su matrimonio.
El día que Ataulfo vio a aquel recolector de cacao, todo cambió. ¿Cómo era posible que hubiese dos personas tan parecidas? Los callos en las manos delatarían su condición humilde, pero bien afeitado y acicalado, a corta distancia, podría dar el pego. Hasta su timbre de voz era parecido. Lo reclutó ofreciéndole una gran suma de dinero. Solo tendría que subir y bajar del coche, tal vez aparecer en algún acto protocolario que no requiriese de hablar en público.
Cuando Romualdo se encontró con su sosias, frente a frente, quedó asombrado. Vio en él una oportunidad. Tenía que jugar esta baza para librarse de su angustiosa vida. El hombre no era tan palurdo como parecía. Su avaricia hizo que cada vez apareciese más en público, los emolumentos eran altos. En su búnker, como él lo llamaba, apartado del resto del servicio y de su esposa, Romualdo lo fue aleccionando. Redactó un dossier con detalles de todos aquellos con los que habitualmente se relacionaba. Con el tiempo, le llegó a escribir pequeños discursos, pregones, arengas partidistas, que el doble, con gran entusiasmo, ejecutaba con auténtica profesionalidad. Esta estratagema, tan solo conocida por Ataulfo, le proporcionó, sobre todo, calma para pensar. Y tiempo para poner en marcha su plan.
En verano, llegó el día clave. La rueda de prensa fue breve. Denunció públicamente las presiones a las que se había visto sometido, y fue muy explícito señalando a aquellos que se estaban lucrando manipulándolo. Renunció a su cargo y abandonó el consistorio sin admitir preguntas. El revuelo fue generalizado. La Fiscalía, a raíz de esta declaración, hizo pesquisas y se realizaron algunas detenciones, tanto de funcionarios públicos como de influyentes empresarios, algunos estrechamente relacionados con los hampones. El avispero se agitó, tal y como Romualdo había pronosticado.
El magnate se confinó en su hogar. Apenas se desplazaba para gestiones urgentes que precisaban de su presencia. Duplicó la escolta habitual y se gastó una fortuna en medidas de vigilancia. Sabía que, antes o después, los mafiosos tratarían de tomarse la revancha. Había que anticiparse a sus movimientos. Un día, a primeros de agosto, su coche blindado fue abordado por motoristas armados, bazuca en mano. Era un suicidio oponer resistencia. Las negociaciones se llevaron en secreto, ni prensa ni cuerpos de seguridad estaban al corriente, siguiendo las indicaciones de los secuestradores, que solicitaron a la familia una altísima cantidad de dinero para liberar al desdichado. Herminia se mostró inflexible y contundente desde el principio. No cedería al chantaje. Ni siquiera cuando, una semana después, recibió en un cajita parte de la oreja izquierda de su marido. Aun así, pidió una prueba de vida. A los dos días recibió una fotografía de su esposo portando en su mano el diario local. Lo vio bastante desmejorado, escuálido y con la cara amoratada. No le dio lástima. «Sufre como yo he sufrido, cabrón», pensó para sus adentros. Con un poco de suerte, los peores augurios se confirmarían y ella sería la única heredera de una inmensa fortuna.
Ataulfo, como portavoz de la familia, se comunicaba regularmente con los delincuentes, tratando de buscar una solución al conflicto. O al menos eso parecía. En realidad sus intenciones soterradas eran otras: se encargaba de darles precisas instrucciones. Tras cuatro semanas de incertidumbre, recibieron un ultimátum. El dinero solicitado como rescate en una bolsa abandonada en un bosque a cambio de la vida del Romualdo. Límite: veinticuatro horas. Ataulfo lo comunicó a Herminia y apeló a antiguos sentimientos, a una mínima muestra de humanidad por parte de su ama. De nuevo, una negativa por respuesta.
Cumplido el plazo sin obtener sus pretensiones, el teléfono sonó en la hacienda. El informante dio una ubicación muy precisa de dónde encontrar al rehén. Y lo hallaron, pero con dos tiros a bocajarro en la cara.
Cuando Herminia se despidió de Ataulfo en la puerta del cementerio, no imaginaba que sería la última vez que vería a su añoso sirviente. Este partió raudo al aeródromo y abandonó el país para no volver. A su lado, su acompañante miraba por la escueta ventanilla de la avioneta cuan pequeñas se veían sus posesiones. El reflejo en el cristal devolvía una imagen nueva, sus facciones cambiadas por la cirugía estética. El dinero, a buen recaudo en cuentas del extranjero. Herencia y posesiones, redistribuidas en un nuevo testamento a favor de su hombre de confianza. Sobre su conciencia, la muerte de su suplantador, tendría que vivir con esa carga, peaje necesario para conseguir su objetivo.
Así fue como Romualdo Castillejo, sin escrúpulos, se dio sepultura a sí mismo.